A Totonho

Ese día cuando tomó la autopista encontró un sol diferente. Había llovido y el cielo seguía gris oscuro, con pincelazos negros que hacían recordar a una mala historia. Sin embargo poco a poco se fue abriendo una grieta, una hendija entre las nubes y apareció un amarillo desconocido. En pocos segundos una bola dorada se impuso entre el negro gris. Cómo explicar con palabras ese color. Fue como un derrame dorado, una olla rebalsada de almíbar. No, no es eso lo que veo, se dijo. Es otra cosa. Pero se conformó.

El fenómeno duró pocos minutos, lo observó atento y después siguió distraído sobre la ruta y bajo el cielo entero anochecido. El resto de camino lo hizo escuchando la radio. Los locutores repetidos, gritones. Como siempre.

Se sentía cansado. Cansado no, era otra cosa. Se sentía aburrido como un león del zoológico. Tan aburrido como una laguna seca. Aburrido y solitario.

Cuando llegó al departamento sintió olor a podrido, se acordó de no haberse acordado de tirar la basura. Fue al dormitorio y mientras dejaba el saco sobre la silla aterrizó la mirada en la cama decidiendo entre tirarse un rato o preparar algo para comer.

Cada día se sentía orgulloso de tender la cama antes de ir a trabajar. El resto del departamento era un caos pero la cama siempre estaba perfecta. Y como siempre, la ironía le manchaba una media sonrisa en la cara al pensar que esa costumbre la traía desde chico, como secuela de la disciplina militar que le imponía su madre. Su madre. Qué madre.

La misma madre que hubiera pescado al instante el polvillo blanco que él ahora descubría sobre el tenso cubrecama marrón. Tocó el polvillo y miró hacia arriba. Bajó la vista de nuevo y se acercó para tratar de descubrir la calidad del polvo inesperado. Lo tocó y como un reflejo que no entendió se lo metió a la boca con un dedo. Qué tiene que ver el gusto que pueda tener este polvillo, se dijo. Esto es otra cosa. Acercó la silla a la pared y sin pisar el saco que estaba en el respaldo se subió para mirar de cerca. Y ahí la vio. Una rajadura mínima, un camino finísimo y serpenteante bajando desde el techo. Cuando fijó los ojos en la grieta, aún una grietita, fue como si la hendidura lo tragara. Sintió una cosquilla fría irisándole el vello de la espalda baja. Volvió a mirar y cerrando un ojo midió a ojo el largo de la línea hendida. Bajó de la silla y se fue a la cocina con la preocupación abrochada en la cara. Y ahora qué es esto. Una fisura, una grieta mínima todavía. Pero grieta al fin. Y por las grietas salen cosas pero también entran. Desaparecen pero pueden aparecer. Y las grietas dividen y derrumban. Carajo, escupió, y ahora qué hago yo con una grieta.

Mientras se preparaba un revuelto de huevo, queso y tomate demasiado maduro ‑que fue lo único que encontró en la heladera y que formó algo más parecido a un vómito que a un revuelto- no dejaba de pensar en la grieta. La grieta que podía convertirse en rajadura. Y si de rajadura pasa a fisura, y si de fisura pasa a derrumbe, estoy jodido. Aunque intentara negarlo tenía un problema. Dejó el plato sucio sobre la mesa y volvió al dormitorio. Acercó aquella silla que acomodaba el saco y se sentó de frente a la pared. Solo para mirar. Y después de un rato miraba sin ver. Quiero decir -dijo‑ miro para adentro. Aquí adentro, adentro mío, tengo que encontrar la solución. Se sabía hábil, inteligente para resolver problemas, pero por el momento no estaba pudiendo encontrar el principio del fin de esa fisura que parecía inocente pero no lo era. Esa rajadura parecía sencilla pero no lo era. Tenía un perfil de inocencia como el que le salió a Nabokov al describir a Lolita: inocente pero astuta.

Cuando miró la hora se preocupó, había pasado más de dos sentado en esa silla buscando soluciones que no aparecían. Todavía le faltaba bañarse, cepillarse los dientes, hacer los estiramientos y acostarse para intentar dormir. Dormir dos horas menos de lo habitual, porque las había gastado en su larga meditación anti‑grieta.

Durmió tenso, como con miedo. Teniendo una vista aérea de su cuerpo mientras dormía cualquiera hubiera dicho que era el cuerpo de un enorme bebé dormido después de llorar por varias horas. Contraído, endurecido, anudado con sus propias extremidades.

Al volver ese día del trabajo no vio sol no vio atardecer no vio ni siquiera el pavimento por el que transitaba su auto. Solo podía pensar en el tamaño de la abertura de su vida. De la grieta ¿no de su vida?, se equivocó al decirlo en voz baja, como con un pensamiento con sonido.

Y sí, fue así, la grieta estaba, la rajadura, la hendidura, la hendija, la abertura por donde con facilidad algo podía entrar o salir. La vio más grande, tal vez más profunda, y también notó más polvillo sobre la cama. Esa noche se tomó solo una hora para buscar la solución del problema, no podía permitirse un nuevo desmedro en el tiempo de su descanso, sin embargo otra media hora la utilizó modificando el lugar de los muebles de la habitación. De ninguna manera estaba dispuesto a aceptar que su cubrecama marrón recibiera más polvillo blanco. Atravesó la cama en medio del cuarto para alejarla de la grieta.

Al cabo de una semana decidió medir la rajadura por primera vez, juraría que se agrandó pero como no medí antes no tengo pruebas, pensó otra vez con sonido. Anotó los milímetros en una hoja que dejó sobre la mesa de luz.

A la semana siguiente la nueva medición dio como resultado tres milímetros más. Esto avanza, dijo, ya no a media voz. Necesito ayuda, reconoció, este problema excede los conocimientos que tengo como para resolverlo solo.

La grieta estaba ahí, como si estuviera viva, se movía para un lado, para el otro, tomaba direcciones inesperadas y en algunos lugares del trayecto iba desprendiendo escamas de revoque que la volvían más sospechosa todavía.

Averiguó en su trabajo, pidió recomendaciones, sopesó honestidades y se decidió por un albañil especializado en estructuras de cemento armado. Esto es grave, tengo que buscar la manera más sólida de impedir el posible derrumbe.

Mientras esperaba la llegada del especialista se dedicó a pensar sobre el supuesto origen de la imprevista hendidura. Tal vez el edificio que habían empezado a construir en la esquina, quizá un movimiento de suelos, las secuelas del terremoto que se había vivido en el país vecino. Uno nunca sabe, todo tiene que ver con todo. Tal vez la soledad, tal vez aquel mucho de tristeza que escondía bajo el cubrecama marrón. Se le hacía imposible estar seguro. Y eso también me resulta una advertencia, pensó y se dijo.

 

El hombre que le recomendaron llegó puntual. Miró la grieta, lo miró a él, volvió a mirar la grieta y dijo: ¿es eso?

Sí, pero es solo el comienzo y puede ser peligroso. Necesito que lo arregle.

Hay dos caminos, dijo el hombre, lo tapamos con revoque para que no se note y espera para ver qué pasa, o hacemos una llave.

Qué es eso. Eso de la llave.

Una llave es un hierro que se coloca cruzado para que opere en forma contraria y no permita que se siga abriendo.

Y cómo se coloca.

Hay que picar la pared, llegar a la mitad del ladrillo, conseguir unos hierros del tamaño justo, amurarlos... Ese es mi trabajo. No me voy a poner a explicarle con detalles cómo lo hago. Usted me deja a mí, yo pongo la llave y le doy garantía de que no se va a volver a abrir. Demoro dos días y aquí no ha pasado nada.

Pero aquí sí ha pasado, está pasando, y por algo pasa.

Está bien, tiene razón, pero cuando lo cierre con la llave ya no se podrá volver a abrir, le aseguro.

Bueno, déjeme pensarlo. Lo pienso y le aviso. Lo llamo cuando tenga la decisión tomada.

Como quiera, usted tiene mi teléfono.

Al quedarse solo temblaba. No iba a ser fácil tomar la decisión. No es tan sencillo dejar que alguien haga una llave en tu casa. Se empieza por una llave y uno no sabe dónde se puede terminar.

Decidió tomarse una semana en el trabajo. Tenía que pensar las cosas con tranquilidad. No es tan simple decidir con certeza qué puede resultar más peligroso: la profundidad de la grieta o la llave de las paredes en manos de otro.

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