CONTRATAPA

Aborté

 Por Liliana Mizrahi *

“Desconfío de esa gente que conoce tan bien lo que Dios quiere que ellos hagan. He notado que coincide con los deseos personales que tienen.”

Susan Anthony,

sufragista norteamericana, 1873.


Lo hice, hace más de 30 años. Yo era muy joven y tenía dos hijos pequeñitos. Estaba recién separada. Ese embarazo no fue buscado, ni esperado ni deseado. Fue un accidente. Era “algo” que me había pasado azarosamente y con diafragma. No sé si en algún momento pensé en tenerlo, era muy claro que no quería/no podía y no debía. Llamé a mi médico ginecólogo que era un “doctor-profesor”. Muy fríamente (acusatoriamente) me dijo que me iba a sacar del trance. Me dio una dirección por la calle Junín, cerca de la avenida Santa Fe. Era una casa muy vieja, con una altísima puerta de madera. Me abrió una mujer vestida de blanco que, sin mediar palabra, me llevó a una habitación donde había un camastro con una frazada marrón y una camilla ginecológica vieja y una palangana amarilla en el piso. Después vi una mesa con los instrumentos para la intervención. No se oía una sola voz. No me sentía bien. Me acompañó el amigo que había contribuido al embarazo. Volvió la mujer de blanco y me indicó que me sacara la ropa y me pusiera una bata blanca. Me acosté en la camilla cubierta con un hule blanco y frío. Con mucho malestar abrí las piernas. Sin golpear ni pedir permiso, entró un joven que venía a cobrar los honorarios del doctor-profesor, me dijo que no podía aceptar mi cheque porque ahora yo estaba separada. ¡Encima eso! También era sospechosa de insolvencia. Me sorprendí, no me alcanzaba el efectivo, le di todo lo que tenía y le prometí llevarle el resto a su consultorio, a la tarde. Aceptó. La mujer-enfermera me inyectó algo y me dijo que iba a dormir, que contara hasta 10. Me desperté en el camastro, la palangana no estaba y no vi nada, no había nadie, las paredes eran amarillas. Me quedé un rato mirando los zócalos. No era cierto que no había nadie, miré bien y había varios camastros con mujeres recostadas con rostro de dolor y malestar. Rostros grises y ojeras opacas. Todas sangrábamos en un espectáculo de gemidos. Abortar es espantoso, no hay quien me desmienta. Algunas mujeres intentaban levantarse. El dolor moral es fuerte. Finalmente me pude levantar y me vestí. Tenía las piernas apretadas y sentía dolor en el bajo vientre. Mal, mal. Salí, mi amigo estaba sentado en la sala de espera. Le pregunté si me iba a ayudar a pagar esto porque no me alcanzaba el efectivo, me dijo: “Es un tema tuyo”. “¡Ah! a vos no te está pasando nada”, pensé. Todo era sórdido.

Nunca vi a mi médico en todo ese tiempo. Me dejó dicho que vaya a su consultorio, lo hice, le pagué un par de miles de pesos, y me comunicó que me había colocado un DIU, algo que recién salía a la venta, no se sabía mucho porque estaba en una etapa experimental, era una prueba, me confesó que él mismo no estaba seguro que fuera lo mejor para mí. Y me lo cobró como si fuera de platino. Otra vez no me había consultado, ni siquiera me había avisado, informado, no me preguntó nada, hizo lo que quiso. Se sintió con derecho a decidir sobre mi cuerpo, como si se tratara de algo que le pertenecía, como si yo no tuviera nada que ver.

Treinta años después, los varones siguen creyendo que pueden disponer sobre el cuerpo de las mujeres. Se sienten con prestigio moral, están convencidos de que tienen autoridad. Penalizan el aborto porque creen que pueden legislar sobre algo que ellos creen que las mujeres no podemos ni sabemos controlar. Y muchas mujeres, muchas, creen que los varones tienen razón y les reconocen autoridad y prestigio. Nos tutelan como si fuéramos hijas bobas, menores de edad, sin capacidad de decidir, sin conciencia, sin poder elegir y sin poder tener un control infalible sobre la propia capacidad reproductora. Es un tema nuestro (como dijo mi amigo). Se trata de nuestra libertad, de nuestro derecho para decidir nuestras maternidades... pero todavía los que deciden son ellos. ¿Qué hacer?

Me fue muy mal con el DIU, hemorragias y hemorragias. Un día fui al consultorio por ese tema y sin avisarme, sin anestesia, sin ninguna dilatación me arrancó el DIU con tanta fuerza y tan inesperadamente que vi estrellas de colores brillantes y casi me desmayo. Tuve una alucinación como en luces de neón que decía: “El retorno de lo reprimido”, S. Freud. Lo recuerdo perfecto. Y ahí comprendí: a este tipo le volvió el odio. Este tipo odia a las mujeres, está vestido de “doctor-profesor”, cree que es un patriarca, tiene algunos gestos paternalistas ¿pero quién se cree que es? ¿Dios? Otra vez no me avisó, no me informó ni me explicó nada. El decidió que las cosas eran así. Me castiga porque me separé, porque me embaracé, ahora me lo saco y no acepta mis cheques. ¿Quién es este señor? Nunca más volví. Pensé: la que pone el cuerpo soy yo y mi cuerpo es mío. Cuando llegué a la calle me tiré casi desmayada en la vereda, estaba en Pueyrredón y Juncal.

* Psicóloga, poeta y ensayista, autora de, entre otros libros, Mujeres en plena revuelta y La mujer transgresora.

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