CULTURA

La cultura pop, procesada con agudeza y sin filtros

En “Total”, creación colectiva del grupo Los Susodichos, el desparpajo invade la escena. Un humor irreverente articula y procesa la concepción deliberadamente caótica de la obra.

 Por Silvina Friera

El joven de musculosa, bíceps esculpidos obsesivamente en el gimnasio, botas de cuero y encrespada cabellera azabache, monta su Harley Davidson, cuyo motor ruge rabioso. Ese desplazamiento adrenalínico, que amenaza con terminar en un estruendoso choque fatal (o que al menos juega con esa idea), esa pose sexy híper elaborada, la del rocker viril y motoquero, que proyecta la pantalla de video, contrasta con lo que ocurre en el escenario de El Portón de Sánchez. El mismo personaje acartonado es asistido por unas chicas que mediante un secador de pelo consiguen darle un look desprolijo a la peluca y un toque de realidad a la situación recreada: andar por una ruta cualquiera, extraviado y sin rumbo, con la melena despeinada por el viento. La parodia del rocker tiene su correlato femenino cuando irrumpe un trío de chicas tan exuberantes como enojadas, adolescentes intransigentes que arrojan patadas fenomenales hacia la nada y escupen su furia, forradas en cuero negro. Lejos de asimilarse con el fenómeno Bandana, esas mujeres, no obstante, saben lo que el estereotipo les está exigiendo: crudeza en sus movimientos, revolcarse en el suelo, aullar –cuanto más, mejor–, tragarse el micrófono, pero siempre manteniendo una brutal sensualidad en cada gesto, como cuando sacan sus lenguas en una versión femenina posmoderna del Kiss de los comienzos, claro que menos satánicas y perversas.
En Total, creación colectiva de Los Susodichos, que por primera vez estrenan una obra sin la dirección de Nora Moseinco, las influencias que nutren al grupo, mucha música pop, rock y rap, las sitcom televisivas, los inefables culebrones mexicanos y las recicladas telenovelas made in Argentina, entre otras, son exprimidas y mezcladas en la multiprocesadora creativa de Lucas Mirvois, Cecilia Monteagudo, Federico Vaintraub, Azul Lombardía, Ezequiel Díaz y Lucila Mangone. El resultado de esta combinación le brinda a los espectadores unos tragos energéticos, condensados en escenas, a veces más viscerales (como el arranque con el motoquero y las chicas rockeras), otras más frugales, como las acaloradas balseras cubanas –interpretadas por Monteagudo y Mangone– que por desgracia o un error del destino terminarán naufragando en las costas de Buenos Aires. Si el desparpajo y la agudeza en el tratamiento escénico son las marcas distintivas de Los Susodichos –desde Cosa de varios hasta Marea–, en este nuevo trabajo todos exhiben una identidad consolidada, sustentada en la habilidad para captar lo que requiere cada cuadro. De esta manera, pasan de la parodia al híper realismo, sin descuidar en estos virajes el humor irreverente que articula la concepción deliberadamente caótica de la obra.
El grupo regula la energía y dosifica la exasperación, dirigido por Ezequiel Díaz, en su debut como director. Por ejemplo, cuando se burlan del costumbrismo, a través de una pareja que no puede conciliar el sueño. Desvelados, sentados en la cama, fumando para matar el aburrimiento, ella intenta dialogar, pero sin escuchar, más preocupada por exponer sus intrincadas fobias y paranoias. Como si hubieran aterrizado desde la serie “Culpables”, los integrantes de esa pareja (interpretados con solvencia por Monteagudo y Díaz), altamente psicoanalizados, transforman la cama en un diván desopilante. El monólogo de un border, frustrado por las contradicciones entre lo que desea ser y su realidad inmediata, resulta un compendio de ironías punzantes. Mirvois, apenas con la espalda encorvada, como si la monotonía de su vida le pesara, le imprime a su personaje una inquietante fisura: sus palabras brotan tan arbitrariamente asociadas por esa mente trastornada que, por momentos, la alteración de sus facultades mentales parece irremediable. La lucidez con la que desmontan los dobleces de lo real, con crudeza y sin hacerle asco a ningún tema, adquiere una notable síntesis en la escena del entierro de una amiga. Este personaje, interpretado por Lucila Mangone, no lloriquea más que por obligación –sus lágrimas resultan apenas un artificio inverosímil–, mientras que profana con sus comentarios mordaces el sentido de una amistad apócrifa.
No es un detalle menor que el grupo descarte alimentarse de las convenciones teatrales, ya sea en sus versiones solemnes o experimentales, y que su público pop frecuente más la movida nocturna que una sala teatral. Desde el vestuario, las coreografías y las canciones se establece un guiño sutil hacia ese imaginario pop. En el final, las tres mujeres rockeras devenidas en luchadoras se trenzan en medio del barro. Total desentraña una multiplicidad de situaciones bizarras, patéticas y reconocibles. La realidad siempre es inestable y su antagonista, la fantasía, nunca llega a satisfacer, por sí misma, las demandas de libertad de los personajes.

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“Total” juega con la música, las sitcoms y el cruce de estéticas.
 
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