CULTURA › IDOMENEO DE MOZART EN EL TEATRO COLON

La música al frente

La refinadísima escritura orquestal aparece jerarquizada por la gran interpretación del director inglés Steuart Bedford. Adriana Mastrángelo y Laura Rizzo son sus principales aliadas en escena.

 Por Diego Fischerman

Los dioses hacen trampas. Y la que le tienden a Idomeneo parece inocua (por lo menos para él). Para liberarse de la muerte en una tormenta marítima, promete a Neptuno la vida del primer incauto que encuentre en la playa. Todo bien, salvo para el incauto y por un pequeño detalle (las famosas trampas de los dioses): el desafortunado es su hijo Idamante quien, para peor, es un hombre de una bondad infinita, justo y, además, enamorado. Idomeneo buscará escapar al destino, causará el dolor y la muerte de su pueblo (vía monstruo marino) y, finalmente, conseguirá el perdón del Dios, siempre y cuando abdique a favor de su hijo y acepte su casamiento con Ilia, la princesa troyana a quien adora. La única víctima, en una época en que el género de la ópera seria no siempre implicaba necesariamente la muerte de los protagonistas (o en que los libretistas cambiaban los finales para no apesadumbrar al nuevo público burgués), será Elettra, quien también pretendía a Idamante y partirá, enfurecida con el final feliz, hacia otros lares.
En sus últimos diez años de vida, Mozart escribió una serie de óperas a las que la historia, atribuyéndole un significado al azar, le concedió el dudoso mérito de la simetría: en los extremos dos singspiel (El rapto en el serrallo y La flauta mágica), cercando a dos óperas serias (Idomeneo y La clemenza di Tito) que a su vez enmarcan dos cómicas (Le nozze di Figaro y Cosi fan tutte) y, en el centro, una que es un drama con la forma exterior de una comedia (Don Giovanni). Más allá de esta pequeña operación de política estética, tendiente a demostrar el valor nuclear de Don Giovanni, lo cierto es que en la primera ópera seria del supuesto ciclo ya aparecen muchos de los rasgos del mejor Mozart maduro. En particular, una manera de orquestar totalmente atípica para la época, que se explicita de forma inmejorable en una de las arias más bellas y enigmáticas de toda su producción. En “Se il padre perdei”, mientras Ilia se lamenta de su suerte, al comienzo del segundo acto, flauta, fagot, oboe y corno circunvalan permanentemente la melodía y entretejen un contrapunto de una riqueza pocas veces oída en el género. Y en ese sentido, la magistral dirección del inglés Steuart Bedford jerarquizó cada una de las sutilezas, fue perfecta en el impulso y a la vez en la liviandad de los acentos con los que Mozart frecuentemente anuncia la tensión en el medio de la calma (a la manera hitchcockiana) y logró en la orquesta un fraseo y un sentido de la conducción dramática y musical de un altísimo nivel.
Adriana Mastrángelo, fantástica en su Idamante (un papel masculino que, a falta de castrados, debe cantar una mujer), y Laura Rizzo, delicada y exacta como Ilia, fueron las mejores aliadas en esa partida. Ambas con timbres ideales para sus personajes (oscuro la primera, cristalino la segunda), meticulosas en los pasajes de coloratura y sin excesos dinámicos fueron un ejemplo de estilo en función de la expresión y la belleza. Raúl Giménez, un notable tenor belcantista, opacó en algo su muy buen material vocal con algunos problemas rítmicos en las coloraturas veloces y una suerte de descontrol escénico que lo llevó, en la función del estreno, a hamacarse de lado a lado mientras entonaba alguna aria (a la manera de algún cantante pop) y a mover los brazos y las manos en el mejor estilo “Grandes valores del tango”. Ricardo Casinelli, en su breve pero fundamental actuación como Arbaces, mostró un trabajo meritorio pero lejísimo del estilo mozartiano, con su timbre metálico y su profusión de pausas, apoyaturas y suspiros veristas. La otra cantante que estuvo absolutamente fuera de estilo fue Patricia Gutiérrez, con un vibrato amplísimo que ni siquiera se detenía en las notas breves de los pasajes ornamentales, enturbiando tanto el fraseo como la afinación. Tampoco estuvo a la altura de las circunstancias Gabriel Renaud, en el papel del Gran Sacerdote, inseguro en la afinación y estrangulado en los agudos.
La acción teatral, en esta clase de óperas, no es lo que abunda y, por otra parte, las menciones a dioses, reyes y guerras concretas no permite grandes libertades interpretativas. Alejandro Cervera, un coreógrafo de sólida trayectoria, en esta incursión como régisseur apuesta por una aproximación literal, donde el vestuario diseñado por Zuccheri, bello y contemporáneo (aunque con reminiscencias del pasado para las mujeres), apunta a la posible proyección de la trama hacia el presente. El momento más logrado, desde el punto de vista visual, es el del monstruo emergiendo de un furibundo oleaje sangriento. No obstante, abundantes escenas confiadas a un ballet masculino vestido primero con faldas y, en el acto final, con unos shortcitos que remiten más a Golden que a otra cosa (será por lo de la dorada Grecia) plagan el escenario de movimientos tan falsamenete decorativos como dramáticamente inconducentes. La escenografía de Ferrari acierta en sus planos asimétricos y en la alusión casi abstracta a las columnas de rigor, complementada por el excelente trabajo de la iluminadora Eli Sirlin, pero se desmerece por la pobreza de las imágenes que se proyectan en algunas de las escenas, a manera de telón de fondo.

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Mastrángelo (izquierda) y Rizzo (agachada) son las estrellas.
 
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