CONTRATAPA

Lo último que sus ojos miraron

 Por Susana Viau

–Voy, pero primero subo a cambiarme los zapatos
–¿Para qué?
–Porque vamos a tener que correr.
–¡No embromes! Si la gente está saliendo con los chicos.
–A una marcha que no convoca nadie, tampoco la desconcentra nadie. Y la van a desconcentrar con gases. No nos van a dejar amanecernos en la Plaza.
Los grupos que salían de las esquinas alucinaban al mirar hacia atrás: eran ríos sin fin, un hormiguero que brotaba no se sabía de dónde. En la Plaza el ambiente era festivo y, quizá, un poco heterogéneo. La mujer, subida al monumento para espiar la masa compacta que avanzaba y cubría la Avenida de Mayo hasta el horizonte, reconoció vagamente una cara en las cercanías. La cara se sintió reconocida y, orgullosa, se le acercó.
–Qué impresionante es esto –dijo la cara para entrar en conversación-. Lástima que ya ahí, de ese lado, se están juntando los zurdos.
–Es que esta Plaza es de ellos. Los que no tienen lugar en la Plaza son ustedes –le contestó la mujer que a esa altura ya había descubierto que la cara respondía al nombre de Cosme Beccar Varela.
La cara huyó entre la multitud llevándose consigo a Tradición, Familia y Propiedad. Esa difusa mezcla de intereses que en los primeros momentos pobló los canteros y los caminos de la Plaza iba a hacer que, luego, muchos eligieran el 20 de diciembre como emblema. En las casas, al menos en las casas de la gente vinculada desde siempre a hechos que, como aquél, se conjeturan memorables, los teléfonos sonaron casi hasta el amanecer. Crónica repetía una y otra vez la imagen del hombre asmático desangrándose en la escalinata del Congreso; las fogatas humeaban en las calles, las radios mostraban los efectos de las reestructuraciones y, sin movileros, se limitaban a pasar música. Nadie sabía con qué se despertaría al cabo de la que estaba por ser la noche más larga del año. Cuando llegó la mañana, el calor infernal coaguló el clima espeso, presagiante, de los días anteriores. El vapor, los gases cubrían de bruma la figura de las Madres pechadas por los caballos, los hidrantes corridos a ladrillazos, los móviles ululando, las ambulancias levantando los chicos heridos. La confusión de la jornada anterior se había disipado: la gente regresaba a la calle después de diez años; volvía la lucha de calles después de muchos más. La calle sería la protagonista del verano del 2002; en la calle se dirimirían las hegemonías en los meses siguientes; la calle devendría escenario del pulso entre los planes oficiales y el rechazo a la exclusión.
Fueron siete los muertos de la Plaza y sus inmediaciones, treinta y dos en todo el país. Para mí y para mi hermana, y aquí viene la historia menor, hubo uno más. Mientras yo cruzaba la 9 de Julio mirando los motociclistas de la policía que disparaban al bulto que se moviera, los coches particulares con hombres de civil sacando las armas por la ventanilla y oliendo más humo y más gases, mi madre observaba el espectáculo por televisión. “Ponga otra cosa, señora Mercedes, que le hace mal”, le dijo la acompañante que la cuidaba. “Dejame, nena, dejame”, me contaron que pidió ella, aferrada a lo que veía en la pantalla. Había nacido en un hogar reaccionario, en el que menudeaban los uniformes y donde, como solía recordar, “obrero y estudiante eran dos malas palabras”. La vida la había obligado a cambiar, le enseñó a quemar papeles, a manejar y entender códigos, a refugiar en su departamento a los perseguidos que, café de por medio, le confiaban sus secretos. En 1977 le allanaron la casa y la buscaron en su trabajo. Sin mucha convicción, se fue al exilio. Ella, que se había sentido una dama, limpió pisos de periodistas y planchó sábanas de actrices premiadas, se vistió en los roperos de la Iglesia Evangélica. La vergüenza que al principio le provocaron la salida del país, la pérdida de su objetos, de sus muebles, de sus parientes, de sus amigos, de sus fotografías, de su pequeño mundo,se fue convirtiendo con el tiempo en un nunca admitido orgullo. Después intuimos que en esas horas de diciembre la televisión le hizo sentir que todo volvía, que lo que creía ido seguía estando ahí, con otros nombres, y aunque se guardó muy bien de compartirla, apareció la angustia. Murió esa tarde del 20 de diciembre viendo la masacre de la Plaza. No la velamos, como seguramente hubiera querido, porque la ciudad era un infierno y no podíamos obligar a nadie a atravesarla; la trasladamos a la bóveda familiar cuya llavecita tenía escondida para que no se la quitaran (“¿Y esto qué es, la llave del tesoro?”, le había preguntado una semanas antes la acompañante. “Es del lugar donde me van a llevar cuando me muera”, explicó ella.) Apenas la lloramos, nosotros, los adultos, porque tenía 83 años y la calle estaba sembrada de muchachos perforados a balazos; los dolores propios no tienen derecho a ser ciegos. Eso sí, para mi hermana y para mí entre las cuentas del 20 hay una, anotada en letra chica, en los márgenes del gran relato, estrictamente privada: que esos cuerpos jóvenes, lastimados, agonizantes hayan sido lo último que sus ojos miraron.

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