ESPECTáCULOS › LA TEMPORADA DE LA MUSICA CLASICA EN UN AÑO DE GRAVES DIFICULTADES

Riqueza musical para derrotar a la pobreza

En medio de la crisis y de un cambio radical de reglas de juego, las sociedades privadas de conciertos siguieron casi como si nada y el Colón produjo una temporada imaginativa y con algunos puntos muy altos. Las visitas de Argerich, Barenboim y Dutoit fueron grandes acontecimientos.

 Por Diego Fischerman

Trazar un balance de 2002, en lo que respecta a la música llamada clásica, obliga a mencionar la crisis económica. Y es injusto. Ese sabor a “para ser de emergencia estuvo bastante bien” está, en todo caso, bastante alejado de la realidad. Entre lo que sucedió este año no sólo hubo puntos altísimos sino que, tal vez por la imaginación a la que los funcionarios culturales se vieron obligados, terminó siendo una de las más variadas e intensas de los últimos años. No se trata, desde ya, de suponer que haberse convertido en pobre de repente (o haber descubierto la pobreza que ya estaba) sea bueno en sí mismo sino de señalar que, más allá del cambio radical de reglas de juego que se impuso a partir de enero, programadores con ideas, artistas solidarios (argentinos y extranjeros) y un público ávido mantuvieron en Buenos Aires una tradición que se manifestó, entre otras cosas, en un aumento de aproximadamente un 20 por ciento en la asistencia al Colón, con hitos como la función gratuita de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weill y Bertolt Brecht; el éxito de propuestas como la del Colón x 2 pesos y, por supuesto, el brillante ciclo de Daniel Barenboim, haciendo la integral de las sonatas de Beethoven y los conciertos del Festival Martha Argerich en que la pianista estuvo frente a su instrumento y su ex marido, Charles Dutoit, tomó la batuta de la Filarmónica de Buenos Aires.
Más allá de los desentendimientos con el área administrativa que determinaron su alejamiento, la figura del escenógrafo Emilio Basaldúa fue determinante en la fijación de un rumbo que a las restricciones presupuestarias uniera la chispa. El encargo a Jérôme Savary de la puesta de Mahagonny, el excelente dúo protagónico (Paula Almerares y Raúl Giménez) de El elixir de amor de Donizetti, la presencia luminosa de Dominique Sanda en Juana de Arco en la Hoguera, de Honegger, dieron la pauta, en ese sentido, de que era posible montar producciones locales de buen nivel y con elencos adecuados. La deuda contraída con las editoriales musicales por las administraciones anteriores agregó un elemento de conflicto, al no permitir el alquiler y el pago de derechos de autor vigentes –lo que en los hechos deja afuera casi todo lo compuesto en el siglo XX–. Las editoriales cobran en dólares, lo que eleva los costos de una obra contemporánea a las nubes, y, para peor, la fama de pésimo pagador adquirida por el Colón en los últimos años no lo ayudó demasiado en las negociaciones. Gabriel Senanes, director del teatro desde septiembre, tomó el toro por las astas e independientemente de llevar a buen puerto aquello que había quedado programado, de reemplazar con creatividad lo que se había convertido en imposible y de dotar al Colón de un nivel de actividad inédito, se abocó al ordenamiento de situaciones pendientes, entre ellas la posibilidad de una negociación racional con las editoriales musicales, partiendo de la base de que ellas necesitan al Colón tanto como el teatro las necesita a ellas. Es más, uno de los pocos motivos por los que BMG, actual dueña de Ricordi, no cerró la filial porteña –tal como hizo con todas las otras oficinas sudamericanas– es, precisamente, por el volumen de actividad (y de buenos negocios) que permite un teatro como el Colón.
Entre las cosas con las que Senanes debió lidiar estuvo la producción de Las Indias Galantes, de Rameau, cuya puesta había sido encomendada a Alfredo Arias. La orquesta, contratada especialmente, estaba conformada por músicos argentinos (aunque algunos de ellos residían en el exterior) especializados en tocar con instrumentos del barroco y tenía como director a Gabriel Garrido. Varios de los cantantes, por otra parte, eran franceses. La fecha en que la ópera había sido programada resultó inviable, entre otras cosas, por el tiempo que demandaba la confección de unos doscientos trajes; tampoco se podían encontrar nuevas fechas, en razón de las agendas internacionales de Arias, Garrido, y muchos de losintérpretes. La solución, una excelente versión de concierto con una bella puesta en espacio de Alejandro Cervera (que era el coreógrafo en el plan original), permitió descubrir una partitura notable y ratificar talentos como el de Graciela Oddone (que ya había cantado en Mahagonny y que terminaría de deslumbrar con su brillante actuación en La ocasión hace al ladrón, de Rossini), que llegó a eclipsar a la estupenda Isabelle Poulenard. Los dos títulos que Basaldúa había debido cancelar por sus costos (Don Carlo de Verdi y Wozzeck de Berg) fueron reemplazados por una notable versión de concierto de La condenación de Fausto de Berlioz, en la que se destacaron Cecilia Díaz en una Margarita magnífica y la precisa dirección de Stefan Lano, la ópera de Rossini ya mencionada, con puesta de Claudio Gallardou, y un Rigoletto que homenajeó a Saulo Benavente al exhumar su producción de los años ‘60. El Barbazul de Marcelo Lombardero –que también se destacó como régisseur en La fanciulla del West, de Puccini–, Adriana Mastrángelo en la notable Jenny de Mahagonny –donde alternó el papel con Oddone– y el Cherubino perfecto de Las bodas de Figaro, de Mozart, el ascendente Gustavo López Manzitti, que tuvo muy buenas actuaciones en Mahagonny y en Rigoletto, completaron un panorama de muy buen nivel, en que los cantantes argentinos fueron protagonistas casi exclusivos. Que el 2002 termine, además, con la realización de los concursos tantas veces demorados para cubrir los cargos que hasta ahora eran ocupados por contratados es, también, un signo promisorio.
Daniel Barenboim, quien además tuvo durante este año una presencia internacional sostenida en el campo de la política cultural (y de la política a secas) al dirigir una orquesta israelí-palestina y, entre otras cosas, al publicar un libro de conversaciones con el pensador palestino Edward Said y al ganar el Premio Príncipe de Asturias, convirtió lo que originalmente iban a ser dos conciertos para el Mozarteum (que en el 2002 festejó sus cincuenta años de vida) en un acontecimiento excepcional. Durante dos semanas, alternando los días de concierto con los de descanso, despachó las 32 sonatas para piano de Ludwig van Beethoven. “Junto con sus cuartetos para cuerdas, en estas sonatas es donde puede encontrarse el relato de la evolución de Beethoven y de sus preocupaciones estéticas”, dijo en esa ocasión a Página/12 y, en efecto, cada una de estas obras maestras fue puesta en escena como si se tratara de un capítulo de una narración más amplia: la del estilo beethoveniano pero, también, la de la lucha de una obra con sus materiales y con los lenguajes de su época. Martha Argerich también fue, a su manera, mucho más que una concertista extraordinaria. Su peso simbólico, en todo caso, hizo que el festival que lleva su nombre (a pesar de los altibajos de su elenco, en cuya conformación pesan más los afectos de la pianista que los talentos de los participantes) volviera a ocupar, como en el año anterior, el lugar de centro neurálgico de la música clásica porteña. El milagro provocado por Dutoit con la Filarmónica de Buenos Aires fue el otro dato significativo del festival.
Las sociedades privadas de conciertos, a pesar de la gigantesca licuación provocada por la devaluación y la suba de precios internos que no fueron acompañadas por aumentos salariales, mantuvieron sus planes originales casi sin alteraciones. La más rica de las sociedades, el Mozarteum, fue sorprendida por la debacle con una programación particularmente fastuosa, en la que a Barenboim se sumaron Rostropovich, la Filarmónica de San Petersburgo con la dirección de Yuri Termikanov y la actuación solista de Nikolai Demidenko y la exquisita Orquesta del Siglo de las Luces, que contó como solista con la genial soprano Emma Kirkby. Festivales Musicales tuvo como principales atractivos las actuaciones del superlativo London Baroque, del grupo renacentista Doulce Memoire y de la Kremerata Baltica de Gidon Kremer en su fallida yuxtaposición piazzollovivaldiana bautizada Las Ocho Estaciones, mientras que NuovaHarmonia, el ciclo organizado para Buenos Aires por el Cidim (centro de la música) italiano tuvo como puntos altos al grupo Sonatori della Gioioiosa Marca y al pianista Andrea Lucchesini. También fueron significativas las actividades del Teatro Argentino de La Plata, de Juventus Lyrica e, incluso, la presentación de una ópera –La Traviata– a cargo de una compañía privada y en el Luna Park. En el campo de la música de cámara, el grupo Ensambles XXI, conducido por Alejo Pérez Pouillieux, el Trío Argentino, el Trío Luminar (que editó un muy buen disco), el Cuarteto Buenos Aires y el Quinteto Ceamc ratificaron, además de sus talentos, la continuidad que les permite un trabajo profundo sobre el repertorio. En el ciclo de música contemporánea que realiza todos los años el Teatro San Martín brillaron, por otra parte, dos artistas extranjeros. El violinista Irvine Arditti, en su interpretación de La lontananza nostalgica utopica futura de Luigi Nono (una de las composiciones más importantes de la segunda mitad del siglo XX) y el violista Garth Knox, en un programa que incluyó composiciones de Sciarrino y Ligeti, protagonizaron dos de los mejores conciertos del año.

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Martha Argerich encabezó el festival que lleva su nombre y, por supuesto, deslumbró en el piano.
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