ECONOMíA › EN VEZ DE RESOLVER, REPARTE LOS COSTOS

El que rompe, no paga

 Por Raúl Dellatorre

Fanny and Freddy podría haber sido el título de una comedia protagonizada por una simpática parejita de niños traviesos o un thriller de dos jóvenes asaltantes de bancos. Pero no. Fannie Mae y Freddie Mac son los nombres con los que se conoce hoy a las dos entidades de crédito que están haciendo temblar el sistema financiero mundial. El salvavidas de rescate que les lanzó el Tesoro de los Estados Unidos es de 200 mil millones de dólares. El monto de las hipotecas comprometidas asciende a más de 5 billones de dólares, algo así como treinta veces la deuda pública argentina, y casi la mitad de los 12 billones de dólares de los préstamos inmobiliarios de todo el sistema financiero estadounidense. ¿Cómo hicieron para llegar a tanto dos entidades cuyos nombres son simples apodos diminutivos?

Para empezar, Fannie and Freddie no son los nombres de origen de estas entidades. Los actuales gigantes hipotecarios estadounidenses surgen de la política implementada en la década de 1930, justo después de la Gran Depresión, como un instrumento del New Deal de Franklin D. Roosevelt para volver a poner en marcha la economía estadounidense. Su objetivo era relanzar el sector inmobiliario, volver a hacer accesibles los créditos a las familias y salvar a las instituciones en riesgo de la incobrabilidad de los préstamos otorgados con anterioridad.

Surgieron como entidades de segundo piso (bancos de bancos) o prestamistas de segunda instancia, cuya función era “comprarles” a las entidades financieras las hipotecas que éstas tomaban del público al otorgar los préstamos. Es decir, les reponían a las entidades el dinero para volver a prestar, mientras ellas se quedaban con el riesgo de la cobranza. Pero el negocio de los dos gigantes hipotecarios se apalancaba en el generoso apoyo financiero del gobierno que, sin embargo, las creó como entidades privadas.

En 1938 surgió la Asociación Nacional Federal Hipotecaria, cuya sigla en inglés, FNMA, pasó con el tiempo a popularizarse como “fannie mae”. En 1970, a propósito de otra crisis, nació su hermana menor, la Corporación Federal de Préstamos Residenciales Hipotecarios, FRMC, que se transformó en “freddie mac”. La palabra “federal” enmascaraba su carácter privado, pero no engañaba respecto del respaldo que tendría de los fondos públicos, aun en las circunstancias más peligrosas. Como las actuales.

Fannie Mae y Freddie Mac cumplieron eficazmente su papel de alentadores del negocio inmobiliario durante décadas, hasta que al “genial” Alan Greenspan (presidente de la Reserva Federal durante 18 años) se le fue la mano: convirtió en un boom inmobiliario especulativo lo que, históricamente, había sido un instrumento keynesiano de incentivo a la demanda.

En los inicios de los ’90, Greenspan aceleró las concesiones de crédito a tal punto que los bancos colocadores se olvidaron de los más mínimos requisitos de otorgamiento, como podría ser la capacidad de pago del deudor. Para ampliar el mercado, se creó la categoría de hipotecas “subprime”, algo así como una subcategoría de deudor, de alto riesgo. A su vez, los deudores se atrevían a tomar créditos y comprar viviendas totalmente financiadas más allá de sus posibilidades de pago, porque en medio del boom el valor de las viviendas subía sin techo y prometían un excelente negocio, contra tasas de interés bajísimas. Hasta que la burbuja explotó: subieron las tasas, aparecieron los primeros incobrables y todo el sistema pareció desmoronarse.

Entre otras medidas, el Tesoro capitalizó a Fannie Mae y Freddie Mac para que salieran al rescate, comprando las hipotecas “basura” en manos de los bancos condenados a desaparecer. En pocos meses, FM y FM absorbieron el 40 por ciento de las hipotecas en el mercado: 5,3 billones de dólares. La ola destructora también los alcanzó a ellos.

Cuando Henry Paulson, secretario del Tesoro, va al Congreso a explicar el audaz paquete de rescate que pondrá en el bolsillo de dos desquiciados doscientos mil millones de dólares, para ir en rescate de un no menos desquiciado sistema financiero, pocos o ninguno le discuten lo irracional de la jugada. No es que Paulson sea convincente hasta la hipnosis de su auditorio. Sucede, simplemente, que Estados Unidos está a dos meses de las elecciones, en las que los dos partidos con representación parlamentaria tienen aspiraciones de triunfar. Cualquier cosa es mejor que evitar que la crisis estalle ahora, y mejor aún que eso es evitar quedar como el responsable de hacerla estallar. Sin convicción, Obama y McCain respaldaron la salida propuesta por Paulson. En verdad, no tienen nada mejor que ofrecer. O, al menos, sin costos inmediatos enormes.

Estados Unidos sigue sin asumir la profundidad de su crisis. Sigue apostando a un cambio de humor en los mercados, sin aceptar que lo que está cuestionada es la estructura del sistema financiero global, surgido de un neoliberalismo que alimentó la hegemonía financiera por sobre la actividad productiva y terminó desvinculando la ganancia de aquélla de la suerte de la última. La hegemonía del dólar, como moneda mundial, también está jaqueada. Y si no se acelera su derrumbe es, fundamentalmente, porque toda la economía mundial, o por lo menos las de las otras potencias, está atada a su suerte. La Unión Europea depende de las compras estadounidenses. China sustenta su crecimiento en sus exportaciones a Estados Unidos. El resto de Asia padecería una súbita crisis de sobreproducción si, de repente, la principal economía occidental redujera sus compras.

El gran mérito de la administración económica y política estadounidense no es la inteligencia con la que ha manejado el control de un mundo unipolar, sino el de haber convertido a los potenciales adversarios en involuntarios “socios”. En este sentido, su capacidad de daño es ilimitada. Su economía podrá derrumbarse, pero los primeros lastimados serán los que reciban los cascotazos afuera. Como bien dijo en una oportunidad Ben Bernanke, titular de la Reserva Federal de Estados Unidos, cuando aún no ocupaba ese cargo, “nuestro país tiene una capacidad tecnológica que lo coloca por encima de cualquier otro país del mundo, que es la maquinita de hacer dólares”. El resto los siguen aceptando, y con ellos compran parte de los costos de su economía en crisis.

Como con Fannie Mae y Freddie Mac, los negocios son privados, pero cuando llega el momento de bancar las pérdidas, éstas se socializan. A la hora de pagar los costos de su crisis económica, Estados Unidos aplica la misma “generosidad” con el resto del planeta.

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