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La insistente recurrencia de quien esto escribe por minimizar el protagonismo de los que no juegan –directores técnicos, preparadores físicos, médicos, periodistas, hinchas y merodeadores varios de diferentes pelajes– puede llevar al hartazgo hasta al propio escribidor de estas líneas. Pero pareciera que se ha naturalizado absurdamente, que casi siempre cuando se habla de fútbol el juego pasa a segundo plano. A ser algo casi inadvertido.
Ayer por la mañana, el plantel de Independiente –que el próximo fin de semana jugará contra Newell’s por la última fecha del torneo Apertura– se entrenó “a puertas cerradas”. Como si hubiera algo misterioso que esconder. O como, si de haber sido el entrenamiento “a puertas abiertas”, algún alquimista de las jugadas con pelota detenida puesto a espía –vaya a saberse de quién– hubiera podido desentrañar los misterios en el recorrido de la zurda del Pocho Insúa para un sombrero o de la diestra del Mono Navarro Montoya para una habilitación con el empeine a treinta o cuarenta metros. Pero no. Las puertas a medio cerrar y a medio abrir del acceso al entrenamiento contaron sin que se les preguntara –al revés de las mesas “que nunca preguntan” del Cafetín de Buenos Aires de Discepolín– lo que es público a estas horas: que algunos personajes, asociados ilícitamente con la barra brava, le habían “planteado” al plantel de Independiente la “inconveniencia” de ganarle a Newell’s. Lo que fue negado enfática y corporativamente por los jugadores, como tantos otros ciudadanos argentinos rehenes de eventuales represalias de quienes, con anuencia, distracción o complicidad de dirigentes, futbolistas, directores técnicos, “allegados”, periodistas y demás, hacen lo que se les antoja, con quien se les antoja y con lo que se les antoja.
La descomposición estructural del fútbol ha llegado al punto de desautorizar, inclusive, a quienes pregonaron desde siempre en sus púlpitos audiovisuales que “lo único que importa es ganar”.