CONTRATAPA

El todo y la nada

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO En Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen –película de nombre un tanto absurdo que el año pasado se filmó en esta ciudad y que acaba de estrenarse en toda España– pasa de todo. Pasan muchas cosas. Un constante y vertiginoso acontecer para un leve, ligero, leve, vaudeville con macho ibérico, fogosa hembra española y turistas norteamericanas con ganas de emociones fuertes pero tampoco fortísimas. El macho es Javier Bardem, la hembra es Penélope Cruz y la turista es Scarlett Johansson (la segunda turista importa tan poco que no recuerdo ni su nombre). Lo que sí importa es que el film es un éxito por aquí (y en los Estados Unidos), hay colas afuera de los cines, carcajadas del público un tanto exageradas adentro y sonrisas en el Ayuntamiento que puso dinero en la producción (la cifra exacta ha adquirido ya la textura de leyenda urbana) para promocionar –como si hiciera falta, como si los turistas no hubieran tomado todo lo tomable y bebido todo lo bebible– a la Perla del Mediterráneo. Así, después de un rodaje que revolucionó a Barcelona y atormentó a Barcelona, Vicky Cristina Barcelona –que paradójicamente llega a las pantallas en el momento exacto en que termina un verano negro para hoteles y restaurantes para dar paso a un otoño todavía más oscuro cortesía de la crisis– no es otra cosa que una tontería simpática y una postal en movimiento. Una especie de parque temático y prolijo destilado urbano de la Ciudad Condal que vuelve a demostrar la imposibilidad de los nativos de EE.UU. de escapar del lugar común cada vez que viajan. Un producto pintoresco al que los locales acusan de falso y parcial olvidando que la paradigmática Manhattan que muestra Allen en su obra tampoco es una instantánea fidedigna de la Gran Manzana sino una versión sublimada de una especie de Xanadú y Shangri-La donde todos van del museo a la cinemateca y, después, a dormir a un penthouse de la Quinta Avenida. De este modo, no hay en Vicky Cristina Barcelona estudiantes extranjeros vomitando en las veredas del barrio de Gracia ni carteristas en las Ramblas ni autobuses de doble planta estacionados en triple fila ni alquileres de vértigo.

Todos estos horrores sí aparecen comentados y retratados en el flamante libro/manifiesto/diatriba Odio Barcelona (Editorial Melusina, www.myspace.com/odiobarcelona) donde se han reunido varios escritores de la nueva camada para explicar la versión local de aquel “No nos une el amor sino el espanto”. En la portada del libro –mientras en Hollywood alguien planea superproducción sobre aquel raro y nunca del todo esclarecido “Incidente de Palomares” en el que cuatro bombas atómicas, que afortunadamente no estallaron, se dejaron caer sobre territorio español en 1966, y ojalá que la filmen los Coen– varios bombarderos vuelan sobre monumentos locales. Ya saben: la Sagrada Familia, la fachada modernista, y todas esas cosas que aparecen en una película de Woody Allen.

DOS Y si bien en Vicky Cristina Barcelona hay una un tanto absurda escapada a Oviedo (tal vez porque en esa ciudad hay una estatua de Woody Allen y a su director le entregaron hace unos años el Premio Príncipe de Asturias) a ninguno de sus hiperkinéticos y vociferantes personajes se les ocurre hacer un alto en Miravete de la Sierra.

Porque en este pueblo de Teruel –situado, para más datos y mejor ubicación, en el corazón de la Sierra del Maestrazgo, a unos seis kilómetros de la penosa carretera de Villarroya de los Pinares– no pasa nada. Absolutamente nada. Y, mucho menos, una película de Woody Allen.

En Miravete de la Sierra poco importó la caída del Muro hace unos años y poco importa el derrumbe de la Calle de la Pared por estos días.

Y me enteré de la existencia inexistente de Miravete de la Sierra –también conocido como “el pueblo en el que nunca pasa nada”– por un anuncio de televisión. Tomé nota y entré a la fértil tierra baldía de Internet y di vueltas hasta llegar a www.elpuebloenelquenuncapasanada.com y –desde el pasado 8 de septiembre– ahí estaba y ahí está.

Miravete de la Sierra. Apenas doce habitantes fijos, un total de 46 censados y hasta 100 personas para las fiestas de San Miguel en mayo. Una iglesia y un puente del siglo XVI y poco más. Uno de los muchos pueblos en proceso de extinción a lo largo y ancho de España. La diferencia de Miravete de la Sierra es que fue descubierto por la agencia de comunicación madrileña con nombre de explorador de espacios abiertos y desolados –Shackleton– y ahora es promocionado como patria y fábrica del más raro y exquisito y valioso producto que puede ofrecerse en estos tiempos demasiado ocurrentes: la nada, el que nada suceda, el vacío absoluto, el paisaje zen “donde encontrarte a ti mismo”. Leo en El País, en un reportaje de Cristóbal Ramírez, que Pablo Alzugaray –director de Shackleton– justifica el asunto: “Estábamos buscando un pueblo minúsculo que no tuviera nada para hacerlo famoso. El que más nos gustó fue éste, sobre todo, por la acogida de sus habitantes cuando les explicamos la idea. Es un experimento de comunicación”. Y, entonces, Alzugaray (un rápido tecleado confirma mis automáticas sospechas de que Alzugaray es argentino; porque ciertas ideas no pueden sino ser argentinas) anticipa que “en unas semanas se podrá desvelar todo. No hay ningún objetivo malsano. No puedo decir nada. No puedo decir más”. Como ya han pasado más de quince días desde la salida de esta nota, me apresuro a entrar al site, pero no puedo llegar allí. Demasiado tráfico para alcanzar la nada y un panorama virtual en el que se ofrecen muñequitos coleccionables de cada uno de los doce habitantes de Miravete de la Sierra a 180 euros la pieza, o la posibilidad de donar una teja para la restauración de la iglesia a 10 euros, y hasta se puede jugar a ordeñar una cabra. También, por supuesto, el inevitable paseo turístico –con voz en off del octogenario muñequito Cristóbal Sangüesa– donde se nos advierte que aquí “el tiempo no pasa ni adelantando la hora”.

Pero ahora no hay caso. No puedo entrar.

Así que doblo en la primera salida hacia Google, busco las últimas noticias, y ahí está Miravete de la Sierra. Por el momento, parece, no se ha develado nada y hasta el momento no se confirman las sospechas de muchos de que todo esto no es más que el tinglado para vender otra cosa. Pero los contados pobladores de Miravete de la Sierra –la mayoría de ellos de maduros para arriba– se quejan hoy de un stress digno de barcelonés. La repercusión mediática y viral de la página en cuestión (146.000 visitas en apenas una semana) los tiene a todos al borde de un más almodovariano que woodyallenesco ataque de nervios. Han sido demasiados los curiosos y demasiados los noticieros que llegan a ver cómo es eso de la nada que, paradójicamente, ha dejado de serlo. Y ya hay problemas internos: celos de los que no llegaron a ser muñequito y comentarios viperinos en cuanto a que los que sí son muñequito aparecen muy mejorados en su aspecto, terror ante la posible invasión de hordas japonesas. Mientras tanto, después de mucho tiempo, ha vuelto a abrir el hotel municipal. Y crece el desconcierto de todos, de los muy pocos todos, por tener que responder todo el tiempo a las mismas preguntas de cámaras y micrófonos y –gente sencilla– sufriendo al pensar que la insistencia se debe a que no dan la respuesta correcta. Y de este modo sus comentarios son cada vez más delirantes. Así, la ironía de que el “no pasa nada” se haya transformado en un “pasa todo el tiempo lo mismo”. Aunque están los optimistas que piensan que esta fatiga de los abuelos se traducirá en la curiosidad de los nietos que retornarán, cualquier día de éstos, como oscuras golondrinas, para repoblar a Miravete de la Sierra. Y, quién sabe, si hay suerte, buena o mala, de aquí a unos años sus hijos publicarán, con amor, un libro titulado Odio a Miravete de la Sierra.

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