“Hoy me toca herrar 15 caballos”, dice Lucas mientras apura el mate, “así que en un ratito me voy”. “Mandá fotos, nos vemos a la noche”, responde Fernanda, mientras un hombre alto y rubio masculla un “guten Tag” y se sirve un café. Más allá, en el jardín donde una Santa Rita da sombra sobre unas sillas de hierro, la pileta se está llenando con un agua cristalina que a la hora de la siesta será el paraíso para los que tengan demasiado calor para dormir. 

Estamos en un hostel de San Antonio de Areco, Buenos Aires, donde convergen trabajadores rurales, vacacionistas porteños que buscan un verano distinto y turistas extranjeros que llegan fascinados con la idea de conocer el campo y la cultura gauchesca de la Argentina. Es que Areco es Capital Nacional de la Tradición, algo que está presente en cada rincón del pueblo, como en las calles del centro mantenidas con el empedrado original de 1926 confeccionado con piedras provenientes de Sierra Chica, los “boliches” adonde se puede ir a tomar un trago y hasta en este mismo hostel, que en sus orígenes era una gran casona y mantiene detalles que hacen la estadía más placentera: techos altos, pisos de madera, ambientes grandes y luminosos, la sensación de estar viviendo, por unos días, en un lugar con mucha historia. 

Pero además de lo relacionado a la tradición gauchesca, Areco propone otras actividades: “Tenemos trekkings en una zona de monte nativo, visitas a los pueblos cercanos –en algunos de ellos también es posible alojarse– y paseos en kayak pensados para la familia”, resume Emilia de Blasi, coordinadora de turismo y quien será nuestra guía durante nuestra estadía. Justamente con una remada por el río Areco comienza nuestro itinerario.

RÍO SERENO La embarcación se desliza suave por el agua y un pequeño viento acompaña. A pocos metros, sobre la costa, familias arman un picnic mientras unos chicos prueban suerte a ver si pescan algo, un pareja se besa al sol. Comenzamos nuestro recorrido en kayak por el río Areco, un paseo pensado para que todo el que se anime pueda dar sus primeros pasos en este tipo de actividad que según Santos, nuestro guía, tiene muchísimos beneficios para cuerpo y alma: “Además de construir fuerza en la parte superior del cuerpo, es un entrenamiento aeróbico fabuloso”, explica. “Practicar kayak a un paso tranquilo quema casi las mismas calorías por hora que trotar o nadar lenta o moderadamente; no muchos deportes ofrecen tal combinación aeróbica con entrenamiento de fortaleza”, asegura. La idea de bajar de peso mientras paseamos suena seductora y además, como para tener más fuerza hay que contraer los músculos del estómago, todo indica que nuestro cuerpo se verá beneficiado. 

Avanzamos con soltura, disfrutando del río y del silencio, y al rato queda claro que además de lo físico también nuestra mente se serena. Al disminuir la cadena de pensamientos, empezamos a realmente ver el paisaje que nos rodea y a disfrutar del simple hecho de introducir la pala en el agua, impulsarnos, avanzar o quedarnos quietos y dejarnos llevar por la apenas perceptible corriente. Al cabo de dos horas el paseo termina, y si bien estamos cansados también estamos contentos. “Quizás mañana sientan un poco los brazos”, advierte Santos mientras nos sacamos los chalecos salvavidas y elongamos. Ya veremos. 

Ahora lo que nos toca es una actividad totalmente distinta: la visita al Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes, dedicado al autor de Don Segundo Sombra y a la cultura del gaucho. Vale la pena visitarlo porque no es un museo “de cosas apiladas” sino un lugar moderno, dinámico e interactivo donde el visitante no solo se adentra en vida del escritor sino que también es una oportunidad para comprender la esencia de la vida de campo, las costumbres, los gustos y hasta las herramientas que se usan en el trabajo rural.  “El Museo fue fundado en 1938 y nació con este fin, nunca fue la casa de Güiraldes”, aclara Andrea Vigil, su directora, mientras cuenta que en 2009 sufrió graves daños debido a la inundación y fue reabierto -previo trabajo de modernización- en 2015. Una de las partes que llama la atención de grandes y chicos es la recreación del ambiente de La Blanqueada, pulpería a la que se hace referencia una y otra vez en Don Segundo y el único ambiente que permanece tal como era antiguamente el museo.  

Terminamos el circuito “museístico” del pueblo con la visita al Museo Las Lilas, donde se exhiben obras del pintor Florencio Molina Campos  y de otros artistas argentinos, y conociendo el Centro Cultural Usina Vieja, que cuenta la historia de San Antonio de Areco. “Es hora de tomar un té con buena pâtisserie porque después nos toca un aperitivo en un boliche”, dice nuestra guía con tono de broma pero con toda la seriedad que acredita el itinerario que tiene impreso en la mano. Habrá que probar delicias francesas junto con la infaltable chocotorta que, según nos dicen, siempre piden los visitantes.

Adrián Pérez
Mariano Draghi, platero y artista, en el museo que lleva el nombre de su padre.

PLATERÍA Y ALGO MÁS Pasan dos hombres vestidos con bombacha de campo y alpargatas. Uno de ellos cruza la mirada con nuestra guía, sonríe y se quita la boina  a modo de saludo; el otro se toca el sombrero y ambos continúan su camino. Emilia se ríe y dice: “Acá es así, es común que la gente se vista con prendas de campo, que nos encontremos con conocidos y nos detengamos a charlar un rato; en muchas cosas mantenemos el espíritu de pueblo”. 

Estamos en la plaza principal de Areco, en la zona denominada casco histórico donde, por ley, los frentes de las casas son respetados en su estilo original tanto en la arquitectura como en los colores (hay una cartilla con las gamas tradicionales). Luego de visitar la iglesia que lleva el nombre de San Antonio de Padua  (el santo al que se le suele pedir novios), cruzamos la plaza en dirección al taller y museo de platería donde Mariano Draghi homenajea a su padre Juan José Draghi, sinónimo de orfebrería pionera –comenzó en la década del sesenta– y de calidad, que solía decir: “Yo me hice platero porque nací en Areco”, en referencia a que por ser tan tradicionalista fue un lugar de inspiración para la platería criolla, reflejada en cuchillos, rastras y el aperos para el caballo, entre otras cosas. Además de las piezas en exhibición, es posible comprar piezas que van desde joyas hasta esculturas, pasando por obras de arte con la técnica del repujado y bandejas trabajadas. En total hay más de 40 plateros en la zona, muchos de los cuales tienen talleres que se pueden visitar.

Nuestro recorrido continúa por lo de Roberto “Pitti” Falibene, ceramista cuyas obras se destacan por ser muy coloridas y por la serie de gauchos de estilo Molina Campos, que ya son muy conocidos en la zona. Además, en un rincón de su casa taller armó un boliche al estilo “de antes” con mostrador con rejas (que servían como defensa y refugio durante las típicas trifulcas en las pulperías) con el fin de convidar a los visitantes con un trago. Sifones antiguos, botellas de cerámica con ginebra y posters de productos clasiquísimos como Cynar o Alpargatas adornan el lugar y le dan un lindo aire retro.

Las últimas obras que visitamos son las de Raúl Draghi, que en este caso están dedicadas a la soguería, es decir, a trabajos realizados con cueros de vaca y caballo. “Este no es un oficio para ansiosos”, nos dice mientras trenza un tiento angostísimo y tan delgado que se ve casi transparente y que cubrirá el mango de un cuchillo. Es obvio que este trabajo requiere más que habilidad y paciencia; es necesario entrar en una suerte de otra forma de estar en el mundo para poder encarar con la minuciosidad necesaria una pieza de grandes dimensiones que puede llevar tardes y tardes de trabajo. El silencio y las herramientas en perfecto orden parecen ser los mejores compañeros.

Ya se ha hecho la hora que en las ciudades llaman “after office” y en otros lugares “de la oración”. Ese instante mágico del crepúsculo donde los colores y aromas van cambiando y con ese escenario llegamos a El Mitre, Bar Histórico. “Es momento ideal para los tragos”, nos dice la especialista Florencia Hermes, mientras nos acerca tres de sus creaciones: un trago donde se mezclan rones de Nicaragua y de Martinica con pulpa de ananá y especias, otro donde se destaca el blue curazao con gin, ron de coco y limón, y por último el llamado Tres Reyes, una deliciosa e intensa confabulación de Fernet, Campari y Cynar.

Adrián Pérez
En la estación de trenes de Vagues, un pueblo cercano a Areco, funciona un pequeño museo.

CAMPO ABIERTO A unos cinco kilómetros del centro de Areco se ubica el pueblo de Vagues, que tiene menos de cien habitantes. Aquí la propuesta es hacer el recorrido en bicicleta, con tiempo y disfrutando del paisaje rural. Salimos un poco antes de las seis, cuando el sol ya no pega tanto aunque todavía se hace sentir. Al cabo de unos 45 minutos llegamos a Vagues y nuestra primera parada es en la vieja estación de ferrocarril, hoy convertida en museo ferroviario, donde uno tiene la sensación de que el tren llegará en cualquier momento y es fácil sentirse protagonista de una película ambientada en la década del cincuenta. “Vamos que nos están esperando”, nos dice nuestra guía, sacándonos de esas imaginaciones. 

Quien nos espera es Cecilia Fergero, escultora y joyera que se instaló en Vagues en 2005 con su familia y que ni remotamente extraña la ciudad. Cecilia nos recibe en su taller de trabajo, que se combina con un galpón de antigüedades que haría enloquecer a cualquier coleccionista porque, además de la variedad de objetos, está disponible todo el tiempo del mundo para entretenerse en la observación.  “Este es mi lugar de trabajo y de inspiración”, nos dice mientras nos muestra sus esculturas y una caja de madera con anillos y aros de su creación. Pegado al taller se encuentra la hostería La Posta de Vagues, que lleva adelante con su esposo y que se destaca por la belleza de la construcción y del entorno, y por el bar y salón lúdico donde se puede jugar al pool, al yenga, a las cartas o tirarse en un sillón a leer algo elegido de la biblioteca.

Está oscureciendo y es momento de volver a Areco. Subimos a las bicis y el aire fresco entra directo a los pulmones, como una llamarada vivificante. ¿Cuánto hace que no andamos en bicicleta, de noche, con la tranquilidad y el placer de ir disfrutando del momento? A los veinte minutos de marcha ya ha oscurecido por completo y solo nos acompañan unas ranas y algunos bichitos de luz, como marcándonos el rumbo. Nos detenemos un instante para acomodarnos los cascos y nuestra guía nos sugiere mirar el cielo. Está que se cae de estrellas y es inevitable conmoverse, una vez más, solo por el hecho de estar ahí. Volvemos a subir a las bicis, encendemos las linternas para ver bien el camino y regresamos al pueblo tranquilos, contentos, en silencio.

Adrián Pérez
Bien tradicional: la Esquina de Merti, un bar estilo pulpería, especializado en asado.