EL MUNDO › ENCUENTRO EN LA CASA BLANCA

Mano a mano con Barack

 Por Leonard Doyle *

En su primer día en su nuevo hogar, Barack y Michelle Obama tenían muchas promesas que cumplir, entre las cuales figuraba la de abrir las puertas de la Casa Blanca a los ciudadanos comunes. Justo después del almuerzo, Michelle miró por la ventana y vio a una larguísima fila de gente, tiritando de frío, que esperaba su oportunidad de poder entrar. Entonces fue cuando la Primera Dama dio la orden a los agentes del Servicio Secreto de que abrieran las puertas de par en par e hicieran pasar a todo el mundo, tanto a aquellos que se habían anotado como a aquellos otros que, como yo, simplemente estaban probando suerte. En cuestión de minutos, allí estábamos, atravesando solemnes pasillos vedados al público durante los últimos ocho años.

Hubo mucha confusión en este Día 1, tanta que algunos de los principales asesores de Obama tuvieron dificultades para entrar, siendo demorados en las rejas de entrada para cumplir con las estrictas medidas de seguridad que imponen los agentes de negro. Hasta una de las principales espadas del presidente, el gurú político artífice de su victoria, David Axelrod, fue demorado, para luego subir las escaleras jadeando y, un tanto avergonzado, abrirse paso entre la gente.

Mientras esperábamos pacientemente, un agente de la custodia presidencial nos confió que mudar a los Bush y traer las cosas de los Obama tomó menos de cuatro horas. Con un staff de unas 100 personas, todo el mundo en la Casa Blanca se está esmerando por hacer sentir a la nueva familia presidencial en casa; tanto, que en los pasillos ya pueden verse colgadas de las paredes las fotos enmarcadas de la ceremonia de toma de mando.

Ya a resguardo del frío, atravesamos un largo corredor dominado por un busto de bronce de Abraham Lincoln. A la izquierda, pudimos ver un cuarto amarillo canario con un retrato de Jacqueline Kennedy, una Primera Dama cuyo carisma, estilo y pasión por los vestidos son ampliamente compartidos por la Sra. Obama.

Luego subimos por una estrecha escalera de mármol blanco hacia el Salón Este, donde otro hombre del Servicio Secreto nos contó cómo los seis hijos de Teddy Roosevelt solían subir sus ponies para jugar a las carreras en el elegante salón. Más recientemente, los Harlem Globertrotters jugaron aquí al básquet, logrando de alguna manera evitar los inmensos candelabros. “Me encanta trabajar acá, veo la Historia pasar a diario”, declara nuestro guía, al tiempo que agrega que la residencia oficial ya dispone de una cancha de básquet, donde posiblemente el nuevo mandatario estará probando dentro de poco sus lanzamientos.

Del otro lado de una puerta, pudimos oír niños jugando, presumiblemente Sasha y Malia Obama junto a sus pequeños amigos de Washington, invitados especialmente para ver una película.

Finalmente, la puerta del Salón Azul se abrió y allí estaban el presidente y su esposa, parados contra una ventana, atravesados por los tenues rayos de luz del atardecer.

Claudia y Manuela Calderón, dos jóvenes hispanoamericanas, estrecharon la mano de Barack. “¿De dónde son?”, preguntó el presidente. Por un momento se quedaron mudas. “De México D.F.”, contestaron, al tiempo que explicaron que se habían criado en Dallas. En menos de un minuto, ya se encontraban charlando de un montón de cosas con Michelle.

Luego fue mi turno y el presidente también estrechó mi mano. Parecía exhausto después de semejante ceremonia de inauguración, la noche de los bailes y todo eso. Pero su apretón de manos fue firme, sin exagerar en absoluto como lo hacen tantos políticos. Me miró fijo a los ojos y me preguntó de dónde era. “De Dublín”, respondí, y agregué que ya nos habíamos conocido antes, en Iowa, en un tiempo en que su candidatura ni siquiera empezaba a despuntar.

Ahora, 15 meses después, estábamos en el Salón Azul y Obama sonreía ampliamente. “Ya lo recuerdo. Usted me dio su tarjeta”, me dijo. Hablamos durante unos instantes de las expectativas generadas por su investidura alrededor del mundo y al fin me despedí. Sobre sus hombros y en la distancia pude ver el monumento a George Washington y el National Mall, donde sólo hace algunas horas dos millones de personas se reunieron para ver a este hombre tomar el mando de esta nación.

Justo detrás de mí, fue el turno de Michele Hardman, una entusiasta voluntaria de la campaña de Obama. “Le traje un collar de flores tipo hawaiano; en la isla, es el típico regalo cuando alguien estrena casa nueva. Apenas lo vio, se lo puso y me agradeció. Me dio un beso en una mejilla y Michelle, en la otra”, me dijo, con su cara ruborizada.

* De The Independent de Gran Bretañ. Especial para Página/12.

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