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El cinturón de Obama

 Por Vicente Romero *

La eficaz operación de imagen que envuelve la figura de Obama desde la campaña electoral ha hecho que, durante sus casi cuatro meses en la presidencia, hayan pasado inadvertidas muchas tensiones internas en torno de sus más importantes decisiones. Pero la realidad es que el llamado “belt way”, las instituciones y agencias gubernamentales cuyas sedes forman un cinturón de núcleos poder que rodea físicamente a la Casa Blanca, está ejerciendo una sorda y constante presión sobre el nuevo presidente.

Jean Ziegler explicó en su libro ¡Viva el poder! la impotencia de los partidos políticos y sus líderes más carismáticos que conquistan democráticamente el gobierno con un programa de cambios profundos en la sociedad, las estructuras económicas, los aparatos del Estado, las relaciones de poder... Y cómo la compleja maquinaria que articula todos ellos es la que acaba cambiando profundamente al partido gobernante y a sus líderes, al imponer las “razones de Estado” sobre su ilusoria voluntad política.

Cuando se realiza un relevo al frente de un Estado poderoso –sobre todo, cuando no es sólo de personas o grupos de un mismo partido, sino cuando los nuevos mandatarios llegan con voluntad transformadora– se produce un forcejeo político en las entrañas del poder. Es el primer asalto de un combate tan sordo como inevitable, que ha empezado a librarse en el seno de la nueva administración norteamericana. Y todo indica que será de enorme dureza, aunque todavía no se adviertan más que movimientos de tanteo, amagos y algunos golpes bajos.

No es una disputa entre opciones políticas ni estructuras o líderes partidarios. El enfrentamiento se libra entre núcleos de poder, cuyos gestores actúan como señores de la administración, llegando a crear resistencias y provocar conflictos para defender sus propios intereses y responsabilidades.

El primer terreno para las disputas debería de haber sido la economía. Pero Obama se ha esforzado en evitar un choque con los grandes poderes financieros. Más allá de sus iniciales regañinas a una insensata legión de ejecutivos con altos sueldos, escandalosos “incentivos” y regalías inmorales, el nuevo presidente tranquilizó a los señores del dinero con la entrega de un salvavidas multimillonario y, sobre todo, el nombramiento de dos “cerebros económicos” nada sospechosos para el gran capital: Tim Geithner, un secretario del Tesoro muy ligado a Wall Street, que propugna subvenciones para liberar a los grandes bancos de sus activos tóxicos, y Larry Summers, que, tras liberalizar las normas bancarias con Bill Clinton, se dedicó a especular con fondos de alto riesgo.

Después Obama supo tranquilizar a los señores de la guerra y a la industria militar, con un incremento en el presupuesto del Pentágono tras haber anunciado una retirada de Irak, a la que no existe alternativa, y un cambio de estrategia en Afganistán, igualmente imprescindible.

Pero era imposible evitar el choque en unas cloacas del poder atascadas por los excesos cometidos bajo la presidencia de Bush. Obama ha intentado amortiguar las tensiones con los señores de las tinieblas, desde una propagandística visita a la sede de la CIA hasta las promesas de que ningún torturador será perseguido “por haber actuando cumpliendo órdenes”. La vieja, vergonzante, inaceptable “obediencia debida” como garantía de impunidad. Sin embargo, los servicios de inteligencia han sido los primeros núcleos de poder que se han enfrentado a Obama. Y amenazan con paralizar sus decisiones, incluso con hacerlo retroceder, en materias tan sensibles como los derechos humanos.

Obama anunció el cierre de Guantánamo pero 241 prisioneros continúan en sus celdas, y sólo se ha liberado a uno en los cuatro últimos meses. Anunció el final de la tortura, pero los torturadores siguen paseando por las calles. Anunció el cierre de las cárceles secretas, pero se niega a dar información sobre ellas; y no se sabe qué ha sido de los prisioneros que han desaparecido. Y continúan existiendo cárceles militares, como la de Bagram en Afganistán, donde no se permite la entrada de abogados.

Y la Casa Blanca se muestra incapaz de ocultar que no sabe cómo salir del laberinto, mientras Obama aprende amargamente la primera lección que recibe un optimista cuando llega al poder. El refranero español la resume en ocho palabras: una cosa es predicar y otra dar trigo.

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