DEPORTES › EL PARTIDO CON LOS PIQUETEROS (Y LAS PIQUETERAS)

¡Sos igual a mi marido!

 Por Laura Vales

–¡Potro!
–¡Churro!
–¡Bombonazo! ¡Sos igual a mi marido!
Los piqueteros de La Matanza siguieron el partido desde la escuela amarilla, el búnker donde la Corriente Clasista y Combativa hace sus multitudinarias asambleas de desocupados todos los sábados. ¿O hay que centrar el relato en las piqueteras? Porque ayer, cuando empezó el partido, igual que en los cortes de ruta, había mayoría de mujeres. Guerreras, entusiastas, dispuestas a tirar la bombacha por la ventana para alentar al equipo argentino y hacer conocer al mundo su incondicional amor por Batistuta.
Los desocupados se reunieron temprano porque hubo que conseguir un televisor e instalarlo para compartir el partido. A las 7, Juan Carlos Alderete desenchufó el de la cocina de su casa y lo cargó en el asiento trasero del Ford Falcon azul para trasladarlo en un corto viaje por calles de tierra hasta la escuela. Adentro esperaban unas 200 personas. Lagañosas, pura ojera, envueltas en camperas para tapar el frío, armadas con tal profusión de mates y termos que parecían uruguayos.
(Corresponde decir que quien escribe esta nota no siente el más mínimo interés por el fútbol. Es más: el interés por el fútbol le resulta incomprensible. El Mundial es un hecho de la vida que transcurre por las pantallas de televisión como una sucesión de imágenes sin sentido, pero es difícil que no interfiera con la vida propia: el mundo entero entra en otra sintonía, ajena, hasta los más cercanos tienen temas de conversación excluyentes y la gente exhibe conductas incomprensibles.)
Primera sorpresa en La Matanza, entonces, las mujeres. Un inglés se tira al piso:
–Maricón.
–Mantequita.
–¡Andá a jugar a la bolita!
Ellos, hipnotizados: el cuello estirado hacia el televisor, los cuerpos volcados hacia adelante.
Lugar donde estamos viendo el partido: un aula amplia, alargada, de paredes amarillas. Las sillas son escolares, de fórmica gris. A la derecha hay una fila de ventanas con los vidrios rotos. Algunos paneles de telgopor tapan la entrada del frío. A la izquierda, dos puertas y otra serie de ventanas dan al patio central de la escuela. Ocho banderitas argentinas enganchadas en los telgopores repartidos por las ventanas de la habitación decoran el lugar. En la pared frontal, alguien pegó con pedazos de cinta adhesiva roja una foto de Diego Maradona haciéndole el segundo gol de México ‘86 a los ingleses. El televisor fue ubicado en la esquina, bien alto, sobre dos pupitres que hacen equilibrio uno arriba de otro. Se ve lluvioso.
–¿Quién trajo el televisor, Patricia Bullrich? –se quejan en el fondo.
Nadie quiere salir a arreglar la antena.
A las nueve menos diez entra Miguelina Gómez, piquetera. Se detiene un momento en la puerta, saluda, muestra una remera de la selección nacional. Hay gritos y aplausos. Luis D’Elía y Alderete le hacen un lugar sobre el costado izquierdo de la platea.
Penal y gol de Inglaterra. La platea sufre en silencio. A pocos metros del televisor María se larga a llorar. Katy, pelo entrecano, pantalón de gimnasia azul y saquito de lana, se hace cargo de levantar el ánimo:
–¡No se desmoralicen! –grita a la pantalla. Y a los presentes–: Estos ingleses no ganan por derecha, todo lo hacen robando.
Prende un cigarrillo, cruza los dedos, se remueve en el asiento. Cuando llega el entretiempo, la hinchada decide que hay que hacer rápidamente una cábala piquetera. Mientras algunos van a buscar una cubierta, de las que alimentan el fuego en los cortes de ruta, dos delegados parten rumbo al techo del edificio para tratar de mejorar la imagen. La antena es, enrigor, un octavo de antena: un mástil de metal con una cruz destartalada en la punta que Jorge y Angel orientan con concentración hasta lograr que la imagen cobre nitidez. Ahora sí se ve.
Un segundo grupo trae el neumático y se genera una tórrida discusión. La idea es colgarlo del techo, pero, ¿hay que atarlo a la viga directamente con una bandera? Usar la bandera como si fuera un alambre no está bien, advierten algunos. Alguien consigue una soga roja para atar la cubierta, que entonces queda colgando del techo, sosteniendo a su vez a la bandera como si fuera la baranda de un balcón.
Hay que armar un cantito: “Vamos vamos, Argentina, vamos vamos a ganar, que esta barra piquetera no te deja no te deja de alentar”.
Pelusa, de pelo largo y rubio, deja los pulmones alentando a Argentina.
–Lo odio –dice mientras señala a un jugador inglés–. Ese fue el que habló mal de los chicos, el que dijo que la Argentina era tramposa.
Pero empieza el segundo tiempo y el sector masculino pide silencio a los presentes.
Afuera, en el patio de cemento, una nena juega con tres perros recién nacidos. En la escuela amarilla funciona un jardín de infantes para 120 chicos donde las Amas de Casa del país garantizan todos los días almuerzo y merienda. La escuela fue tomada por ellas, hace siete años, y desde entonces se convirtió en lugar de encuentro y organización de varios barrios.
Diez y diez de la mañana. El casi gol de la Argentina se festeja con gritos, aplausos y petardos. Después, hasta el final, pura desolación. Cuando el partido termina nadie quiere hablar. Una de las chicas despega el poster de la pared y lo dobla con delicadeza. “Menos mal que hoy no vinieron los ex combatientes”, se alivia. “Yo no hubiera sabido qué decirles.”

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