Jueves, 19 de noviembre de 2009 | Hoy
Por Noé Jitrik
Nadie discutiría que el uso es rey en materia de lenguaje. Se empieza a hablar de cierto modo, con acierto o con error, y por una suerte de destino lingüístico, los cambios se imponen y entran a formar parte de la norma, volver atrás es muy difícil. Los ejemplos históricos son tan abundantes que sin ellos no se comprendería cómo un idioma pudo haber adquirido el aspecto que tiene actualmente y que parece inamovible.
Sin embargo, el uso, con acierto o error, sigue palpitando y es como si quisiera seguir modificando lo establecido. Es arduo luchar contra él: uno de los rasgos fundamentales de la moral del uso es que aguanta todo lo que las normas preexistentes le quieren obligar a respetar; el uso se mofa y se destina a un triunfo glorioso que consistiría en imponerse, tal como ha ocurrido históricamente. Siempre ha ocurrido y ahora también. Sería una tarea gigantesca registrar y dar cuenta de los usos que están preparando sus ataques a la gramática, pero algunos sobresalen, tienen más chances aunque sus posibilidades de triunfo no sean demasiado claras.
Uno de ellos, y me divierte consignarlo, es la resistencia a usar el potencial cuando corresponde y la naturalidad con que se lo usa cuando es impropio; es corriente decir –lo hacen incluso escritores muy refinados “si yo hubiera hecho tal cosa hubiese logrado tal otra”, como si creyeran que es más elegante emplear esa variante gramatical en lugar del más preciso “habría” y, por el contrario, no faltan quienes dicen “si yo habría hecho tal cosa hubiera logrado tal otra”. Que se produzcan cacofonías parece no importar demasiado, no ya el atentado a la gramática cuyas formulaciones costaron lágrimas durante siglos.
Por cierto, los que amamos la lengua reaccionamos contra disparates semejantes, pero se puede vaticinar que seremos derrotados aunque por ahora a quienes los cometen les basta con decir, no sin arrogancia, “¡yo digo así y qué!”.
Otro uso que me provoca erupciones –aunque también sé que el disminuido ejército de quienes militamos en la sensibilidad lingüística será fatalmente vencido– es el del “donde” en lugar del relativo “que”. Así, periodistas, escritores, políticos, locutores de radio y televisión, ensayistas y vendedores de baratijas lo emplean con soltura en frases como ésta: “Una afirmación doctrinaria donde se sostiene que...”, en lugar del más simple “una afirmación doctrinaria que sostiene que...”, o bien “el interés nacional donde los particulares se niegan a contribuir”, en lugar del más directo y preciso “el interés nacional al que los particulares se niegan a contribuir”. ¿De dónde, precisamente, salió ese uso del “donde” cuya proliferación provoca el espanto de correctores y que ha dado nombre a una epidemia designada como “dondismo”? No lo sé y no es un tema que me obsesione o me llame la atención como, en cambio, la universal presencia de la expresión “hijo de puta”, no sólo en castellano sino también en otras lenguas, el inglés por ejemplo, y de uso ya muy remoto: llegó alguna vez, quizás en el Renacimiento, época fértil en putas, para quedarse; dados sus alcances resulta indispensable para injuriar o para denigrar, es tan grande su poder de afirmación que quien recibe ese tratamiento queda congelado, como tocado por un rayo.
Lo curioso es que también se emplea para elogiar en ciertos lugares, momentos y cualidades de quien es objeto de su aplicación; la diferencia es muy sutil: una cosa es decirle, admirativamente “¡qué hijo de puta!” a alguien cuya inteligencia o astucia o habilidad le han permitido obtener algo importante, un pensamiento, o una ventaja o un hallazgo no previsto por quien emite la exclamación que conlleva un juicio positivo, en buena teoría de la argumentación, y otra, cuando se enuncia, fríamente, “es un hijo de puta”. Esta distinción, entre un modesto aunque enfático “qué” y un casi anónimo “un”, es importante y en la práctica comunicativa funciona puesto que como elogio ennoblece una relación y la hace admirativa y, por el otro lado, como insulto, descalifica terminantemente, sin remisión.
Estas variantes han sido estudiadas, claro que no en círculos académicos, pero le han dado a la expresión una especie de carta de ciudadanía para regocijo de quienes aprecian la creatividad lingüística.
Pero, ¿qué alcances tiene la expresión o, dicho de otro modo, qué se quiere decir cuando se la emplea? En principio, y como para aclarar un poco las cosas, se diría que el hijo de una puta, como hecho físico, no es necesariamente “un” hijo de puta. Pero también, para aclarar, hay que señalar que puesto que no es fácil que los hijos de las putas asuman esa proveniencia –una madre es, sea como fuere una madre, y en todos los casos está colocada en un altar, sobre todo si ha sido fiel a su condición y amorosa en sus cuidados– no se sabe quiénes lo son y quiénes no lo son, razón por la cual queda probado que el artículo indefinido “un” no se refiere a las relaciones de parentesco (ignoro si Claude Lévi-Strauss atiende a este punto en sus célebres estudios) sino a comportamientos y actitudes reprobables, de manera que en realidad se aplica sobre todo a hijos de madres que pueden o no ejercer, en principio, la noble profesión del putazgo.
No es poca cosa el universo de implícitos que acompaña a esta expresión sobre todo cuando tiene una clara intención ofensiva. Ante todo, es evidente que el destinatario inmediato es herido porque su carácter de hijo es menos puesto en cuestión que la índole de su mamá; es a ella a la que se ataca en la idea de que ser puta es algo muy feo, tanto que el hijo no podría defenderla ni reivindicarla; si arguyera “mi madre no es una puta” tendría que demostrarlo para lo cual es probable que no le dieran tiempo pues el insulto es veloz, se parece a una flecha que un arquero arroja con habilidad y que pega en el blanco. Pero además, al atribuir a la madre el ser puta se está diciendo que el hijo no tiene padre y, más grave todavía, que acaso tenga tantos padres como su madre ha atendido en una jornada muy pesada de trabajo. Y si un hombre no tiene padre no tiene referente, no tuvo continente, es un ser que porque anda a la deriva es capaz de cometer cualquier felonía, canallada, traición, asesinato por la espalda, robo a mano armada, ser fascista, violador, golpear mujeres, ser cruel con los animales y con las viejitas, etcétera.
Estos alcances de la expresión no son inverosímiles ni fantasiosos: se recortan sobre valores instalados en la sociedad, en especial en cuanto a los roles atribuidos a padre y madre. Por un lado se conoce de qué manera se practica un culto a la madre en muchos países y cómo la canción popular se ha hecho cargo de él pero, verbalmente, la palabra sufre muchos ataques semánticos; así, ha adquirido fama universal “Madres de Plaza de Mayo”, una culminación del ser maternal, pero no es lo mismo cuando se la invoca para referirse a la guerra, “madre de todas las batallas” se dice; cuando en México se ataca a alguien se le aplica una “madriza”, curiosamente, “de padre y señor mío” y cuando se lo quiere desbaratar se lo “madrea”; igualmente, es un grave insulto “chinga a tu madre”, con perfume del peor de los incestos, por no hablar del desagradable “huele a madres”, aplicado a sustancias en descomposición o impresentables corporales; en cambio, la expresión “de puta madre”, que reúne los dos conceptos, es un elogio mayúsculo; en suma, la palabra “madre”, lo mismo que ocurre con ella en la vida real, se presta para servicios varios, no muy reverenciales en muchos momentos o en muchos usos mientras que “padre” es siempre un elogio y en el aumentativo un superelogio, “padrísimo” se califica sentenciosamente.
La expresión “hijo de puta”, para volver al tema, se ha impuesto aunque no se la emplea con naturalidad en todos los lugares por igual; sin embargo, cuando la confianza suelda la conversación o las urgencias derrotan a los miramientos aparece definiendo muy bien las cosas, hasta en lo político, incluso internacional: interrogado un secretario de Estado norteamericano sobre un dictadorzuelo latinoamericano declaró muy llanamente “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, frase que no emplearía tal vez en el Congreso ni en la Asamblea de las Naciones Unidas, pero que acompaña toda necesidad de calificación sincera, claro que en el peor de los sentidos.
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