CONTRATAPA

El taxista del Ejército Rojo

 Por Susana Viau

Contrato el viaje. El chofer vuela por la autopista y el velocímetro marca casi 150. El coche es bueno, pero igual le sugiero: “Voy con tiempo. Podemos ir más despacio”. El tipo no contesta y la aguja empieza a bajar. Tengo la impresión de que el pedido no le ha caído bien. Trato de reparar: “No es por usted”. El murmura: “Yo conduzco bien. No hago tonterías”. “Pero los argentinos sí”, le contesto porque ya he pescado que es extranjero. Busco entrar en conversación para despejarle el mal humor:
–¿De dónde es usted?
–Ruso.
–¿Ruso de dónde? –sigo.
–De San Petersburgo.
–¿Y qué hacía antes?
–¿Antes de qué?
–Antes de venir.
–¿Para qué quiere saber?
–Para saber.
–Ja, ja... era militar.
–¿Militar?
–De la marina, infante de marina.
–¿Del ejército soviético?
–Del ejército soviético.
–Yo me llamo S. ¿y usted?
–I. –I. tiene un nombre terrible.
I. se distiende. Es corpulento, canoso, de gruesos bigotes y, sobre todo, parco. Habla bien el castellano; hace diez años que vive en Buenos Aires. ¿Qué le habrá hecho pensar que esto era mejor que su hermosa ciudad? “Mi hijo mayor era teniente y lo mataron en Chechenia. Nos quedaba el más chico y mi mujer tenía miedo de que lo mandaran a pelear allí a él también. Por eso vinimos. Rusia podía haber terminado esa guerra. Pero me parece que hay gente interesada en que siga”, dice. I. tiene sus propias ideas respecto de la identidad de esa “gente interesada en que siga”: “servicios de inteligencia, vendedores de armas”. Cada vez que me distraigo, I. se da el gusto con el acelerador.
–¿Por qué quiere hablar de estas cosas? –sondea.
–El ejército soviético tiene una gran historia.
Me asombra mi propia capacidad para las frases estúpidas pero no quiero arriesgarme a una discusión desagradable: él no sabe quién soy yo, yo no sé qué piensa él y estamos obligados a convivir todavía un largo rato. Sin embargo, a I. la explicación parece bastarle y vuelve al mutismo. “Yo lo conocí a Kalashnikov”, le comento como al pasar, mientras finjo observar el paisaje monótono que bordea la autopista y de paso –todo hay que decirlo– controlo la ruta por el espejo lateral: el auto es importante e importado y yo ocupo el lugar del acompañante, por cuestión de principios. Somos pasto para el choreo.
–¿Al general? ¡Mentira! –exclama I.– ¡No puede ser!
Touché. I. está conmovido y repite “¡No puede ser!”
–Es verdad, I., no le miento. Kalashnikov estuvo aquí hace unos años.
–Era soldado ¿lo sabe usted? –me tantea.
–Sargento. En el hospital diseñó el AK. El AK es producto de “la necesidad de un sargento herido”. Eso me contó. Y usted, I., ¿también era soldado?
I. se acomoda en el asiento, molesto por la degradación.
–Era teniente coronel. Subjefe de batallón en Afganistán. Mi padre también era militar, vicealmirante de la flota del mar Negro. Mi abuelo era oficial del ejército zarista. Después de Afganistán pedí la baja.
–¿Por?
–Me hirieron tres veces. Dos con bayoneta y otra con un tiro de fusil.
I. se levanta un poco la manga de la camisa y muestra la muñeca izquierda, cruzada por una enorme cicatriz.
–Era muy duro. En una emboscada perdí un tercio del batallón. Doscientos muertos. Nos encerraron en un cañón –para hacerse entender I. pone las manos paralelas, como si fueran montañas–, en un paso ¿comprende? Hirieron primero al jefe del batallón, después a mí.
–¿Y cómo rompieron el cerco?
–Con un ataque masivo, toda la fuerza disponible sobre un punto. Perdimos muchos hombres, muchos. Fue terrible. Para todos nosotros era todo desconocido. Pero ellos estaban en su casa y eso vale.
–A los americanos les resultó fácil, hasta ahora.
–¿Fácil? –I. ríe nuevamente mientras pregunta. Siempre pregunta cuando sabe que las palabras lo involucran demasiado–. Nosotros peleábamos contra los talibanes y ellos tenían la ayuda de Estados Unidos. Los americanos trabajaron con las cartas, los mapas ¿me entiende? que el gobierno ruso les dio y con la información que le entregó nuestra inteligencia.
–¿Cómo cree que entrarán en Irak?
–¿Entrar? No van a entrar. Van a bombardear. Van a arrasar primero, como han hecho toda la vida, como hicieron en Alemania. Destruyeron todo, destruyeron Dresden...
–Pero ustedes se quedaron con la gloria de llegar primeros a Berlín.
–Primeros... y únicos.
I. se hincha de orgullo. Estamos volviendo y ha oscurecido. I., suelto, habla del “AKM 75, que es capaz de atravesar un riel a 50 metros” y como ejemplo hace pasar el coche, al milímetro, entre otros dos que le bloquean el camino; recuerda los cinco millones de hombres de su ejército. De pronto le cambio el registro: “¿Se adaptaron a este país?”
–Mi hijo es feliz. Mi mujer no.
–¿Y usted, I., es feliz?
–No mucho. Allá libertad, libertad, así, de salir a protestar, no había. Pero la comida no nos costaba nada, las escuelas no nos costaban nada, la salud no nos costaba nada. Querían libertad y tienen mafias. Además ¿sabe?, acá la gente no cree en la palabra.
Durante la espera I. se ha quedado leyendo. Tomo el libro pero no me entero de nada porque está en ruso. I. se da cuenta. “Chejov –dice–. Y respire tranquila que ya llegamos.”

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