DEPORTES › OPINION

El placer de jugar mejor

Por Pablo Vignone

La Argentina deportiva recuperó el oro irredento desde hacía más de medio siglo cuando, de madrugada, la Selección olímpica de fútbol venció, por la mínima diferencia, una final que mereció haber ganado por tres o cuatro goles de ventaja. Con un elogiable espíritu olímpico, sin entrar en la provocación de las patadas paraguayas, esta Selección obtuvo una conquista extremadamente valiosa en sí misma que, además, en el marco de la jornada más trascendental para el deporte argentino de los últimos tiempos, casi alcanza la altura de las consagraciones de 1978 y 1986. Y, claro está, no sólo a causa del resultado final, sino por la certificación de que, en la cancha, la Argentina siempre fue superior.
Ante la conquista, el pueblo amante del fútbol sintió un delicioso placer, acentuado por el estilo protagónico con el que el equipo se adueñó de la medalla; pero ello no evitó que, horas después del podio, se escuchara alguno que otro reclamo del tenor de “Bielsa encontró los jugadores pero no supo ubicarlos bien en la cancha y por eso apenas el 1-0” o “la Argentina tenía que ganar el oro porque era claramente el favorito”, formulados en una zona en la que el inconformismo va de suyo con la mezquindad.
Nada sería más desaconsejable que incluir este título en la hoja de balance del fútbol argentino para que, presuntamente, sirva para lavar la afrenta que significó la eliminación en primera ronda del Mundial 2002. Como si cada competencia en la que interviene el equipo nacional, el que todos quieren que gane jugando mejor que el rival, sólo sirviera para decidir la futura suerte de su entrenador, cualquiera fuera su nombre.
Ya se sabe: no hay que repetir que la Selección se llevó en el torneo el oro ganando todos los partidos que jugó, marcando una media de casi 3 goles por partido y sin que le convirtieran uno solo. Lo que sí hay que subrayar es que la mayoría de estos jugadores de oro no tenían una cuenta pendiente: ni la del Mundial (que los Tevez, D’Alessandro, Mascherano o Heinze ni siquiera jugaron) ni la de la reciente Copa América, una de esas injusticias que, si no nos hubiera tocado a nosotros, habría servido para remarcar la belleza que lo inesperado reserva para este juego. Los que juegan, los que reciben la medalla, son solamente ellos. Los que no tenían ninguna deuda que saldar.

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