CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Los tres deseos de Falucho

 Por Juan Sasturain

Cuando en el verano del ’55 el oriental Monroe Pérez Glostora abrió en Mar del Plata The Eastern Leader, para que sirviera de tapadera para la conspiración antiperonista en marcha, la pretenciosa taberna y whiskería del barrio de la Terminal vino con un piano incorporado. Ante ese teclado se sentaban a menudo espontáneos dispuestos, con tres o cuatro White Horse en bodega, a incurrir en versiones libres de Gershwin, Salgán o Jacques Brel. Incluso en jornadas de enfervorizada pasión revolucionaria solían sonar, contiguas, las canciones de la Guerra Civil Española con los acordes marciales que mentaban a la “valiente muchachada de la Armada”. Milagros del maridaje gorila.

Justamente, a la presencia y disponibilidad de ese maltratado Steinway se debe la introducción de la práctica del striptease en la Feliz. Pero eso fue años después, cuando ya el boliche ya se había convertido en El Purgatorio. Cierta noche en que improvisaba al piano el yanqui Steve –así lo conocían y reconocían las chicas–, un rubio alto y desteñido que solía llegar habitualmente tarde acompañado por un adolescente de anteojos y pelo crespo y fuera de lugar, Emilio, que no le perdía palabra, se produjo el encuentro, la conjunción casi astral que hizo posible el fenómeno.

Steve, autor –se decía– de una novela inconclusa e interminable que solía portar y comentar con su joven y ávido ladero, había dejado por un rato de mentar obra, pasión y muerte de Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe para arrimarse al piano e intentar los consabidos compases de Stormy Weather. Bastó con eso para que, arrancando desde la barra y con la copa en la mano, Gladys, melena rubia, vestido rojo de breteles finitos, medias caladas y sandalias negras, dejara el whisky o lo que fuera en la tapa del Steinway y se soltara el primer bretel. Con él liberó la hasta entonces apenas reprimida vocación de sacarse toda la ropa que pudiera. Esa noche, dadas la ocasión y circunstancia adecuadas, con los subrayados acordes de Steve llegó hasta donde quiso y los dejó a todos muertos y con ganas de más. Fue impresionante.

Fue en esa época o acaso un poco después que el pendejísimo Falucho –apenas se afeitaba– comenzó a frecuentar El Purgatorio, llevado de la mano precisamente por Gladys, que lo compartió desde el principio sin celos ni disputas con las otras chicas. La tucumana, mítica novia de Roberto Yanés, lo inició con paciencia y esmero, hizo con él lo que supo y él necesitaba. No lo quería para ella, lo quería en general. Y lo mismo las demás que se le repartían en sus favores.

Falucho solía caer dos o tres veces por semana alrededor de la una, cuando terminaba la última entrada en la Confitería París, solo o acompañado de alguno de Los Cocoteros mayores que se sumaban con el pretexto de cuidar que el pibe no derrapara. Incluso el pintoresco Beer Mayer, su mentor musical, se apareció por el cabaret el día que le festejaron –secreta y sorpresivamente– los genuinos dieciocho entre amigos. Sólo faltaba el Dudoso Noriega, ajeno a ese ambiente por naturaleza.

Se formó una mesa larga en el fondo del cabarute y por un rato fue una fiesta convencional con cotillón, torta y cumpleaños feliz. Sólo que en El Purgatorio no fue necesario apagar las luces para soplar las velitas. Todos se arrimaron –incluso los que estaban en los reservados y en la barra– y es probable que haya sido en ese momento, en esas circunstancias –cuando Falucho levantó la mirada después de apretar los párpados para formular los consabidos tres deseos– que el pibe descubrió, del otro lado de la mesa, justo enfrente, los ojos de Selva clavados en él.

Gladys, que estaba a su lado, se dio cuenta antes que él mismo, antes que nadie, y supo oscuramente que si la mina nueva se lo apuntaba no habría nada que hacer. Buscó al Carabela Marafioti, pero esa noche no estaba. Además, hubiera sido inútil. Hacia la madrugada, cuando ya las mesas raleaban, la mayoría del personal se había emparejado con los respectivos clientes y sólo la tucumana soportaba a un separado triste y elocuente en la punta de la barra, Selva se le cruzó a Falucho camino al baño. Desde lejos, mientras le ponía la cara al monólogo del tipo, Gladys vio cómo ella lo interceptaba, algo le decía.

–¿Qué te dijo? –le preguntó horas después, en la cama, cuando amanecía fríamente detrás de las cortinas desvencijadas del cuarto de hotel.

–¿Quién?

–Esa, la nueva, Selva.

El mulato extendió el brazo por encima de las tetas de Gladys, apagó el pucho en el cenicero de madera con faro de caracolitos y recuerdo de Mar del Plata y se estiró otra vez a lo largo, boca arriba.

–Una cosa rara –dijo mirando el techo descascarado–. Me preguntó qué había pedido.

–¿Te preguntó los tres deseos?

El asintió con la cabeza:

–No le conté nada. Le dije que eso no se dice.

Gladys suspiró, lo besó en el hombro:

–Qué mina hija de puta.

Seguro que Gladys simplificaba. Interpretaba mal al suponer códigos comunes que no eran tales. Sin embargo, algo había, porque tanto ella como el resto de la troupe estable del Carabela había sentido, de salida nomás, que Selva no había venido a sumar sino a dividir, y le atribuían –con razón y sin ella– todo tipo de operaciones de cálculo.

Nunca hubo presentación más o menos formal o pública, pero a la semana la nueva ya era Selva, para todos. Se supone que fue el Carabela, el que le puso así. No es difícil suponer el origen del nombre. Conociéndolo a Marafioti, no hay que ir más allá del primer terceto de la Comedia. Tampoco se puede negar que era consciente de en qué y con quién se metía, en mitad del camino de su vida.

Selva desde el principio vivió sola, no compartió ni pensión ni clientes con y como el resto de las chicas. Tenía su propio departamento en la avenida Colón, al comienzo de la loma. Un contrafrente que tal vez le había conseguido el Carabela pero que bancaba ella. Por ahí fueron desfilando todos y todas, pero siempre de a uno, como si la oscura morocha a veces colorada fuego o puntualmente platinada dispusiera un discreto gotero apto para manejar ansiedades, halagar privilegios, administrar lealtades, sonsacar confidencias.

Era apenas un dos ambientes pero bien moderno, con las paredes pintadas cada una de un color diferente. Los muebles eran de los que llamaban funcionales, de madera clara y con patas de fierro en diagonal, y los sillones bajos y rectos de cuerina blanca con muchos almohadones chiquitos y geométricos de colores. No había cuadros en las paredes ni retratos sobre la cómoda o el tocadiscos, pero en la pieza y en el baño había revistas –pilas de Susy muy releídas–, y decenas de novelitas de Corín Tellado y Carlos de Santander. Siempre sonaba bajito algo de música: Ray Conniff, Los Plateros, Los Panchos, Johnny Mathis, cosas así. Las lámparas de pie con pantallas claras tipo tubo con agujeritos iluminaban apenas y parecían secadores de peluquería.

–Parece un secador de peluquería –dijo precisamente Gladys con toda la mala leche la primera vez que pisó el living, al mes largo del desembarco de la intrusa.

–Todas dicen lo mismo.

–¿Quiénes?

–Las chicas.

La tucumana no lo sabía –o no quería saberlo–, pero a esa altura era la única que faltaba pasar por ahí.

–Mirá vos, las chicas –dijo resentida y sin sentarse.

Selva les había enseñado a las más nuevas a pintarse, a un par a teñirse el pelo y a todas a usar espermicida y algunas lecciones mínimas de autodefensa: el rodillazo en los huevos, por ejemplo. Había conseguido un dentista para arreglarle gratis los dientes torcidos a la paraguaya y un abogado de familia a Fanny, que tenía un bebé.

Pero Gladys no había venido a pedir ni necesitaba nada. Selva lo sabía, sacó cigarrillos y la invitó al sillón:

–¿Te gusta? –dijo aludiendo vagamente a la música.

Lo que sonaba era Cartas de amor en la arena por el amable Pat Boone.

–No sé, no importa –Gladys, desparramada entre almohadones, adelantó el labio inferior–. No soy un cliente.

Selva se levantó y silenció el Ranser. El pickup se apartó del surco, volvió a su posición inicial con dos movimientos bruscos y quedó en reposo. Entonces bajó la tapa del combinado, volvió y se sentó frente a Gladys:

–¿Qué te pasa?

–Falucho.

–Ah... –Selva encendió el cigarrillo que tenía entre los dedos. Echó humo una vez–. ¿Y a vos qué te importa?

–Es un pibe.

–Pero bien que te lo movés.

–Vos también –devolvió Gladys de primera: había venido a decir eso.

–¿Y?

La tucumana debía argumentar. Ahora sí agarró un cigarrillo.

–¿Y? –la apuró Selva.

–Es diferente –dijo Gladys para empezar.

–Sí. Conmigo aprende algo.

–A mentir –y la tucumana se paró, agarró los fósforos–. Nunca te dijo sus tres deseos.

Selva, de sentada, la midió casi con piedad, devastadora:

–Se los dije yo. Eso aprendió: que yo sé lo que él quiere.

Gladys no contestó, tampoco nunca llegó a encender el cigarrillo. Lo tiró así, como estaba, apenas un minuto después, por el hueco del ascensor.

Nunca más volvió.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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