“Cuando tengo jean me comporto como si tuviera un smoking; cuando me pongo un smoking, me comporto como si tuviera un jean.” La frase la escuché en el invierno de 1993, en el camarín del Cine Mayo de San Miguel. Eran ya las cuatro de la mañana: Sandro tomaba gin en un cáliz color cobre y no paraba de llenar mi copa de champagne francés. Bienvenido al Madison Square Garden, me había dicho cuatro horas antes, cuando ingresé a ese cuarto de tres por tres, sillas raídas, espejos viejos y un florero con rosas. Yo había ido hasta San Miguel a cubrir uno de los conciertos suburbanos con los que solía preparar su desembarco en la calle Corrientes. Sandro estaba probando el show 30 años de magia, que en semanas estrenaría en el Gran Rex, y yo quería comprender a ese personaje enigmático que llegaba a mí desde algunos discos simples de mi infancia y desde películas inverosímiles y fascinantes”. 

El fuego eterno empezó a escribirse esa noche. Así comienza. El punto de partida fueron aquellas confesiones de invierno, un rastrillaje que me resonaba onírico y que iba de la pericia del sonido Robertone a la guitarra que le había regalado Elvis o al placer que le daba tocar al piano obras de Mozart. Esa madrugada bajo el fragor del champagne selló un tácito pacto profesional de confianza mutua, de artista a periodista. Sandro estaba mudando de piel. Desde los suburbios se arrimaba a la calle Corrientes, con paciencia de felino cazador. En poco tiempo iba a  ser considerado una figura unánime y su vínculo con la prensa también se reconfiguraba. Seguía relacionado con la vieja raza de periodistas del espectáculo que lo habían ayudado en la conquista de América en los ‘60  y ahora escudriñaba a los imberbes cronistas rockeros que tallaban en los diarios y revistas. Como le cuadra a un seductor nato, a cada cual le daba lo que necesitaba: a los pibes de los diarios les hablaba de Tanguito y de Moris; a los vetaranos de Radiolandia, de Olga Guillot y Charles Aznavour. 

Cómo diría Lennon, en las primeras filas del Rex Mirtha y Susana hacían sonar sus joyas; en la super pullman las nenas ardían debajo de sus ropas de domingo. Sandro batía records y recuperaba el tiempo perdido en sus aciagos años 80: tanto la progresía renovadora peronista como la patota cultural de Alfonsín  lo habían confinado al estatus de “grasa”. El elitismo de izquierda fue impiadoso y tuvo en la Humor uno de sus principales agitadores. Sandro, especialista en resucitar, se dedicó a esperar su momento. 

De eso habla el libro que ahora, actualizado, recoge también los dramáticos años de trasplante y muerte. La miniserie dirigida por Adrián Caetano –que Telefe emitirá en marzo– parte de una historia extraordinaria. No debería fallar. Es la parábola del sueño americano amasado en Valentín Alsina. Literalmente, del conventillo al Madison Square Garden. Pero de fondo, como un rumor, late una épica. El fuego eterno narra una épica. Su amiga y vocera Nora Lafón se lo entregó en 2009 y nunca supe qué le había parecido. No tenía tiempo de detenerse en pamplinas: los miles de cigarrillos hacían estragos. Ya en los últimos shows había incorporado su salud deteriorada a los espectáculos. El humor lo salvó del patetismo: se reía de sí mismo. Mostraba los tubos de oxígenos adheridos al micrófono y refería a la ambulancia del Cipec estacionada en la puerta de cada teatro. “Me miro al espejo y me doy miedo. Cuando me ducho apago la luz.” Era un stand up tragicómico.

Nos encontramos varias veces más desde la trasnoche de San Miguel. Hablamos largamente para un librito que publicó con un CD el diario Clarín. El testimonio de su enfisema era devastador y asimismo conservaba una pátina de indoblegable optimismo. “Todo lo que me está pasando me lo merezco. He tenido la arrogancia de los fumadores, creí que era inmortal, maltraté mi cuerpo como nadie. Durante mucho tiempo, mi proyecto era recuperar la voz, seguir cantando ‘Penumbras’ en el mismo tono en el que la grabé, volver a los escenarios a inyectarme vitamina, que es el vivo. Me propuse jamás dar lástima en un escenario y me asumí como un discapacitado. Antes mi objetivo era volver a cantar… Ahora sólo pienso en seguir vivo”, me dijo.

Los años pasaron: terribles, malvados. Nada quedaba de su arte de la desmesura, de esa hiper expresividad que metió en el mismo batido a Woodstock, Memphis y San Remo. Eran ya los despojos de un temperamento artístico esponja, en el que se puede advertir cierta inflexión de Tom Jones o de su admirado Alberto Morán, cierto giro a lo Aznavour, el desarrollo de una balada con el ritmo pasional y cansino de un Nicola Di Bari... Todo con un estilo propio. La música pasó a un segundo plano: era la vida o la muerte, un cara o seca que enfrentó con una dignidad encomiable.

Las apariciones fueron cada vez más esporádicas. Entró y salió de la lista del Incucai y su salud se transformó en una causa nacional. “No estoy tan grave, pero esto avanza. Lo del trasplante fue una decisión mía. Sé que es peligroso, pero prefiero no perderme la vida. Quedar tirado en una cama con un tanque es lo mismo que estar muerto. Recuerdo que en los Estados Unidos, cuando murió Rodolfo Valentino, algunas fanáticas se suicidaron. Les pido a mis nenas que se queden tranquilas. Estoy bien, esperando mi turno”, trataba de descomprimir. Se metía en programas de televisión, por teléfono.  Aprovechaba por caso para mandarle saludos a Charly García, recién vuelto a los escenarios luego de su rehabilitación: eran como barcos averiados que se saludaban en el medio de la noche del océano con sus gastadas señales de luces. También contó en el programa de Susana Giménez algunas intimidades con su mujer. Ya no escenas fogosas, o cualquiera de esas fantasías que supo proyectar: lo que le contó a Susana fue que con Olga se la pasaba jugando al chinchón.

Su internación final fue en Mendoza, donde se hizo el trasplante. Bajo los baldazos de fuego seco del sol cordillerano, esperé con mi curiosidad a prueba de sensiblerías cada parte médico. Las nenas se habían mudado a los alrededores del hospital, y los mensajes sobrios de los doctores provocaban catarsis bipolares: euforias y depresiones súbitas.  Recuerdo la ovación que recibió el doctor Miguel Nicolás cuando deslizó que no se habían tocado las cuerdas vocales. Y que unas gitanas se pusieron a bailar en la calle. El realismo mágico de la escena se completó con la delirante convicción de que Sandro podría volver a cantar. Otro día, de los pesimistas, un grupo de mujeres pidió frente a las cámaras de la televisión que se difundiera una campaña para conservar el corazón del ídolo y así poder venerarlo eternamente.

Esa complejidad de fans, máscaras, vértigo, desasosiego y desesperación determina una de las historias más apasionantes  de la cultura popular argentina. El fuego eterno acerca, ya en 2018, algunos atajos al misterio. En tanto, flotan en el aire una veintena de canciones memorables: el artificio de un hechicero genial.