Viernes, 15 de enero de 2016 | Hoy
Por Washington Uranga
A la vista está que, obturados los canales de expresión, participación y debate (entendiendo por ello desde los espacios legislativos hasta la diversidad comunicacional cancelada por la unicidad de los discursos circulantes), el espacio público queda limitado a las calles y a las plazas y a las denominadas redes sociales. Con partidos políticos cuestionados o que no encuentran su lugar, con el Congreso en receso, con medios de comunicación haciendo de coro del oficialismo y con gran parte de la Justicia que actúa como cómplice, el ámbito de los debates se ve seriamente reducido. Pero inevitablemente en la medida que se restringe el espacio del debate éste también se hace más ríspido, más difícil y se corre el riesgo de que aquello que debería ser un diálogo se transforme rápidamente en confrontación.
En este escenario se han multiplicado las concentraciones más o menos espontáneas en las calles y en las plazas. Para reclamar por despidos, para hacer oír reclamos o demandas. En otros casos simplemente para atender a la necesidad de escuchar y hablar. Las redes sociales se utilizan para informar (aunque con altos riesgos respecto de la certeza de los datos y la veracidad de las fuentes), para convocar y también para la catarsis. Todo esto tiene además el propósito de construir cercanías que ayuden a contener la angustia cuando no la impotencia.
La pregunta que ronda estas prácticas y, en general, el escenario de quienes hoy están en la oposición es cómo se acumula políticamente, si es que tales acciones tuvieran ese propósito. Los más escépticos no dudan en preguntarse si estas manifestaciones sirven para algo vista la impunidad con la que se mueve el oficialismo PRO sin atender reclamos y, ni siquiera, prestar atención a los escasos fallos judiciales que pretenden ponerle un límite a los avasallamientos. Otros reivindican fervientemente la militancia callejera como acción política válida y sin reparar en cuestionamientos.
En democracia ningún tema debería sustraerse de las discusiones públicas porque esto significaría restringir la libertad de elegir y hasta de ejercer el legítimo derecho de defensa. Todas las cuestiones que son de interés para los ciudadanos, en tanto personas o asociaciones son, en términos teóricos, parte de la agenda pública y objeto de debate. En el sistema democrático formal existen mecanismos de delegación que desplazan la participación directa de los ciudadanos y descargan las decisiones en representantes (políticos, dirigentes, líderes o funcionarios). Pero esto supone instancias de discusión que permitan arribar a consensos y darle legitimidad a la representación. Cuando esto no ocurre, en la política partidaria, en lo sindical o en cualquier otro ámbito asociativo, la representación se deslegitima. También cuando el Gobierno toma medidas al margen de las propuestas que le permitieron lograr el consenso para obtener la mayoría en las urnas o cuando las decisiones ejecutivas (o los decretos, en este caso) contradicen de manera evidente acuerdos que han sido validados social y políticamente.
Cuando los mecanismos de delegación flaquean o están en crisis, el espacio público y la movilización se transforman en ámbitos estratégicos para recuperar la democracia mediante la participación directa. Porque si antes la movilización callejera fue el resultado y la conclusión de la acción política organizada por los partidos, hoy, por el contrario, parece ser el espacio que los sustituye de manera informal y casi espontánea como modo de contener las demandas y los reclamos. Es una posibilidad pero también entraña riesgos.
Ya el 23 de diciembre pasado, uno de los columnistas del diario La Nación que suele marcarle al oficialismo actual el sentido de sus acciones, marcó que un “desafío” que tiene “el Gobierno es el de administrar la represión sin provocar muertes”. Y el mismo periodista señaló un “problema objetivo”: “las fuerzas de seguridad han perdido el temor que solían provocar en los revoltosos, y éstos, a su vez, se tornaron cada vez más violentos. Tras más de una década en el papel de meros espectadores del descontrol social, las fuerzas del orden se olvidaron de los manuales que les enseñan a reprimir sin producir una violencia desmedida”. Quien quiera entender, que entienda. Lo dicho es casi una línea de acción para el gobierno que ya tuvo sus primeros ensayos en la represión a los trabajadores de Cresta Roja y a los despedidos de La Plata.
No sería extraño que junto con la resignificación (¿vaciamiento?) de la política pública de derechos humanos el macrismo insista en establecer “protocolos” para eliminar la protesta callejera. Se pondría a tono con lo ya obtenido en el sistema de medios convertido casi sin matices en una máquina de ocultar y mentir que se expresa a través de un coro mayoritariamente compuesto por aduladores, aplaudidores y consejeros por propia iniciativa. Precisamente uno de estos gurúes es quien le recomendó al gobierno “administrar la represión sin provocar muertes”. Una muerte –que es más difícil de ocultar que la represión– podría dañar la imagen de “republicanismo” y “felicidad” en la que tanto se empeña el oficialismo.
Desde la otra vereda tampoco hay claridad respecto de cómo utilizar de manera productiva el espacio público, en particular las calles y las plazas. Es natural que las personas encuentren allí una válvula de escape para reclamar por sus derechos, para hacer oír sus quejas, para reclamar cuando se los deja sin trabajo. Nadie podría evitar la espontaneidad de estas manifestaciones. Pero sin conducción organizacional y política, sin espacios de contención y procesamiento de las demandas, y ante la cerrazón o la negativa de quienes en el gobierno traducen en sordera y desprecio (¡aló ministro Prat-Gay!) lo que declaman como diálogo, es imposible prever cuáles pueden ser las derivaciones y las consecuencias de estos actos. Porque, dado el rumbo que toman las decisiones económicas y políticas, es evidente que las movilizaciones se van a multiplicar en cantidad, en intensidad y, para decirlo de alguna manera, en densidad.
El espacio público deberá ser, sin duda, un ámbito para el debate democrático e, incluso, para la reconstrucción de la misma democracia cuando se atente contra ella. Pero para lograrlo se necesita más que acciones espontáneas y esporádicas de buena voluntad. Es necesario concebir estrategias complejas que tomen en cuentan las plazas, pero también las acciones comunicacionales (redes, medios, sistemas). Nada de esto podrá lograrse sin la reconstrucción de espacios dirigenciales (políticos, sindicales, organizacionales) que hoy siguen desarticulados, fragmentados, distraídos o desconcertados, cuando no ocupados en rencillas menores desconectadas de los problemas de fondo y de las angustias cotidianas de tantos y tantas.
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