EL PAíS › EL EXITO DE UNA ESTRATEGIA NUEVA

Lo mejor es nunca apurarse

 Por Julio Nudler

Desde la declaración del default, a la Argentina le fue mal cuando se apresuró a hacer lo que le exigía el Fondo, y bien cuando optó por postergar las decisiones, esquivando las presiones. En los primeros meses del 2002, se sacrificaron reservas para cancelar obligaciones por más de 4000 millones de dólares con los organismos multilaterales, lo que acentuó la devaluación del peso y causó estragos en la sociedad. Pese a esta ofrenda, se extinguió el año sin acuerdo, el que recién fue firmado en enero del actual. El economista Jorge Carrera (IEFE) propone como ejemplo de la actitud opuesta, de resistencia, las tarifas de los servicios públicos. Si en lugar de pesificarlas 1 a 1 y mantenerlas congeladas se hubiese aceptado aumentarlas, el país habría sufrido más inflación y consiguientemente una adicional caída del salario real, y también una mayor salida de capitales, porque, con toda seguridad, las privatizadas no habrían reinvertido sus ingresos adicionales. El sistema financiero hubiese sido sometido a una cirugía mayor, con masiva eliminación de bancos, mientras que ahora el redimensionamiento del sector está resultando mucho menos traumático porque la situación evolucionó mucho mejor de lo que entonces se presagiaba.
Esa misma lógica se aplica ahora a la indefinición de la meta fiscal para los años 2005 y 2006, a pesar de que en el acuerdo que expiró el 31 de agosto se comprometía un excedente fiscal creciente. No siendo posible consensuar un número en estos momentos, se optó por aplazar la cuantificación para cuando pueda saberse cómo evolucionó la economía. Esta estrategia de la demora diverge de la tradición de aceptar en lo sustancial las condicionalidades impuestas por los organismos, independientemente de que luego se las cumpliera o no. Por esta razón, Miguel Angel Broda califica de livianos (“light”) los requerimientos que esta vez plantea finalmente el Fondo.
Este consultor, a quien siempre la prensa se refirió como “el más cotizado de la city”, lo fuera o no, vuelve a presentar la teoría del shock de confianza bajo un nuevo ropaje. Como explica en La Nación del domingo último, mientras seguían las tensas negociaciones con el Fondo,
lo que cuentan son las transferencias netas de recursos y no las brutas. Es decir, no cuánto se paga en intereses y amortizaciones de capital sino el balance final entre lo que se remesa y lo que se recibe. En ese balance se incluye el flujo de capitales privados: la salida y la entrada.
Sentado este criterio, lo que Broda sostiene es que limitar el superávit fiscal primario elevará la quita que deberían sufrir en sus acreencias los tenedores de bonos defolteados. Ello resultará poco amigable (no marketfriendly, según el término que emplea), retardando el retorno de los capitales argentinos fugados al exterior y la reapertura de los mercados de crédito para el país. También habrá menos inversiones y un crecimiento más lento. Por lo visto, para evitar este lóbrego panorama la Argentina tendría que aplicarse una dosis aún más fuerte de ajuste fiscal y girar más fondos a sus acreedores.
Sin rodeos retóricos, Daniel Artana, economista jefe de FIEL, coincide con Broda. El efímero secretario de Hacienda de la gestión de Ricardo López Murphy en Economía postula que un mayor esfuerzo fiscal es el camino para una negociación exitosa con los acreedores. Lo que cabe es destinar todo aumento de la recaudación a ampliar el superávit, pero “es el afán del Gobierno por gastar más lo que en verdad demora una solución integral al problema”. En otros términos: reduciendo el gasto público como porcentaje del Producto Bruto podría resolverse el trauma de la deuda. Es la misma idea con la que se embarcaron en el gobierno de Fernando de la Rúa y que además debía salvar la convertibilidad. Pero no funcionó.
Ni Broda ni Artana reparan en el teorema de Groucho, ese que establece que ningún capitalista invertiría en un país que hiciese las cosas que él recomienda. Una Argentina regida por un programa basado en cobrar más impuestos y destinar el mayor excedente fiscal a pagar deuda, sustrayendoesos recursos de la economía interna, no estimularía a arriesgar capitales en ella para producir y ganar plata. Si el círculo virtuoso en el que dicen creer Broda y Artana existe, los inversores querrán verlo antes de meterse voluntariamente en la exprimidora.
El FMI es, finalmente, en este juego el verdadero enemigo de los acreedores privados, de cuyo rescate se desentiende, a diferencia de lo que hacía en el pasado. Pero, además, al haber insistido en que la Argentina redujese su deuda con el organismo, quería apropiarse de recursos que, de otro modo, entrarían en la propuesta que el país les planteará a los bonistas. Este es un terreno peligroso para el país, porque puede empujarlo hacia un ajuste superior al comprometido en el stand by, como condición para conseguir un arreglo. Sin éste, el default persistirá, incluso bajo el paraguas del Fondo. Hay que tener en cuenta que el país deberá pagar unos 2000 millones de dólares en intereses a los organismos, sin que se los refinancien.
En el acuerdo anunciado anoche se evitó asumir el compromiso de cancelar deuda con dólares de las reservas, sin la contrapartida de un ahorro público equivalente, que hubiese supuesto un peligro de desestabilización cambiaria, o forzado una política monetaria contractiva, inversa a la seguida por el Banco Central desde hace medio año. En realidad, la reciente reforma de su Carta Orgánica le permite emitir hasta un 12 por ciento de la base monetaria con destino al Tesoro para que éste compre dólares con esos pesos (unos $ 5000 millones) para pagar deuda, y además hasta un 10 por ciento (unos $ 7000 millones) de la recaudación para cubrir el déficit fiscal. Si además se pretende la expansión del crédito, que implica la creación secundaria de dinero, no habría opción más peligrosa que la de disminuir las reservas.
Horst Köhler y Anne Krüger renunciaron finalmente a esa pretensión de jaquear la estabilidad. Es un primer obstáculo que la Argentina pudo superar mediante un estilo duro de negociación, y un antecedente clave que los acreedores privados tendrán que tomar en cuenta al definir su actitud.

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Horst Köhler, director gerente del FMI, y detrás de él su segunda, Anne Krüger.
 
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