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Fotos del Hotel Alga

 Por Juan Sasturain

Dudoso Noriega, el legendario bañero marplatense, siempre solía decir, convencido, que nunca tendría que haberse alejado demasiado de la playa. Y en los últimos años fue coherente y volvió a vivir como en aquella primera época, esos primeros meses del verano del ’53 cuando cayó solito y solo, tras dos años de Marina, en la Popular. Y ahí fue que el Payo Cequeira –que lo recogió, pero no podía llevarlo a su casa– le hizo un lugarcito en la casilla con olor a sal.

Así, aquel callado colimba sin cuartel, al que apenas volvía a crecerle el pelo, cada noche acomodaba el catre entre sombrillas y tres o cuatro salvavidas. Con la red de voley de almohada y las sillas apiladas en torres que le custodiaban la puerta de madera, se dormía oyendo el ruido del mar. Y ésa fue una manera de mantenerse al margen de la ciudad contigua pero extraña, de fabricarse un territorio conocido y un ritmo de vida no demasiado diferente del que llevaba en el campo, donde siempre se acompasó a la jornada natural de luz y sombra: arrancar poco después del amanecer y terminar con las primeras estrellas sin alejarse del lugar de trabajo.

Hasta que, a fines de febrero y con la perspectiva del fin de la temporada, hubo que pensar en una solución menos precaria para el joven bañero. Cuando se barajaban las condiciones de un regreso ya no deseado a Maipú, el pibe terminó anclando en una pensión de la Avenida Independencia, el benemérito Hotel Alga, primero compartiendo la cama –pero no los horarios– con Foto Suspe, en un acuerdo provisorio cuya pervivencia más allá de Semana Santa fue un misterio para todos, incluido el Payo.

Vale la pena recordar cómo fue aquel arreglo. “Foto Suspe” era lo que tenía bordado en azul sobre el gorrito blanco el Loco Susperregui, un veterano fotógrafo que hacía instantáneas nocturnas en el veredón del Casino. Ya no hay más de eso. La tecnología termina por cargarse todo. Por ejemplo, aquellos fotógrafos de la rambla que portaban un bastidor con muestras de su trabajo en blanco y negro o coloreadas, a veces con personajes conocidos, jugadores de fútbol con bigotito, algún cantor irreconocible en malla... Y de noche era un gusto ver los flashes, incluso el fogonazo del magnesio en los primeros tiempos. Ese es prácticamente un oficio perdido, como el de los fotógrafos de plaza, personajes que, como dice Carlos Alberto Lucero –“Foto Cacho”, que laburó treinta años en el veredón–, están “en vías de extinción” y son dignos de un especial del Animal Channel.

De aquellos fotógrafos de antes sólo quedan algunos, como de muestra. Pero la gente, en lugar de hacerse sacar fotos por ellos, se las saca con ellos, los usa, son parte de paisaje, como los lobos de piedra o el portero de la puerta del Casino. Claro que algunos de los veteranos sobrevivientes parecen hechos de piedra o de madera vieja, carcomida por el mar, todavía con el sombrerito blanco y el nombre bordado adelante: “Foto Tito” o “Foto Rubén”. “Absolutamente impresentables”, como dice Cacho, que se la banca todavía con un ambulante de garrapiñadas. Pero queda lo dicho: los recagó la tecnología. Las cámaras digitales los mataron. Hoy cualquiera se saca sus propias fotos.

Claro que no siempre fue así. Al principio, la novedad los benefició. Cuando aparecieron las polaroids, esas cámaras que te la daban la foto en el momento, como en las cabinas para sacarse fotos carnet, que fue lo primero, los muchachos de la rambla durante un tiempo la cazaron con pala: los turistas, hartos de que los curraran o de sospechar de que los currarían con el verso del pago adelantado y la entrega de las copias en el hotel que nunca se producía, confiaban más en esa imagen inmediata. Claro que las polaroids eran más caras y no eran fotos buenas. Uno apretaba y al ratito la máquina escupía la imagen, iba saliendo, se coloreaba. Pero en cierto modo no eran fotos-fotos, era como un jueguito, como los sea monkeys o el tamagotchi... Y fue el comienzo del final.

Volviendo a la historia de Noriega, el Loco Susperregui, Foto Suspe, caía por el veredón al atardecer, cuando ya se ponía el sol y los bañeros terminaban su laburo. Con el Payo se conocían de siempre, pero con el pibe apenas de vista, del saludo diario.

Ese año, el iluminado profesional había buscado ahorrar costos, instalando el precario laboratorio de revelado en su propia y única pieza del hotel tras tapar la ventana con cartulina negra y pintar la solitaria lamparita de rojo. Y fue entonces que, conocedor de las necesidades del pibe, se le ocurrió llevarse al desamparado Noriega como una especie de sereno nocturno, porque había invertido unos mangos en equipo y tenía miedo de que lo afanaran mientras trabajaba de noche: la idea era que el pibe durmiera en su pieza hasta que él llegara, de regreso del trabajo nocturno en la rambla, a eso de las cinco...

Como el paisanito estaba acostumbrado a mantener los ritmos del madrugón que había adquirido en el campo y consolidado con las rutinas de la colimba, no le costaba nada la rigidez del trato. Se acostaba a las diez de la noche y a las cinco estaba en pie, justo para dejarle el colchón y la posta al Foto Suspe, que llegaba a veces contento y locuaz, por lo general sólo borracho y siempre destruido. Noriega le prestaba la oreja un rato mientras se ponía la gorra incluso antes de lavarse los dientes en el bañito del final del pasillo. Después, Suspe se encerraba a apoliyar con pronóstico reservado y el pibe se instalaba en el patio a tomarse unos mates mientras conversaba con el perro del hotel, un collie despeluchado que a veces respondía al nombre de Sosa. Y a las siete ya estaba en la Popular.

Ese acuerdo insólito y sin supuesto porvenir se hizo permanente, y no sólo eso: a los pocos meses, el pibe terminó heredando la pieza y se constituyó en pensionista regular del Hotel Alga, cuando Susperregui se peleó con las dueñas –dos hermanas avinagradas– porque una mañana, en su ausencia y con el pretexto de la limpieza a fondo eternamente postergada, inundaron la habitación de sol y le arruinaron un par de rollos. En el calor de la última de una serie de disputas, el fotógrafo no vaciló en mentar la vetusta virginidad que sobrellevaba el dúo de propietarias como causante de su intemperancia y se fue con un portazo y sin pagar. Pero el pibe se quedó.

El episodio es sintomático de ciertas constantes en la vida de Noriega, un muchacho –un hombre, después– que no iba en busca de las cosas sino que se encontraba con ellas. Con singular aptitud para la rutina, sin proyecto de vida específico, ni objetivos predeterminados, nunca se propuso metas, cambios o virajes existenciales –ni duda vocacional, ni cambios de domicilio–; muy por el contrario, siempre tendió a amoldarse a lo que le cayera entre manos o delante de los pies con una actitud de aceptación a las circunstancias que más de un chino le hubiera aprobado. Que después haya hecho de ese modo de vivir casi una filosofía (si cabe), parece más de lo mismo: había vivido siempre así; por lo tanto, así se debía vivir.

La cuestión es que del mismo modo que fue tantos años bañero en la Popular, se quedó también en el cuarto número once –arriba, al fondo del pasillo– como pensionista inamovible del Hotel Alga por una docena de años. El Dudoso era así.

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Imagen: DyN
 
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