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La guerra del fin del peso

 Por Julio Nudler

Calvo no, Lavagna sí. Ganó la (prudente) heterodoxia. Algo así como en marzo de 2001, cuando Cavallo sucedió a López Murphy. Pero, en la Argentina actual, todo heterodoxo que debuta pronunciándose contra el ajuste en depresión y por la prioridad de la reactivación, termina corto tiempo después rindiéndose a la ortodoxia con la esperanza de recuperar el equilibrio. Pero tampoco así lo alcanza porque la fuga de capitales, que se inició en 1998, sigue volteando todos los diques. Comenzó en su momento como un cese en el ingreso de capitales cuando los “mercados emergentes” perdieron sex appeal; siguió por un retiro selectivo de fondos protagonizado por los capitales más gordos, hasta que se derramó hacia los inversores medios. El corralito, en diciembre, atrapó finalmente a las franjas de ahorristas que aún no se habían sumado a la fuga total, creyendo que bastaba con mudarse de pesos a dólares la moneda de sus depósitos para resguardarse de lo por venir. Pero el seco golpe del corralito al cerrarse en torno de su dinero generalizó el ánimo de repudio al peso y al sistema bancario. El Estado, mientras tanto, había contrabalanceado la huida de fondos mediante la colocación de nueva deuda, hasta que se le cerraron los mercados de crédito. No obstante, por un tiempo siguió consiguiendo financiación en el Fondo Monetario y otras fuentes multilaterales, pero estos surtidores también se secaron. En ese momento se derrumbó la convertibilidad, sobreviniendo el default y la devaluación descontrolada. Ese proceso se cargó a cinco ministros. Hoy jura el sexto. Bienvenido a casa.
Lavagna, partidario del camino del medio, habrá advertido desde sus asientos en Bruselas y Ginebra que, en la incomprensible Argentina, la aversión a los bancos y al peso condena de antemano a cualquier plan que no empiece por descubrir la manera de revertir el generalizado deseo de ponerse a salvo de esta moneda y de este sistema financiero, que es otra forma de rechazar la ley argentina y el modo como los poderes del Estado la aplican, retuercen y subvierten. Una gigantesca nube de inopia y corrupción pública y privada ahuyenta a los tenedores de saldos líquidos, y ni siquiera rostros serenos y casi monacales como los de Jorge Remes y Jorge Todesca pudieron insuflar la menor dosis de confianza. En este contexto de guerra entre el dinero que se quiere ir y los gobernantes que lo quieren retener, la devaluación no arregló nada, a pesar de eliminar el retraso cambiario, convirtiendo a la república en una ganga.
El mayor efecto de la devaluación ha consistido en acelerar la dilución de los ingresos reales, sumándole a la profundizada depresión una inflación incontrolable. De esta manera se pulverizan las importaciones, dando paso a un engañoso superávit comercial y generando la posibilidad de gravar las exportaciones con retenciones. Como por milagro se consiguen así el equilibrio fiscal y el externo, cuya contrapartida es un descenso vertical del gasto público (con la licuación de sueldos y jubilaciones, y la miseria de los servicios que debe prestar el Estado) y una drástica contracción en el nivel de vida de la población, que cae en el desamparo y hasta el hambre.
De este modo, los grandes equilibrios se restablecen haciendo pie en el sector externo de la economía, en virtud del derrumbe de las importaciones, la cesación en el pago de los servicios de la deuda (alguien llamó a esto “vivir con lo ajeno”) y las trabas cambiarias a remesas de diverso tipo. El fisco también medra con la devaluación, por la inflación que ésta provoca –y que en cierta medida indexa impuestos como el IVA o el que grava débitos y créditos bancarios–, compensando eventualmente la reducción en las transacciones físicas. El Estado se hace socio así del encogimiento de la economía y de la penuria general. Su contabilidad consiste en ganar con el tándem devaluación–inflación, sin permitir que su gasto registre esta realidad, con lo que paga cada vezpeor a sus servidores y abandona a quienes dependen de sus servicios. ¿Para qué sirve semejante equilibrio?
En medio de esta desarticulación general, se lanzan medidas con el propósito de imprimirle algún rumbo al caos y encauzar las fuerzas desatadas, favoreciendo a unos y arruinando a otros con vidriosos criterios. El corralito, la pesificación, la ley de quiebras son ejemplos de esos intentos inicuos y devastadores, que rompen contratos, acaban con toda seguridad jurídica y anulan por completo la chance de detener la corrida contra el peso y el sistema bancario. Ya nadie quiere firmar un contrato en pesos, pero ahora tampoco en dólares. Esto significa cero crédito, cero inversiones, cero futuro para la economía.
Surge aquí de nuevo la alternativa de anclar el dólar para hacer pie en algún lado, lo cual exige cerrar las espitas monetarias, equilibrar como sea las cuentas públicas e implorarle dólares al FMI para reforzar las agrietadas defensas. Porque, de nuevo, la economía es una plaza sitiada, ante cuyas murallas se libra una guerra disparatada entre la gente y los guardianes de las reservas del sistema financiero, en la que va escalándose de la cacerola al soplete, mientras los cuellos blancos se convierten en guerreros que luchan por la supervivencia de sus empleadores contra la clase media estafada que quiere arrasar las bóvedas. Cada tanto, el Estado impone un alto el fuego mediante la declaración de extensos feriados bancarios y cambiarios, devastadores para toda la economía.
Quizá fuese más fácil la tarea de Lavagna si su misión consistiese en reconciliar a Sharón con Arafat. Acá en cambio sus posibilidades de éxito son magras si no consigue montar su estrategia sobre una lógica diferente, que empiece por admitir la penosa realidad: la gente con alguna posibilidad de ahorro, pasada o presente, no quiere pesos. Y no hay forma de obligarla a que los quiera. Si entonces la solución consiste en no devolverles los pesos que figuran a su nombre en algún banco, y además en apretar los dientes para no emitir nuevos, lo que seguirá habiendo es una depresión fenomenal, matizada con la caída de numerosos bancos. La pregunta es si el Gobierno se atreverá a decirles a los depositantes de esas entidades que han perdido definitivamente su dinero. Dejar caer bancos puede ser una afirmación de dureza monetaria, pero también la antesala de una mucho mayor emisión posterior.
Varias condiciones que podrían ayudar a regenerar la confianza en la moneda nacional están ausentes en la Argentina actual, presidida por un político no creíble y desprovisto de convicciones y de poder. Aun en esta situación, no es descartable poder defender durante algún tiempo un tipo de cambio alto pero fijo, que evite la hiperinflación y el caos, si bien a costa de enormes penurias para la población, que el desmadre inflacionario tampoco evitaría. Para que la economía arranque y empiece a repararse el tremendo daño causado a los argentinos no basta con manipular cuidadosamente la bomba para que no estalle.

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