CONTRATAPA

Nadar de noche

Aparecen al caer la noche, cuando la ciudad empieza a ensayar sus rutinas de descanso. Caminan rápido y con la mirada gacha, sombras entre las sombras de las calles más oscuras, un océano que navegan a contramano, esquivando autos, camiones, colectivos, patrulleros, ambulancias. Hay algo de furtivo en su trabajo, pero nadie los persigue. Los recolectores clandestinos de residuos, esa nueva subclase social generada por la crisis, se apuran para ganarles de mano a los recolectores oficiales de residuos, que vienen en camión, con compactadores, luciendo uniformes e implementos. La Armada Brancaleone del Hambre ha aprendido de a poco su oficio, dictado por la necesidad, que siempre ha sido maestra. Sus componentes revisan las bolsas con gestos mansos y tranquilos, para no ser traicionados por los vidrios. Guardan en bolsos diferenciados el resultado de su labor. No comen en el mismo sitio donde trabajan. Muchas veces los grupos son familias enteras, en que hay roles dictados por el tamaño, la fortaleza física, la resistencia. Los niños son casi siempre los más activos: a veces, para ellos, todo parece un juego. Mirar esos niños a los ojos es una tarea demoledora.
El ciudadano común mira a la Armada Brancaleone del Hambre con una mezcla de incredulidad y culpa. Estas personas que se alimentan de su basura, que viven de sus residuos, que vuelven útil lo que en el Cuarto B era inútil, no son una fuerza invasora, sino una de las expresiones más rotundas y expresivas de la crisis argentina. Son los excluidos del mercado, las estadísticas de pobreza y marginación hechas personas de carne y hueso, con sueños y pasado, con pelos y señales. La televisión los descubrió, más vale tarde que nunca, e hizo todos sus rictus de asombro. Las imágenes, desde las más compasivas (Alfredo Leuco lagrimeando en la madrugada de Puerto Madero ante unos adolescentes que comen hamburguesas heladas) a las más cínicas (Chiche Gelblung invitándolos a su piso, y entrevistándolos munido de guantes blancos) siempre golpearon fuerte: en este país, cuya producción de alimentos podría satisfacer once veces las necesidades de su población, miles y miles de personas viven de la basura de otros. En esta ciudad, que sigue soñándose con derecho la París de América latina, hay niños salvándose de la muerte por hambre masticando las sobras de la comida de otros. La revista Gente investigó este mundo, hace pocas semanas: llegó a la conclusión de que sus huestes son manipuladas por mafias. Buenísimo. En la dictadura también investigó el tema de los desaparecidos. Llegó a la conclusión de que estaban fuera del país, haciendo campañas contra él.
Las imágenes de la Armada Brancaleone del Hambre no son nuevas: las colas de hambrientos en las puertas de las casas de comida rápida y los restaurantes fueron unas de las imágenes más recurrentemente utilizadas durante los años ‘90 a la hora de mostrar el otro lado de la supuesta estabilidad económica. Lo que es nuevo es la multiplicación por miles de los que buscan con afán aquello que sus compatriotas desechan, ese ejército oscuro y desharrapado que recuerda a los ciudadanos que hay gente que no protesta por sus plazos fijos, que no participa de asambleas, que no discute sobre el miedo escénico de Reutemann, porque está pensando en qué barrio desembocará esta noche su hambre. Gente que aprendió que en San Telmo y Barracas a veces deberá disputar las bolsas a los perros callejeros. Que en zonas de Palermo hay vecinos sensibles que ponen las sobras de comida en bolsas transparentes, para que la labor del que viene hurgando sea más fácil. Que en Barrio Norte hay demasiados hambrientos detrás del mismo objetivo, por lo que quizá convenga Almagro. Que en Núñez a los vigiladores privados los pone nerviosos el ajetreo nocturno. Que en los restaurantes del centro hay que esperar hasta la medianoche.
Pero a pesar de los pesares, hay algo maravilloso y heroico en la convicción con que estos miles de argentinos exigen una mirada respetuosa. El ciudadano que mira a esos peregrinos del hambre desde su congoja debería sentir que de algún modo esa forma de organización social –como la de los centenares de pibes que se ganan la vida haciendo malabarismos en los semáforos– está reemplazando otras formas de subsistencia que muy probablemente serían violentas. Que en algún punto ese ejército de gente expresa a una mayoría social que se niega a robar para subsistir, que por ahora prefiere humillarse a delinquir. “Existen dos maneras de concebir el mundo”, escribió hace demasiado Armando Tejada Gómez. “Una salvarse solo, arrojar ciegamente a los demás de la barca. Y la otra es el destino de salvarse con todos.” Salvarse con todos equivale hoy a trabajar para subir al barco, donde antes estuvieron y al que tienen derecho, a los miles y miles de iguales que nadan a contramano en la noche oscura de las ciudades.

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