CULTURA › ITINERARIO DEL NARRADOR QUE PATEO EL TABLERO

Joyce o la genial dificultad

Por J. S.

James Augustine Joyce, como todos los grandes renovadores de la lengua y la literatura inglesa del siglo veinte, no era inglés ni lo quería ser. Alevosa, individualmente irlandés, a la manera de Swift, Shaw o Wilde, nació en Dublín –la ciudad asociada para siempre a su nombre, su escritura, su pena y su gloria– el 2 de febrero de 1882. Hijo de un funcionario, por limitaciones económicas familiares no duró mucho en el Congowes Wood College pero, becado, se matriculó en el Belvedere College y posteriormente, entre los 16 y los 18 años, en el University College, siempre en Dublín. Estudió sistemáticamente idiomas, su verdadera y última patria: latín, francés e italiano primero, danés y alemán después, y leyó todo mientras pudo. Por entonces, a los narradores ingleses más sólidos pero no a los más nuevos: el Meredith de The Egoist y las densas novelas de Thomas Hardy. Claro que también descubrió a Ibsen, se interesó tempranamente por el teatro y comenzó antes de los veinte a escribir poesía, teatro y el primer esbozo de Stephen Hero, borrador de un alter ego perdurable.
Recibido, sin demasiado dinero y con su título de bachiller, en 1902 se fue a París a estudiar medicina y allí, a través de Arthur Symmons, biógrafo de El barón Corvo e introductor del simbolismo francés en Inglaterra, se interesó en los autores de la tendencia y en Verlaine sobre todo. También, y lejos de casa, se conectó inevitablemente con los mentores del movimiento que impulsaba para su patria el rescate cultural del mundo celta: Synge y el ya muy famoso W.B. Yeats. Pero el estudiante pobre debe dejar París y volver de apuro a casa: su madre, enferma, muere en 1903 y él, sintomáticamente, comienza a escribir los relatos que reuniría en Dubliners.
El año 1904 sería clave. El joven Joyce da un viraje a su vida. Con 22 años, por un lado asume la crisis definitiva de su educación católica y rompe o pone entre paréntesis las ideas del “renacimiento celta” y la militancia del nacionalismo irlandés; por otro, se le cruza la que será la mujer de su vida. El 18 de junio conoce a Nora Barnacle, una bella camarera, y mientras escribe los poemas de Chamber music –su primer poemario, publicado en 1907– decide quemar las naves. Con Nora, Joyce abandona su patria en una especie de destierro voluntario (sólo volvería, intermitentemente, hasta 1912) que lo lleva primero a París, luego a Trieste y finalmente a la contigua Pola, sobre el Adriático, donde se dedicará a la escritura y sobrevivirá con la enseñanza y la traducción. Allí, en el exilio triestino –es la época de sus clases de inglés, cuando conoce a Italo Svevo–, nacerían sus dos hijos, Giorgio y Lucía Anna, y comenzará a escribir su obra mayor.
En los años previos a la Gran Guerra comienzan a difundirse sus textos en las publicaciones modernistas. En 1914 –año en que conoce en París a Ezra Pound e inicia el largo y nunca definitivo proceso de escritura del laborioso Ulises– publica no sin inconvenientes, como siempre, los cuentos de Dubliners; y dos años después, el autobiográfico Portrait of the Artist as a young man, ya con Stephen Dedalus, protagonista emblemático. Pound será desde entonces para Joyce –como para T.S. Eliot– una influencia clave en su carrera literaria: amigo todo terreno, lector inteligente e incisivo, impulsor y propagandista de su obra.
Los años de posguerra son el camino accidentado hacia el mítico Ulises, publicado finalmente, tras varios anticipos, en París, en 1922, coincidente con The Waste Land, de Eliot, dos pollos de lujo del criador Pound. Joyce tiene cuarenta años. Lo que sigue será la resonancia ulterior de un texto que nunca dejó de hacer ruido (en los juzgados, en las librerías, en la literatura universal) desde entonces y para siempre.
Las dos últimas décadas de la vida de Joyce se confunden con los polémicos avatares de su obra maestra y dos tormentos simultáneos: la interminable escritura / dictado del Finnegans Wake –publicado en 1939– y la lucha con la progresiva ceguera que lo arrasó al final. Famoso y desconocido, arquetipo del escritor en estado puro, siempre más comentado que leído, complejo, brillante y a menudo inaccesible, James Joyce murió en Zurich el 23 de enero de 1941.

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