Yo tengo una idea somera, no tengo sueño y deseo una foto pero el celu, mucho más riguroso que yo, porque yo seré ingeniero pero el celu es la obra de muchos ingenieros trabajando en equipos cooperativos durante mucho tiempo, tiene, decía, la certeza de que estamos acá, en Francia, en Paris, Ille‑de‑France, Museé du Louvre.

Yo no sé si el telefonino sabe si estamos en Richelieu o Sully, pero aún así intento una selfie con el baño turco de Ingres a mi espalda. Siendo, como es que lo soy, un hombre de edad, me cuesta alzar el brazo, sostenerlo firme, ver en la pantalla lo que estoy encuadrando, posar, poner cara de selfie y entonces resulta que  repito una y otra vez mis ensayos sin que nada de lo que resulta me satisfaga.

¿Es allí cuando aparece ella o será que, concentrado como estaba en el asunto este de la selfie no la había visto antes observándome? Yo veo que se ofrece para sacarme una selfie. Toma, de mi mano izquierda, mi pequeño portable y empieza a encuadrar mientras habla, pero recién entonces es que me doy cuenta de que detrás de esos gorjeos que vengo escuchando tiene una voz armoniosa y fresca. Lo que dice no es exactamente música, pero a mí me resulta como que tiene unos retazos de notas que si uno tuviera tiempo y recursos podría utilizar para volver a armar la melodía. Por otra parte las paredes, de un gris azulado que en el recuerdo se virará al verde, tampoco le van tan mal como marco. Me pide que me quede quieto, pero no es exactamente una orden, ni un pedido, ni una imprecación, es más bien, una forma de recitado que recuerda a los más frescos atardeceres del Cabo Polonio bajo la lluvia otoñal, de modo que me quedo quieto y en ese quedarme, en esa quietud, encuentro una paz remilgada y oriental que me devuelve al raciocinio sin fronteras: lo que burbujea en los labios de la bella fotógrafa es una especie de francés sincopado y de a trozos que a mí me vuelve a repetir las encorsetadas frases del Mauger Rouge, libro obligatorio en la Alianza Francesa, recitadas con esa dulce cadencia de guillotina de M. Yukitake, venido desde los confines de la Indochina combatiente en una fuga interminable de las implacables persecuciones de los soldados de la libertad.

Ella habla así: como Yukitake, pero no es, sin embargo y a pesar de sus ojos almendrados, que su apariencia grácil de junco al viento me recuerde a mi viejo amigo vietnamita. Más bien es que su sonrisa leve e interminable y esa archimecánica manera de gesticular mientras me explica, en su francés indochino japonizado, lo que ella quiere que hagamos ya mismo.

Y he aquí lo que haremos: ella se sentará en el canapé, adoptará una pose similar, parecida o casi idéntica a la de la bagneuse de Ingres que cuelga, pende, oscila imperceptiblemente un poco más allá sobre la pared gris y yo habré de encuadrar con cuidado a ambas, la bagneuse y la fotógrafa japonesa tratando de que haya alguna similitud, correspondencia o congruencia en algunos atributos entre la imagen que gestaré y la archifamosa obra de Ingres. Para esto, ella me instruye en su encantadora lengua europeizada respecto de dónde me debo parar, y como procederé para el encuadre.

Si bien es cierto que me pone tenso el desafío de sacar por primera vez en mi vida una fotografía que valga la pena, que me acomodo y pienso en esperar el momento justo mientras ella se va acomodando, la verdadera cuestión empieza cuando veo que empieza a quitarse la blusa. Cuánto ‑me pregunto‑ demorará en quitarse del todo la blusa, adoptar la pose de la baigneuse, permitirme a mí que me reponga del susto, ponerse la blusa de nuevo, guardar la cámara fotográfica y salir conmigo del brazo, sin que se me note medio obnubilado y conversándome en su francés de a trozos. ¿Cuánto?