DEPORTES › GARAY CONSIGUIó EL TíTULO MEDIOPESADO

Lechero y campeón

 Por Daniel Guiñazú

De pronto, allá por el 10º round, el mundo pareció crujir debajo de las suelas de Hugo Hernán Garay. Una izquierda cruzada de Yuri Barashian que reventó en pleno mentón le apagó todas las luces del Luna Park y le silenció todas las voces. Tambaleaban Garay y sus sueños de ser campeón del mundo. Pero Pigu tuvo la suerte de su lado. En medio de la confusión, alcanzó a amarrarse a Barashian. Y con el último hilo de energías que le quedaban y con 8500 gargantas sosteniéndolo a puro grito, capeó el temporal y hasta se dio el lujo de terminar esos tres dramáticos minutos, cambiando manos con el áspero zurdo ucraniano.

Antes de ese asalto que costará olvidar y después, el triunfo de Garay (79,250 kg) nunca corrió riesgos. El nuevo campeón de los mediopesados de la Asociación Mundial de Boxeo hizo una pelea correcta, sin dejarse llevar por los desbordes y la ansiedad. No salió, como había prometido en la conferencia de prensa previa, a arrancarle la cabeza a Barashian (79,350 kg). Trabajó medido, ordenado y aplicó buenos ganchos de derecha al hígado del ucraniano, quien de la octava vuelta en adelante combatió con la boca abierta, dando señal evidente de que esos impactos secos y justos le habían minado las energías. Barashian no tuvo presión en aquel momento clave, cuando el poder de su zurda lo arrimó a la victoria y, por eso, concluyó agotado y convencido de que había perdido sin atenuantes. Garay, en cambio, pudo llegar entero a la campanada final y sin dudas de que había sido el ganador. Los jurados dictaminaron 7, 8 y 12 puntos a su favor. La tarjeta de Páginai12 fue algo más cauta: 117-111 para Pigu.

Mas allá del lustre de la victoria, a Garay volvió a faltarle el vigor que, por otra parte, siempre le ha faltado a lo largo de su carrera. De sus 31 peleas ganadas, sólo 17 lo han sido antes del límite, lo cual deja en claro que la pegada no es una de sus virtudes. Y eso condiciona cualquier análisis sobre su futuro. En las categorías grandes, es el poder de los puños lo que marca las diferencias. Y Garay no lo tiene y además no regala absorción al castigo, más allá de que nunca haya perdido por fuera de combate.

Hay que decirlo con claridad: Garay es por estas horas el trigésimo campeón mundial de la historia del boxeo argentino y el propietario, además, del mismo cinturón que Víctor Galíndez ganara hace casi 34 años en el Luna Park, sólo porque su manager, Osvaldo Rivero, asumió riesgos y trajo a la Argentina la pelea por el título mediopesado vacante de la AMB. Había defeccionado en las dos ocasiones en que había peleado y perdido con el húngaro Zsolt Erdei, y a los 27 años ya no le quedaba mucho margen para otra decepción. Por eso, se concentró siete meses en el camping que el gremio de los lecheros tiene en Villa Allende, Córdoba, subió al ring con la mejor preparación de su campaña y se llevó el título sin que haya nada que reprocharle. Ahora, de ahí a pensar que se está en presencia de un campeón que puede dejar una huella en la historia, hay un trecho demasiado grande.

Habrá que llevarlo sin apuros a Garay, eligiéndole los rivales con cuidado, para que su reinado se fortalezca en el tiempo y se haga confiable. Seguramente su campaña hará base en Europa, donde el nivel de oposición no es tan exigente como en los Estados Unidos. En el ranking de los mediopesados de la AMB se amontonan boxeadores alemanes, polacos, croatas, italianos y hasta un albanés. Seguramente, de esa procedencia serán sus próximos rivales.

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Imagen: DyN
 
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