CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Sobre la temperatura del revólver

 Por Juan Sasturain

Mañana es del Día del Periodista y el que prescribe (en sus varios sentidos: el que firma arriba y el que deja de ser) siente que, aunque es una fecha memorable, en lo personal no tiene mucho que celebrar. Por varias razones. La primera, porque siempre se ha sentido –sin ponerle la menor carga dramática a la cuestión, por favor– un impostor conceptual, copartícipe de un equívoco nunca debida ni necesariamente aclarado: el que prescribe nunca ha sido ni se ha sentido periodista sino que se ha visto (a sí mismo) como alguien –con vocación y prácticas de escritor– que escribe, trabaja en los medios. Que es otra cosa. Ni mejor ni peor que ser o sentirse periodista. El que prescribe admira / envidia / compadece a los periodistas de este diario y de otros medios con los que ha compartido espacios, fervores y responsabilidades. Pero carece de esa actitud / aptitud y vocación. Por eso mañana no va a celebrar por sí mismo, sino por los muchos compañeros que quiere y siente que debe felicitar. Podría putear a otros sin vergüenza, pero se abstendrá de hacerlo. No tiene más ganas, simplemente. Ya está.

Es que el que prescribe –y va la segunda razón– se acaba de jubilar. Ha juntado los más que suficientes años de tarea en la docencia y empleo en empresas periodísticas como para que se quede en su casa mientras –sin patetismos, por favor– espera que no lo coman los piojos. Quiere decir que de algún modo, como seguirá escribiendo, porque de eso –la vocación, los sueños– nadie nunca se jubila, a partir de acá no tendrá la tácita / íntima / necesaria obligación y responsabilidad de “hacer” docencia ni de “hacer” periodismo con lo que escriba. Tampoco es una queja por las condiciones en que le ha tocado hacer lo suyo. Al contrario: ha hecho siempre (y le han publicado) lo que muchas veces arbitrariamente se le cantaba. Y le ha tocado el privilegio de escribir con regularidad en éste, el mejor lugar posible, con los mejores laderos imaginables, a lo largo de los últimos casi treinta años. Por eso el que prescribe no necesita aclarar lo obvio: es feliz haciendo lo que hace / haciendo lo que hacía. Y si sigue publicando, donde le toque o caigan sus textos, aspira a no bajarse de ahí. Para qué, si no, ha hecho siempre las cosas…

Cabe tal vez señalar, eso sí –para redondear el concepto y el contexto– que el que prescribe siente que, últimamente (y esto suena como un viejo bolero del incombustible Palito Ortega) ha estado escribiendo mucho desde los puros sentimientos e incluso desde la furia. Opiniones sin filtro, digamos. Y eso, más allá o más acá de ser ejercicios de crudo sinceramiento (en el mejor sentido, no con el que lo usan los ladrones de turno) es un síntoma preocupante. No está bien, no es saludable como recurso habitual, más allá de algún terapéutico exabrupto. La actualidad, las noticias, los personajes, los hechos y las perspectivas lo sacan mal, el nivel de tolerancia a la estupidez y el hijodeputismo es cada vez más bajo en el que prescribe y la consabida tendencia al aislamiento y la desinformación consciente (no poder ver la tele, no soportar los titulares diarios) no son buenas recetas a la hora de escribir en medios. Es decir: calentarse hace que la pasión en tensión tome el mando. Puede ser justo y servir de terapia; no tiene por qué ser un gesto público y obligatoriamente compartido por lectores desprevenidos.

El que prescribe, entonces, vuelve en esta ocasión bisagra a plantearse –desde sus propias experiencias– la cuestión espinosa de dónde ponerse en coyunturas como ésta que le / nos toca a todos los escribas. En otras oportunidades formuló que sólo le cabía y le salía una respuesta personal, no generalizable. Sigue en eso. Decía entonces y resume hoy, ya en términos de prescripto, que sólo le ha cabido la regla de (tratar de) decir la verdad, o sea: que lo que se escriba coincida con lo que se piensa. Y (tratar de) respetar el trabajo: que lo que se escriba coincida con lo que se publique. Claro que siempre ha quedado –aclaraba en su momento y repite hoy para zafar de cierta solemnidad– el socorrido recurso de pensar y escribir boludeces. Pero eso, se sabe, no es una solución. En realidad –sostenía y sostiene hoy el que prescribe– al respecto no hay ninguna solución. Como debe ser.

El periodismo no es (necesariamente) un revólver caliente ni la jubilación un (ominoso) revólver helado. La escritura busca y necesita, para sobrevivir, simplemente el calor natural de lo que respira.

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