CONTRATAPA

Prestar atención

 Por Noé Jitrik

En cada una de las películas de Luis Buñuel se pueden encontrar situaciones o escenas que quedan en la memoria de los fieles cinéfilos. Esta clase de gente, que cree que el cine es un arte mayor que merece toda la entrega que se admite como natural en cuanto a la música, la literatura o la pintura, aprecia sus recursos técnicos, su rigurosa sintaxis, sus originales argumentos pero, en ciertos casos, se queda con momentos particularmente significativos: es inolvidable el del ojo seccionado de El perro andaluz, maravillosa la cena de los mendigos en Viridiana, de un encanto único el autobús de Subida al cielo. Son innumerables, irradian tanta inteligencia y tienen tanto poder que ilustran, como lo ha hecho la gran literatura, momentos densos de la vida o desencadenan reflexiones que se sienten, o que yo siento, como trascendentes.

En La Vía Láctea hay una escena de excepcional riqueza: los “peregrinos” que se dirigen a Santiago de Compostela paran una noche en una posada del País Vasco, lo que en la tradición literaria hispánica se denomina un “albergue español”, o sea donde hay de todo, una variedad de personajes homóloga de las ollas podridas que se comen ahí y que se guisan en calderos que cuelgan de una enorme chimenea. Hay terroristas que huyen, hay posaderas, hay burgueses, están los peregrinos cuyo viaje articula el relato y hay, por fin, un extravagante cura, ensotanado, gigantesco, que se dirige al auditorio con voz tonante y anuncia su deseo de contar la historia de una monja que abandonó los hábitos y huyó del convento sin ver que de los ojos de la Virgen, o sea de la imagen de la Virgen, brotaban unas lágrimas. A cada rato, interrumpiendo el relato, grita: “¡Escúchenme bien, escúchenme bien!”. Exige, como es fácil de interpretar, atención o, mejor dicho, que le “presten atención”. Los asistentes, fascinados, se la prestan. La ocurrencia es fantástica, la frase encierra una cantidad de posibilidades de interpretación, ¿cómo escapar de esa imperiosa demanda que es una demanda de narración?

Me pregunto si no hay en esta idea de Buñuel una reminiscencia de un texto que seguramente conoció o del que pudo tener noticia, me refiero a Martín Fierro. Cuando el cantor se dispone a narrar sus desdichas solicita, un poco en general, como si su público fuera difuso: “¡Atención pido al silencio y silencio a la atención!”. Suponiendo que Buñuel no hubiera conocido estos versos esto querría decir que el tema de la atención late, puede dar lugar a un pedido explícito pero también puede estar implícito en una situación conversacional o su falta puede provocar graves daños. No es extraño que un profesor se desanime si sus alumnos no le prestan atención, y ni qué decir si a un actor le pasa lo mismo; ambos se desmoronan, cortan su relato, el relato, como decía más arriba, muere; y ni hablar de los amantes: si uno de ellos o ambos no prestan atención el romance decae, uno o ambos se dicen “qué estoy haciendo aquí”.

Se trata, entonces, de “prestar” atención, lo que significa que la atención no es un bien comprable, enajenable, sujeto de propiedad sino que, sin poseerlo, se lo puede prestar. ¡Curiosa condición! Algo que no sólo no es un objeto material sino que no se tiene y que sin embargo puede prestarse. Y si no se presta o, mejor dicho, si el público no la presta, puesto que el cura de marras y Martín Fierro apelan a él, la continuidad de un relato se ve tan afectada que el relato puede sufrir un colapso fatal, puede morir, lo cual es muy lamentable, es como un asesinato. ¿No será que cuando se proclama con acento fúnebre que la novela ha muerto lo que se quiere decir es que tal fallecimiento, atribuido a la ausencia de lectura, se ha producido porque no se presta atención, que sería, de este modo, la base de la lectura?

Creo, a partir de este introito, que detrás de esta expresión, “prestar atención”, hay algo importante, o bien una condición de la comunicación –porque si falta no se establece– o, llevando las cosas al extremo, un detonador de la existencia misma, puesto que puede llevar al desfallecimiento, a la caída en picada del yo: “¿Qué poca cosa soy si nadie me presta atención?”.

Estos términos son peligrosamente económicos pero útiles: prestar, imposibilidad de vender, ser avaros con un capital muy singular, cuidarlo con celo, exigir condiciones para prestarlo. Así, por ejemplo, podemos prestar mucha o poca, podemos negarnos a prestarla pero, más allá de lo que cada uno haga con su propio capital de atención –descontemos la ausencia de interés por grave preocupación, indiferencia al interlocutor, súbito malestar físico– se puede decir que como la atención es negociable existe un mercado de atención, en el que a veces se presta mucho y otras veces poco, lo mucho puede ser muy difundido y barato, lo poco restringido y cada vez más caro, tal como ocurre con las mercancías. Es más, la posición de la atención es tan frágil que el que la presta, el prestamista, no puede pedir devolución y al prestatario no se le ocurre que deba hacerlo: Shylock no podría haber exigido una libra de carne por la atención que prestó y que no le devolvieron, o se la negaron. Cuando eso, la devolución, se produce es por milagro, no es como cuando hay que pagar una hipoteca o una cuota mensual por un televisor; en ese caso, el préstamo se convierte en una pesadumbre, el prestamista en un persecutor, el prestatario en un evasor si no cumple con las leyes económicas básicas. En ese mercado un bebé no presenta ninguna solicitud de préstamos, no pide nada, y sin embargo los obtiene a raudales: medio mundo –los prestamistas son múltiples, incluso no necesitan estar frente a la persona física para hacerlo, una foto, un video, bastan para que estallen los ofrecimientos– le presta atención salvo, desde luego, un desalmado que preferiría verlo muerto a mirarlo con aprobación. Un anciano, en cambio, que lo necesita más que un bebé, aspira todo el tiempo a conseguir un poco, aunque sea a plazos, pero en vano, como en principio es un sobreviviente que no tiene mucho interés o es una carga o se repite o se enferma o no puede valerse pareciera que no vale la pena establecer ese contrato a menos que el anciano sea muy interesante, aunque, a decir verdad, eso es poco frecuente, viejos caducos, aunque no sean desechos sociales, son legión, viejos productivos, mentales, atractivos, son más raros pero los hay, desde luego que los hay.

Entre uno y otro se tiende un arco virtual en cada uno de cuyos puntos la ecuación entre lo mucho y lo poco hace de las suyas, crea figuras. Al adolescente se le presta atención para cuidarlo, para reprimirlo, para controlarlo, en todo caso para seguir un desarrollo, a veces como si fuera un enemigo potencial, lleno de brotes previsibles pero inesperados, sexuales e intelectuales. En la atención que se presta a mujeres y hombres jóvenes predomina la sexualidad por sobre lo intelectual, lo que hace que mujeres y hombres se presten atención recíprocamente sin esperar que el préstamo venga de afuera; basta con que se vean y reconozcan para que sean indiferentes al reconocimiento exterior. Cuando adviene la madurez los términos tienden a invertirse: lo intelectual, así como la posesión de un poder, gana terreno sobre lo sexual, sin que lo sexual desaparezca y exige, en la atención que se solicita, que es cada vez mayor, un reconocimiento, si se trata de lo intelectual, o una admisión si se trata de poder, tendiente a confirmar y gratificar al yo, pero en su totalidad, lo que se quiere es que se preste atención a lo sexual porque se presta atención a lo intelectual o al poder.

Desde luego que éste es un mero esquema, casi abstracto o, en todo caso, genérico: se complica si intervienen algunos factores distorsivos de las respectivas posiciones en diferentes instancias y momentos. Así, si el adolescente vive en la calle y no tiene qué comer, la atención que explícita –limosna o robo– o implícitamente –pura presencia culpabilizante– solicita es muy otra, apela a lo social, puesto que es víctima de la miseria social.

Lo mismo puede decirse de los jóvenes en quienes la ecuación sexual-intelectual puede verse alterada, por situaciones de clase, intereses políticos, estructura familiar o dificultades económicas extremas. Y en cuanto a los maduros, si los acecha la enfermedad o la pobreza lo intelectual o el sentimiento de poder entran en un cono de sombra, lo sexual, salvo que el temor a su eclipse conduzca a una manía, cuenta cada vez menos, quién le presta verdaderamente atención.

¿Y la política? ¿No sería el imposible arte de prestar atención?

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