CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Mario y la tintorerita

 Por Juan Sasturain

Suelen pasar cosas raras: coincidencias, que les dicen. Sin ir más lejos, Juan Forn publicó en este mismo lugar la semana pasada un hermoso texto que empezaba con una referencia a La ola, la memorable estampa de Hokusai perteneciente a la serie Cien vistas del monte Fuji. En ese día, en ese momento, se producía el terremoto y tsunami que sabemos, donde sabemos. Y que llegaba al diario al día siguiente. Fue así nomás: uno no dice nada, apunta solamente.

En lo que a mí respecta, estoy escribiendo a los tirones y desde hace (demasiado) tiempo lo que llamo “la novela de los bañeros”, que transcurre en Mar del Plata entre los años cincuenta y setenta. Por primera vez –al menos conscientemente–, además de inventar como siempre, uso lugares y circunstancias y recuerdos personales: ambientes, hechos, climas, personajes de infancia debidamente distorsionados por el pudor, el respeto o la desmemoria, aparecen a cada rato. Y fíjense lo que me pasó.

La semana pasada estaba escribiendo sobre un adolescente, Lito, que llega en pleno verano de los años sesenta a La Feliz, rajado, fugitivo de un reformatorio del Gran Buenos Aires y tras deambular por la ciudad, pasar por la playa, jugar un picado con otros pibes, desemboca a la noche y en banda en la Plaza San Martín (la de la Catedral), donde lo ha citado El Pampa. Este es el texto que escribí hace cuatro días:

La música confusa y estridente, llevada por la brisa de la noche, le iba llegando como por oleadas. Cuando Lito dobló la esquina de San Martín y San Luis y desembocó en la plaza llena de gente, se encontró con el gran escenario iluminado.

El hombrecito, un dinámico pelado de esmoquin, al que el ámbito le quedaba holgado, hacía muecas y sonreía frente al micrófono mientras cantaba sin pudor ni complejos, acompañado por un conjunto mínimo con ruidosa batería, los sentimientos que le despertaba la tintorera de su barrio:

Ay mi japonesita / tú eres muy bonita / perfume de Oriente dejas al pasar. / Quiero que me digas / con tu boca rica / esas palabritas / que me hacen soñar...

Y ahí el pelado sin vergüenza alentaba a un público feliz y entregado para que le hiciera coro y ritmo a las palabras / excusas de su dulce amada oriental:

Pantalóóón... ‘ta listo... Saco no ‘ta listo...

Pantalón, puede lleval... / ¡Saco, tiene que planchal...!

Y volvía a insistir, el pelado:

–¡Otra vez: todos juntos, ahora!:

Pantalóón... ‘ta listo... Saco no ‘ta listo...

Pantalón, puede lleval... ¡Saco, tiene que planchal!

Ese era el final, y la plaza entera que había cantado, reventó en una ovación.

Mientras el artista saludaba con una profunda reverencia y al enderezarse echaba hacia atrás con gesto aparatoso e irónico una melena que hacía décadas no tenía, el anunciador irrumpió en el escenario para corroborar una vez más (“con este fuerte aplauso”) la vigencia de Mario Clavell, el chansonnier de América, que “en contados minutos” volvería para la segunda parte de su recital. A continuación –dijo– se presentarían en el escenario “para engalanar” la fiesta de la temporada “en La Feliz”, dos artistas recién llegados de una gira por un sinfín de localidades que no vaciló en enumerar, “dos representantes genuinos del repentismo criollo en contrapunto” –especificó–, los payadores Egidio Lumbreras y Cristóbal “El Zorro” Di Próspero.

Mientras el locutor se retiraba y parte del público se desconcentraba, Lito observó los movimientos en el escenario, el cambio de ubicación de los micrófonos y el traslado de los instrumentos de grupo que acompañaba a Mario Clavell a un segundo plano.

Se acercó y no alcanzó a ver al Pampa, pero cuando dio vuelta por detrás del palco lo encontró tomando una cerveza sentado sobre un parlante. No estaba solo; había dos más y se estaban divirtiendo.

–Hola –dijo Lito.

–Qué hacés –dijo el Pampa sonriente y sin levantarse.

–Acá...

–¿Viniste a escuchar a Mario Clavell? –se cruzó uno de los otros.

Y estallaron los tres, como si la frase siguiera con el chiste anterior que los había hecho reír.

–Me dijiste que...

–¿Y? –el Pampa levantó las cejas pero no el culo–. ¿Tenés dónde apoliyar?

Lito meneó la cabeza.

–¿Te quedás para la segunda parte? –Lito no dijo nada–. Dale, quedate. Después hablamos.

–¿Vas a estar acá?

El Pampa le guiñó un ojo.

–Venite cuando termine.

Y se empinó la cerveza.

Eso es todo. Lo notable –o no: simplemente pasó así– es que en el mismo diario de ese mismo día en el que se anunciaba la muerte de David Viñas, en un recuadrito adecuadamente menor, estaba también la noticia de la desaparición a los 88 años del veterano compositor y cantante Mario Clavell, el chansonnier de América. Creer o reventar: no había mencionado a Mario antes en la novela, probablemente no volverá a aparecer.

En las cariñosas necrológicas de estos días se contaba que Clavell había nacido en Ayacucho, que debutó de pibe cantando en Tandil, que vino a Buenos Aires a los dieciocho, que compuso más de 800 temas –de todo, pero especialmente algunos boleros definitivos: “Somos”, “Abrázame así”; y dos guaranias parecidas y perfectas: “Quisiera ser” y “Si supieras tú”– que le grabaron los mejores intérpretes; que anduvo por todo el mundo y que laburó, no se bajó del escenario, prácticamente hasta el final...

Pero lo que yo recuerdo es lo que se ve y oye –o le hago ver y oír a Lito– en la novela, claro. Tal vez las fechas estén un poco corridas, pero no puede ser antes del ’57 ni después del ’62. Varios veranos, no uno. Se montaba el escenario en la plaza y la atracción, al menos para los pibes como yo y la gente común, turistas en familia, era ese sonriente pelado chiquito de esmoquin con su guitarra que se metía todo el mundo en el bolsillo con un repertorio propio que iba de los consabidos éxitos melódicos –por entonces ya en ostensible decadencia– a una serie de temas incalificables –“simpáticas berretadas” no sería un modo agresivo de definirlos– entre los que descollaba el de la novia tintorera, absolutamente inolvidable para mí. Tanto es así que, palabras más palabras menos, la letra es tal cual aparece en la novela. Lo que no puede des/escribirse es la mímica de Mario, la imitación vocal de los sonidos orientales, todo eso. Era bárbaro.

Había otros temas efectivísimos, algunos de los cuales he encontrado en su lista de canciones en Internet. El de Don Giuseppe y el organito –con el gesto de darle manija al instrumento y sonido onomatopéyico incorporado– era un poco demasiado cursi; “El hombre es como el auto” –que invitaba al público a imitar bocinazos: pop-pop– lo convertía en una especie de Pipo Pescador para mayores, y “Carloncho” era un tango jodón y paródico que prenunciaba la sátira próxima de Les Luthiers.

Claro que lo mejor de Mario Clavell estaba en el final, en la reverencia amplia de la despedida que terminaba con el gesto también ampuloso de echar hacia atrás la melena invisible... Es que su máxima sabiduría de artista popular consistía en laburar el escenario y –sobre todo– no tomarse demasiado en serio. Una lección que el eterno enamorado de la esquiva tintorerita nos ha dejado colgada en la misma percha donde penden el pantalón que está listo y el saco que ella, todavía, “tiene que planchal”.

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