ECONOMíA › LA AFIP SE LANZA SIN PARACAIDAS SOBRE LA ECONOMIA SUMERGIDA

El trabajo más negro de Impositiva

Yendo al rescate de los trabajadores no declarados, el fisco puede convertirlos en desocupados. Sin evasión tributaria y laboral, miles de microempresas se verían condenadas a cerrar.

 Por Julio Nudler

“Antes tenía un trabajo en negro. Entonces llegó la AFIP al taller donde trabajaba. El patrón decidió que mejor lo cerraba. Ahora estoy desocupado.” ¿Se contarán muchas historias como ésta gracias al Programa Antievasión que acaba de lanzar el Gobierno? El plan anuncia operativos masivos de control, con más de mil inspectores, para perseguir el empleo no registrado y otras maniobras. (Es mucho: el Ministerio de Trabajo sólo tiene nueve para vigilar el respeto de las normas laborales.) El Programa dice textualmente: “La detección de personal no declarado implicará la existencia de ventas omitidas y ganancias no declaradas”. Es lógico, porque para pagar en negro hay que generar dinero de la misma estirpe. En consecuencia, el empresario evasor se hallará con una deuda fiscal y previsional probablemente enorme, que también probablemente lo expulse de la actividad. Los obreros a los que explotaba sin miramientos acabarán en la calle. ¿Se sentirán agradecidos hacia Impositiva, o ésta atraerá sobre sí, como Don Quijote, la ira de sus defendidos? La erradicación del trabajo en negro, improbable en términos prácticos (caso de los talleres instalados en barriadas inaccesibles para los sabuesos tributarios), ¿será soportable políticamente para Néstor Kirchner? Pero hay también otras preguntas de fondo sobre la cuestión, acerca de las cuales puede ir anticipándose que deparan respuestas desalentadoras.
“Buena parte del trabajo en negro corresponde a una estrategia de supervivencia de las microempresas”, apunta Ernesto Kritz, especialista en economía laboral. Esas pequeñas unidades productivas pagan los salarios, en gran medida, con el IVA que cobran al vender pero no declaran. “La evasión impositiva –añade Kritz– remplaza las utilidades que no obtienen, y que no pueden obtener por su muy baja productividad, en relación a las grandes empresas.” El problema es que casi el 70 por ciento de los ocupados informales (excluyendo el servicio doméstico) trabajan para microempresas que emplean hasta cinco personas. Sólo un 6,5 por ciento de los trabajadores informales del sector privado (porque en el público también los hay) laboran en empresas de más de 40 personas (tope para la definición de pequeña empresa).
Aunque muchas firmas rentables aprovechan la falta de fiscalización tributaria y laboral para ignorar los derechos de sus asalariados, como hacen grandes compañías locales o transnacionales mediante la real o ficticia tercerización de servicios, muchísimas no subsistirían si el Estado le declara la guerra a la economía sumergida. En este sentido, el propósito anunciado de demoler la evasión podría diezmar esa inmensa red de emprendimientos precarios, galpones o zaguanes donde encuentran algún cobijo el grueso de los trabajadores no anotados y carentes de cobertura de salud y jubilatoria.
“Hay sindicatos, sobre todo en sectores de servicios, como gastronomía o comercio, que a cambio de pagos clandestinos de los empleadores amparan el negreo salarial”, señala Horacio Meguira, director del departamento jurídico de la CTA. Sostiene que existe un gran problema de representación sindical, porque por debajo de una dotación de diez trabajadores no se admite la representación directa. El sistema legal conspira contra la autoorganización de los asalariados y afianza el papel de los sindicatos con personería gremial.
Aunque suele asociarse la precarización laboral con el apogeo del dogma neoliberal en los ‘90, el trabajo en negro ha venido aumentando sistemática y parejamente en el último cuarto de siglo. En 1980, los trabajadores no declarados eran el 18 por ciento de todos los ocupados. Diez años más tarde, la proporción había escalado al 28 por ciento, y en el 2000 ya rondaba el 38 por ciento, calculándose actualmente en cinco puntos más. Mal que les pese a los detractores de los llamados “impuestos al trabajo”, cuando en los ‘90 fueron podadas las contribuciones patronales el empleo no registrado prosiguió su ascenso. Quizá pesara más la elevación de la alícuota del IVA, que fue saltando del 13 al 21 por ciento, lo que incentivó los ingresos en negro y, por tanto, también los pagos.
Sólo en el conjunto del Gran Buenos Aires hay más de 300 mil establecimientos que emplean gente sin inscribirla. Suponiendo que una gigantesca campaña de fiscalización lograse blanquear el status de todos esos trabajadores, el fisco se echaría encima un serio problema porque le aumentaría menos la recaudación que el gasto. Como se trata en general de sectores con salarios muy bajos, los aportes y las contribuciones sobre ellos no alcanzan para financiar los beneficios: asignaciones familiares, seguro de desempleo, cobertura de salud. En algún punto, la exclusión y el equilibrio (o superávit primario) fiscal se tocan. Desentenderse de la suerte de los desamparados es una condición para ordenar las cuentas fiscales y satisfacer las exigencias del Fondo Monetario, más allá de paliativos muy acotados a través del llamado gasto social.
El sistema solo “incluye” a los trabajadores que ostentan empleos formales, contraseña obligatoria para acceder a las prestaciones de la seguridad social. Esta se solventa hoy en un 70 por ciento con transferencias que le realiza el Tesoro Nacional, en base a recursos provenientes de impuestos no específicos. De esta manera, como puntualiza Kritz, “cuando un trabajador informal compra un producto y paga el IVA, está financiando a un sistema de seguridad social al que no puede acceder”. Es así como los asalariados (o aun desocupados) más pobres transfieren ingresos hacia los menos pobres. Esta anomalía fue consolidándose a medida que el salario era desgravado para reducir los costos empresarios, y la concentración económica generaba desempleo y una brecha de productividad cada vez más insalvable entre las empresas según su dotación de capital y su acceso al crédito.
Por todo esto es una osadía arrojarse sobre el trabajo no declarado desde la DGI, como si se tratase solamente de un problema de evasión. El flagelo atañe al conjunto de la política económica, construida sobre fundamentos que implican la generación de una vasta economía sommersa. Los expertos aseguran que, salvo alguna exótica excepción como la chipriota, no hay en el mundo experiencias exitosas de erradicación o reducción significativa de la informalidad. En la Argentina actual, donde el crédito no existe para la mayoría o es muy caro, y donde los bienes de capital se encarecieron bruscamente, el retraso de productividad que sufren las empresas más chicas sólo puede ser salvado por ellas, en la generalidad de los casos, mediante la evasión tributaria y el negreo salarial. En todo caso, no es un problema concerniente en exclusiva al Administrador Federal de Ingresos Públicos.
Meguira recuerda que la clandestinidad laboral se extiende también a los grandes grupos empresarios, que pagan parte del salario en negro, disfrazándolo de diversos “beneficios” o “suplementos” (presentismo, viáticos, buen comportamiento, etc.), convirtiendo en variable una retribución que debería ser fija. Esos conceptos “no remunerativos” quedaron incorporados con ese carácter a muchos convenios, y el propio Gobierno otorgó aumentos para el sector privado durante el último año con tan extraño rasgo. Esta alta porción no salarial de la remuneración cohonestó desde el Poder Ejecutivo una forma de marginalidad, como partiendo al trabajador en dos y admitiendo que sólo en ese carácter demediado puede seguir participando del mercado.

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Dos de cada tres empleados no anotados trabajan en empresitas que emplean hasta cinco personas.
 
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