CONTRATAPA

Pactos

Por J.M. Pasquini Durán

(Viene de sección Pirulo de tapa.) Sólo por vía de este recurso excepcional pudo quebrar el maleficio que impedía llegar a la Casa Rosada a un gobernador de Buenos Aires. A cada vuelta de los recurrentes problemas de gobernabilidad en la democracia, desde los golpes de mercado que tumbaron a Raúl Alfonsín hasta el canibalismo interno que devoró a Adolfo Rodríguez Saá, son más amplios los círculos multipartidarios, a partir del núcleo de la UCR y el PJ, que rompen vínculos con las opiniones predominantes en la sociedad. Los ruidos en la Asamblea Legislativa poco tienen que ver con los de las cacerolas. Sin resolver esta discordancia entre política y pueblo, las facetas más complejas de la múltiple crisis nacional seguirán atormentando al porvenir.
Duhalde pisa fuerte entre los aparatos partidarios, porque es el padrino de uno de los más importantes del país. La mayoría de los políticos considera que ese tipo de fuerza alcanza para contener el acoso del descontento popular, porque en la lógica internista que orienta sus conductas el consentimiento social es el resultado de la habilidad de los caudillos y de su capacidad para reciclar sus propios errores. Sin embargo, el nuevo Presidente ha sido figura principal en el régimen de la década del 90 liderado por Carlos Menem y carga, por lo tanto, con su cuotaparte de responsabilidad y descrédito por la aplicación de un esquema económico que hoy se advierte como la causa de buena parte de los graves problemas que devastaron el bienestar general. La memoria de esa vinculación fue, quizá, una de las razones obvias que le cerraron el paso de los votos a la Casa Rosada y por la que sufrió también una pérdida considerable de apoyos en la última elección que lo consagró senador bonaerense, junto a Alfonsín, su actual aliado. Si los votos anulados hubieran sido computados en el escrutinio, esa creciente debilidad sería hoy evidente para cualquiera. Es legítimo preguntarse, en consecuencia, de qué fuente nutrirá la confianza y la capacidad de convocatoria que le harán falta para reconciliar a la política con el pueblo.
Mirando hacia atrás, a pocos juicios sensatos podrá escaparles una evidencia: la política perdió la confianza de la ciudadanía por algunas de sus prácticas funcionales y también por sus “costos”, sobre todo por la corrupción, pero más que nada su aislamiento derivó de su incapacidad para ser el factor decisivo en la determinación de los asuntos públicos. La capacidad de decisión fue privatizada a favor de grupos selectos de poder económico-financiero, que lo han ejercido, por las buenas y por las malas, en casi todo el último cuarto de siglo. Hoy mismo, esas fuentes de poderson las que impulsan las principales ideas que presiden los debates de la política: dolarizar, pesificar, déficit cero, “corralitos” y otros capítulos de un único texto, según el cual lo único que importa en el país son los instrumentos de la política económica. ¿Quién podría negar que las preocupaciones económicas, aun las más elementales como son el trabajo y la comida, dominan el ánimo público? Que los ahorristas, jubilados y asalariados estén indignados por la apropiación bancaria de sus fondos particulares convirtió el tema en asunto de prioridad nacional, pero no sólo por su valor económico sino también por una razón de justicia y por rechazo a la impunidad de los poderosos. Eso no significa, sin embargo, que la respuesta adecuada se limite a la mera elección de opciones de un mismo y único menú. En todos los años pasados en que la política se subordinó a la economía, esos problemas se agravaron hasta hacerse insoportables y la persistencia de esa relación es lo mismo que el afán inútil de dar vueltas en el mismo sitio para morderse la cola.
Ningún programa de cambio, en pro del bien común, que devuelva a la población la tranquilidad y la confianza en el futuro, podrá imponerse en contra de las minorías del statu quo de los privilegiados, sino a partir de una ruptura, un giro copernicano, que estabilice un nuevo régimen, apoyado en coaliciones sociales dinámicas y satisfechas mediante la justa y equitativa distribución de las riquezas nacionales. No es posible ya que ningún gobierno, por algunos meses o por un par de años, pueda afianzarse sentado sobre pactos o alianzas más o menos transitorias de conducciones partidarias desacreditadas. Al contrario de lo que sostuvo en su acalorado discurso el peronista Humberto Roggero, en democracia no hay dictadura de mayorías amenazadas por aspirantes minoritarios a dictadores. Una visión semejante, lejos de ser una noción popular de la convivencia en pluralidad, responde a un macartismo de viejo cuño que siempre funcionó como el reverso de la moneda totalitaria de derecha y de izquierda. No tuvo una sola palabra de reconocimiento para el pueblo de las cacerolas, como si no existiera otra cosa que ese ámbito cerrado de la asamblea, aislada por vallas policiales en un círculo de cuatrocientos metros. El apasionamiento del vocero de los duhaldistas también se puede explicar porque, como él mismo lo reconoció, el viejo sistema político está apelando a lo que le queda para sobrevivir a la disconformidad del pueblo sin estallar en mil fragmentos.
En su discurso de asunción, Duhalde aseguró lo único que puede garantizarle algún futuro: terminará, dijo, con el modelo “agotado” de exclusión social y lo reemplazará por otro de justicia social, en nombre de un “gobierno de unidad nacional” que salve a la Nación y a la dignidad de sus habitantes. Prometió prisión para los que estafaron el dinero del pueblo y para quienes los protegieron, garantizó los ahorros en pesos y dólares, recuperar la paz social y el crecimiento de la productividad económica. Con la ruptura del “pensamiento único” aseguró la dotación de un subsidio al desempleo y la formación. Oficializó un diagnóstico económico y social que no reveló nada, pero sirvió para aceptar la realidad desde su nueva posición. El tono general del discurso parecía pensado por esa “dictadura de minorías” que tanto molestó a Roggero, una contradicción más de las tantas que se acunan en el Movimiento que fundó Perón. “Tenemos que cambiar”, repitió en el mensaje. Que así sea. Tendrá que probar en corto tiempo que sus compromisos son más que palabras, porque las cacerolas todavía están a la mano de muchos.

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