EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Propósitos

 Por J. M. Pasquini Durán

La celebrada liberación de Ingrid Betancourt y otros catorce rehenes de la guerrilla colombiana, mediante un incruento operativo comando, es un incuestionable triunfo político-militar del conservador Alvaro Uribe, el único aliado incondicional de Bush en Sudamérica. Para medir la dimensión política del suceso, aparte de su valor humanitario, basta recordar la soledad argumental de Uribe en la última cumbre presidencial del Grupo de Río, cuando el mandatario de Colombia, electo dos veces por una sólida mayoría de votos, defendió su estrategia militar, y la de Estados Unidos, para acosar a las FARC y recuperar a los prisioneros. Los familiares de los retenidos en la selva, algunos por más de diez años, temían que esa confrontación pusiera en serio peligro la vida de los que quedarían a merced del fuego cruzado. Esos temores parecieron confirmarse cuando un ataque del ejército de Uribe arrasó el campamento de Raúl Reyes, instalado en la frontera del lado ecuatoriano, utilizando tecnología y armamento de última generación, disponibles en el Pentágono y, por extensión, en el ejército israelí. El llamado Plan Colombia para combatir el “narcoterrorismo”, en el que la Casa Blanca lleva invertidos 5400 millones de dólares, prevé asistencia financiera y militar, además de la provisión de equipos, armas y recursos humanos. El Operativo Jaque que recuperó a los quince rehenes, de impecable ejecución, fue realizado por una unidad de elite entrenada, según la inteligencia francesa, por expertos de la CIA y del Mossad. Si la infiltración era descubierta, informó el ministro de Defensa colombiano, el ejército nacional tenía listos treinta y ocho helicópteros artillados para rodear a los guerrilleros que, en ese frente, obedecen al Mono Jojoy, veterano miembro del secretariado de las FARC.

Betancourt confirmó ayer, en Francia, que los cautivos compartían los mismos recelos que sus familiares sobre los posibles resultados letales si Uribe intentaba la liberación por la fuerza, como era su intención, y que aceptó modificarla debido a la presión internacional, en primer lugar del presidente Sarkozy, otro conservador, en favor de opciones humanitarias. O sea, que no fue en vano el áspero debate en el Grupo de Río ni las gestiones negociadoras de varios presidentes, incluido el matrimonio Kirchner, pese a las diferencias políticas entre ellos y las de casi todos los sudamericanos con Uribe. Sin ánimo de relativizar la victoria del Operativo Jaque, más bien para exaltarla, el dato importa porque sucesos tan excepcionales dejan enseñanzas universales y una de ellas es que se puede vencer poniendo la condición humana por encima de la fuerza bruta. Prueba, al mismo tiempo, que las derechas civilizadas no necesitan del terrorismo de Estado para imponer sus ideas en la sociedad. Para eso, claro está, lo primero es tener ideas para ofrecer, tal es el caso de Uribe que busca su tercer mandato presidencial y lo quiere conseguir pasando a la historia como el vencedor de la guerrilla activa más antigua de América latina. Hay que decir, también, que el gobierno conservador y su mentor norteamericano han fracasado hasta el momento en apagar una de las principales fuentes de violencia, no sólo colombiana, como es el narcotráfico. Ultimas estadísticas de origen estadounidense indican que el área de cultivo y la producción de cocaína en Colombia aumentaron en casi el treinta por ciento durante el último año.

Fue el narcotráfico el que impuso el secuestro y el atentado terrorista en ese país y, para su desgracia, la guerrilla adoptó el método criminal sin advertir la diferencia de principios que debía separarla de las bandas ilegales. Hasta Fidel Castro acaba de reconocer que imponer el cautiverio a personas como Betancourt fue un error que sólo podía explicarse como excepción en situaciones extraordinarias, pero nunca como instrumento político, cuando además las condiciones del cautiverio violaban los elementales derechos humanos. No se puede reclamar contra la prisión norteamericana en Guantánamo, si uno mantiene prisioneros encadenados y oprimidos, aunque invoque causas diferentes. Los amigos y aliados de los guerrilleros, quizá, deberían reflexionar en tono autocrítico porque no hicieron lo suficiente para lograr la liberación de los rehenes por la propia decisión de sus carceleros. En lugar de buscar caminos intermedios o “soluciones” imposibles, a veces el coraje y la inteligencia tienen que aplicarse a reconocer la inviabilidad del proyecto. Los que siguen de cerca el caso colombiano hace tiempo que alertaban que la toma del poder por la vía armada era más que improbable, no por la potencia del enemigo sino por el rechazo mayoritario de la sociedad, hastiada de todas las violencias que viene soportando sin interrupción desde hace más de medio siglo.

Los que desde la izquierda se preguntan sobre el futuro de las FARC, en vez de interrogarse, lo mejor sería proponer que depongan las armas y formen partido político para competir en el sistema democrático, como ya pasó en El Salvador, Guatemala, Nicaragua y otros países de la región. Tras la caída del Muro de Berlín, el capitalismo no sólo impuso la “globalización” de la economía en términos de mercado, sino también empapó a la sociedad mundial con chubascos culturales que han trastrocado pensamientos y, en algunos casos, provocaron involuciones casi increíbles. Después del Concilio Vaticano II, con Juan XXIII, ¿quién podía imaginarse un papado como el de Benedicto XVI que retrotrae la liturgia de la misa a dos siglos atrás? Después de contar con el Partido Comunista más grande de Occidente, ¿cómo pensar a esta Italia que vota por tercera vez a Silvio Berlusconi, una especie de Mussolini en farsa? Lo único que parece cierto es que el pensamiento revolucionario está en receso, reelaborándose dicen los más optimistas, y han reflorecido ideas del liberalismo político, el más importante es el de la democracia capitalista, con una variedad increíble de concepciones, cuya evidencia está a simple vista en esta Sudamérica que hoy celebra la libertad de Ingrid Betancourt, una católica fervorosa, ex candidata presidencial, que hoy quiere cambiar el mundo porque cree que así como va no es bueno.

En ese contexto complejo, controvertido, volátil, multivariado, sin recetas ni fórmulas probadas, transcurre también el capítulo conflictivo de la actualidad argentina. Igual que en otros países, hay una fuerte tendencia hacia polarizaciones que demonizan al adversario y tornan casi imposible negociar los intereses encontrados. En el siglo pasado, cuando la democracia no era creíble ni para derechas ni para izquierdas, las situaciones de polarizaciones crispadas solían desembocar en un golpe de Estado a favor de alguna minoría privilegiada, nunca de las mayorías. Hay sectores, como algunos grupos de intereses agropecuarios, que no quieren aceptar que esas salidas hoy no son factibles, más que por la fortaleza misma de la democracia porque la época no lo tolera. Sin el partido militar, la derecha no logra formar un partido que la represente y tenga alguna influencia en los asuntos públicos. No tienen un Alvaro Uribe o un Silvio Berlusconi, sino mezquinas apariencias de lo mismo que hasta se avergüenzan de reconocerse como derecha en el arco político: todos se declaran de centro, en un diseño metafísico del abanico ideológico. Por lo tanto, pretenden que la contestación social fogoneada por corporaciones, añejos “factores de poder”, disputen la hegemonía política con las autoridades institucionales elegidas por el voto popular mayoritario. Más aún, la disputa de fondo, cuando se traspasa la epidermis de los discursos, vuelve a una cuestión nunca resuelta desde mediados del siglo pasado, la incompetencia del antiperonismo para ganarse el sostenido fervor popular que le ha permitido al peronismo sobrevivir a sus enemigos y a sus propias contradicciones internas.

La impotencia propositiva del antiperonismo, en sus diversas expresiones de “oposición”, quedó al desnudo con el largo y áspero pleito de la Sociedad Rural y sus tres aliadas con el gobierno nacional por las retenciones a las exportaciones de soja y girasol. Primero cuestionaron la facultad del Poder Ejecutivo, su absolutismo, y reclamaron que el tema fuera materia de debate legislativo. Cuando el tema llegó al Congreso, todo lo que pudieron articular en común fue una propuesta para suspender la aplicación de la famosa “resolución 125” sin que pudieran explicar para qué serviría el tiempo en suspenso, excepto para que los grandes exportadores pudieran despachar la cosecha de soja que tienen retenida sin pagarle nada al fisco. Es una propuesta golpista, no porque tenga condiciones para tumbar al Gobierno sino porque repite el esquema del golpismo siglo XX: pasar por encima de las instituciones por la fuerza para favorecer los privilegios de una minoría. El PRO, que ganó la Capital con el sesenta por ciento de los votos, puso en evidencia su incapacidad para liderar una proposición de alternativa al oficialismo peronista. Lo mismo se puede decir de la Coalición de Elisa Carrió.

Con ese vacío de oposición institucional, el gobierno nacional no quiso, no supo o no pudo sortear el desafío corporativo de las entidades agropecuarias y tardó más de lo que debía para desembocar en el Congreso. Ese reflejo tardío permitió que la derecha política y económica, sin partido militar, intentara disputar la hegemonía política reivindicando un “campo” que sólo existe en las leyendas históricas, pero con la suficiente virulencia como para coagular insatisfacciones de muy distinto pelaje, en especial en las clases medias urbanas y rurales, para restablecer en el país antinomias polarizadas. Facilitó la tarea también que al aceptar la polarización, el Gobierno quedara abroquelado detrás de la vieja sigla del PJ, dejando de lado la idea nueva de la concertación plural hasta el punto de llegar al recinto de diputados con sus aliados reales y potenciales dispersos y divididos. A pesar de que hizo correcciones a la resolución original, ofreció y aprobó concesiones a las demandas, sobre todo de pequeños productores, y negoció hasta último momento alguna fórmula de acuerdo que no lastimara la autoridad institucional ni consagrara nuevos privilegios, porque la oferta no llegó en el momento oportuno o porque los interlocutores lo que querían era una derrota política en lugar de demandas económicas, al final el oficialismo no consiguió ampliar la base de sustentación del proyecto y se redujo al aparato partidario del peronismo, dando lugar a una caída absurda de los índices de popularidad de un gobierno que debía capitalizar todos los elementos satisfactorios que había acumulado en los últimos cuatro años. Aún no pasó el tsunami político-social, pero todavía tiene tiempo y condiciones para realizar una reconstrucción exitosa. El debate en el Congreso que comenzó anoche puede ser el final de más de cien días de inquietud y, a lo mejor, el principio del nuevo gobierno, el de la presidenta Cristina, el que prometió la transformación desde la opción por los pobres. ¿Será así?

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