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Triunfalismos

Por Juan Gelman

Los regocijos de la Casa Blanca por la participación iraquí en las elecciones del domingo pasado podrían aplacarse muy pronto. La primera estimación fue del 72 por ciento, no tardó en ser recortada al 57 por ciento y fuentes electorales y diplomáticas in situ confiaron al periódico español El País (3-2-05) que en realidad, habrían votado unos 6 millones de personas, es decir, el conteo final llevaría esa proporción al 42 por ciento. No es pequeña y corresponde destacar la valentía de quienes acudieron a las urnas a pesar de las amenazas terroristas, protegidos por un denso operativo militar. Aunque hayan votado los 8 millones que conforman el 57 por ciento proclamado, poco se repara en que el partido que ganó las elecciones es la abstención. No sólo la de una abrumadora mayoría de sunnitas: los kurdos sufragaron en tropel, constituyen un 20 por ciento de la población total de Irak contra el 60 de chiítas, y si esta relación se reflejara en el registro electoral, cabría concluir que un número nada desdeñable de los últimos tampoco votó. De los 4 millones de exiliados iraquíes, apenas lo hicieron –en óptimas condiciones de seguridad– 265.000.
Cabe preguntarse qué razones movieron a los 8 o 6 millones de iraquíes a dejar atrás el miedo y aceptar comicios celebrados bajo ocupación militar, comicios por lo demás prácticamente secretos, sin conocimiento de programas, listas y nombres de candidatos, que además padecieron irregularidades varias. En el caso de los kurdos, esa voluntad es clara: obedece a una antigua demanda de autonomía que tanto Turquía como EE.UU. no están dispuestos a satisfacer. En cuanto a los chiítas, además de viejos rencores y una revancha a la vista contra la prolongada opresión sunnita impuesta por Saddam, otro factor prevaleció: los voceros del gran ayatola Alí al Sistani –por cierto, natural de Irán y seguro triunfador en la contienda electoral– insistieron en que llevarla a cabo aceleraría la retirada de las tropas extranjeras, un deseo que comparten el 82 por ciento de los sunnitas y el 69 de los chiítas, según una encuesta de Zogby International. El mero acto electoral no significa, entonces, que el pueblo iraquí esté de acuerdo con la ocupación que sufre, como pretende el gobierno Bush.
Otros triunfalismos flotan en el seno del gobierno títere iraquí. Su primer ministro Ayad Allawi aseveró que los comicios decretaron el principio del fin de la resistencia (NBC, 3-2-05). Es verdad que los grandes medios de Occidente subrayaron que durante la jornada electoral hubo “sólo” 45 muertos y “sólo” nueve atentados suicidas. Pero el domingo 30 fue el día en que los insurgentes quintuplicaron los ataques en relación a su promedio diario desde la invasión: 260 contra blancos de todo tipo, incluyendo efectivos militares estadounidenses y locales (Washington Post, 1-2-05). Dos misiles derribaron a un Hércules británico causando diez bajas al aliado más seguro de la Casa Blanca, un hecho que pasó desapercibido bajo los estruendos triunfales de Washington, pero preocupó al Times de Londres (1-2-05): “Eso demostraría que los rebeldesestán lejos de ser derrotados... y todavía son capaces de atacar con equipos avanzados y capacidad técnica”. La semana que pasó –el jueves fue el día más violento– ha mostrado que los insurgentes tienen existencia poselectoral. Y enero fue el tercer mes desde la invasión en que las bajas norteamericanas superaron el centenar (AP, 1-2-05).
Corresponde marcar la diferencia entre insurgentes y terroristas. Los últimos realizan atentados suicidas con coches y camiones-bomba que producen un elevado saldo de bajas civiles y que chiítas y sunnitas –aun los que apoyan a la resistencia– repudian por igual. Los insurgentes centran sus ataques en blancos militares estadounidenses y locales y en quienes consideran traidores, porque trabajan para los ocupantes. Sobre todo se distinguen en el plano político: Al Qaeda persigue en Irak objetivos nada claros, por ejemplo, desprestigiar a una resistencia empeñada en echar a los invasores. Sami Ramadani, refugiado político del régimen husseinita y hoy profesor de la Universidad Metropolitana de Londres, señala que se extiende en Irak la percepción de que las autoridades ocupantes “miran hacia otro lado” cuando emergen los terroristas que acaudilla el jordano Zarqawi, lugarteniente de Osama bin Laden en el país invadido. “Zarqawi no es la insurgencia, si desapareciera mañana, probablemente la insurgencia ganaría más fuerza”, asegura Toby Dodge, experto en Irak de la Universidad de Londres (The Christian Science Monitor, 1-2-05). La resistencia al invasor corre por cuenta de unos 60 grupos diferentes, casi todos autónomos, precisó.
El presidente –o lo que fuere– iraquí Ghazi al Yawr se apresuró a declarar que “es un absurdo total pedir la retirada de las tropas (extranjeras) en medio de este caos y de este vacío de poder” (AP, 1-2-05). Lógico: las autoridades iraquíes designadas por EE.UU. saben que lo único que los separa de una muerte posible es la presencia de 150.000 efectivos de las fuerzas armadas norteamericanas. W. Bush dice que sería prematuro fijar un calendario de retirada de esas tropas. Lógico también: no es por casualidad que el Pentágono siga construyendo bases militares que anuncian su larga permanencia en Irak. La fanfarria propagandística de la Casa Blanca proclamó en cada caso que la captura de Saddam, la muerte de sus hijos, el traspaso de poder nominal a políticos iraquíes el año pasado y la reocupación de Faluja eran jalones decisivos para derrotar a la insurgencia. No lo fueron. Las elecciones del domingo 30, muy probablemente tampoco.

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