CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Lino Palacio, tapa y contratapa

 Por Juan Sasturain

Es curioso y terrible que cuando –y porque– lo mataron como a un perro, y hoy se cumplen 25 años de esa sórdida torpeza, Lino Palacio, que era por entonces un viejito bacán de más de ochenta, retirado cómodo y dibujante de a ratos todavía, saltó de golpe a las primeras planas mal, injustamente lleno de sangre y de tintas cargadas. El, que había sido habitante consecuente de las amables contratapas, casi socio fundador de ese edificio de propiedad horizontal de la historieta que fue el patio trasero y vespertino de La Razón –su lugar de cita diaria con los miles y miles de lectores que disfrutaban de las memorables boludeces de Don Fulgencio–, vino a terminar así, regalado junto con su mujer a la estupidez criminal de unos pendejos de mierda. Para colmo, los medios, que apenas frecuentaba ya, se obstinaron en ponerle una “s” al final de su apellido y de su vida.

Me acuerdo haber escrito alguna vez sobre la coincidencia de los destinos últimos, violentos y trágicos, de dos grandes y tan diferentes humoristas gráficos de este país: Lino y Divito. También el director de Rico Tipo, el de las chicas, al que recordamos no hace mucho, fue tapa sangrienta, página impar en las Policiales de 1969: se hizo añicos en Brasil, tostado como siempre, en auto casi sport y cuando era joven todavía. Claro que Palacio –que era mucho más conservador, en todos los sentidos– no la fue a torear, pero la Muerte lo alcanzó igual: lo vino a buscar en la figura de una resentida Ramona mal actualizada, vuelta sangrienta y grotescamente contra el veterano creador.

En todo caso, ninguno de los dos cayó dibujando, ni cayó por dibujar. Y los dos dibujaban bien, muy bien, a su manera. Aunque muchas de las cosas que se vieron después, en los últimos años, recopiladas, no eran de las mejores, ni de las primeras cosas. En todos los casos se notaba la innegable mano explícita o implícita de colaboradores o continuadores –como Divito, Lino dejó algunos personajes de herencia en vida a sus hijos–-, encargados de seguir con la rutina de la entrega diaria o semanal. Eso: la rutina los sobrevivió. Nada más.

Así, en el caso de Lino, media docena o más de personajes –de muñecos, en realidad–, inventos suyos, son ejemplares de ese tipo de humor gráfico estereotipado –universalidad atemporal, recurrencia de una actitud o rasgo de carácter, mecanismo reiterado– que fue la tendencia dominante desde los ’30, se hizo plaga durante el peronismo y comenzó a decaer recién con la irrupción del humor político y el absurdo de Tía Vicenta a fines de los ’50. La lista de Palacio dentro de ese registro es larga y necesariamente incompleta: la burra mucama gallega Ramona; el infantil Don Fulgencio –“el hombre que no tuvo infancia”– con su círculo delirante; los monocordes Avivato y Tarrino (“el suertudo”); el perverso Cicuta y –acaso mi favorita– la incontenible Doña Tremebunda, protagonista de secuencias casi siempre mudas, que salía en Para Ti.

Ese humor blanco de Palacio se corresponde con el diario de la tarde para todos y con un concepto de última página, donde el Ripley de Créase o no, el gaucho Lindor Covas, de Ciocca; Blondie de Chic Young y el Ferdinand de Mik –debidamente traducidos– hablan (o se callan) respecto de cosas que nada tienen que ver con el resto del diario. El tema en Lino Palacio es la inocencia: el niño eterno, la bestia analfabeta, el incauto que cae siempre, la impetuosa espontánea.

La “brutalidad” de Divito, en cambio (si el Avivato de Lino es un simpático tramposo, su Fallutelli es un hijo de puta), es fruto de otros contextos de publicación, proviene de la carnalidad de Rico Tipo, el semanario que desbordaba “por izquierda” a un Patoruzú más recatado y familiar. Las virtudes de Divito: trabajar el contraste violento, la duplicidad (“el otro yo” del Dr. Merengue parece dibujado por Calé), el lado oscuro social y psicológico, la perversión en suma. No hay inocencia jamás.

Divito movía –tan bien– muñequitos nerviosos con ángulos y contrastes violentos (alto/bajo, gordo/flaco, chica/vieja) de cuerpo entero y en situaciones explícitas. Del mismo modo que los de Battaglia tienen culo, los personajes de Divito tienen cintura (hasta Pochita Morfoni) y en general conciencia de su cuerpo y del de los otros. Los de Lino, no. Lino construía –tan bien– figuras chatas, globosas, cabezones primeros y medios planos que definían al personaje sin contexto, en la escena blanca apenas acotada. “Bastaba la cara”, hubiera dicho su memorable Radragaz.

Esa transparencia de intenciones y amabilidad del trazo quedaron como marca de fábrica de sus tiras. También están en sus afiches publicitarios. Lino reservó el escalpelo político y la habilidad para la caricatura firmando Flax –durante la Segunda Guerra Mundial–, sus extraordinarios cartones protagonizados por los líderes universales de la contienda, con epígrafes rimados de gran eficacia. Los juntó en cuatro tomos impecables. Soslayó –como todos– durante el peronismo la política nacional, pero Flax volvió en los ‘60 e incluso lo acusaron livianamente de ayudar a voltear al gobierno de Illia desde aquella Primera Plana en que editorializaba Mariano Grondona y él dibujaba al facultativo de Cruz del Eje con una paloma posada en la cabeza.

Alan Pauls escribió un excelente ensayo sobre Lino Palacio que tituló La infancia del humor. Algo de eso hay. No por nada, si hubiera que elegir algo de toda la producción de Lino Palacio, yo al menos me quedaría con sus innumerables tapas de Billiken. El pibe perseguido por el dentista alrededor del sillón del consultorio es una obra maestra absoluta. Y es, en apariencia, sólo eso. Le bastaba.

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