EL MUNDO › EL FúTBOL SE MUDó DE CAMPO PARA PROVOCAR UNA CRISIS SOCIAL

La ira colectiva se impone en toda Francia

La imagen de los jugadores que disputaron el partido contra Sudáfrica sin las marcas de los patrocinadores pegadas a las camisetas revela la amplitud de la humillación. Los hinchas cantaron goles sudafricanos con euforia irónica.

 Por Eduardo Febbro

Desde París

Había algo profundo e hiriente en la euforia irónica con que los hinchas de la selección francesa festejaban los goles de Sudáfrica en el último partido del grupo A perdido por Francia. Los bares que retransmitían el partido estaban animados por un encono virulento y un deseo furioso de que la selección terminara su excursión sudafricana con una derrota. Desde el partido perdido ante México y la serie de escándalos que estallaron en el seno de la selección nacional, el país de la racionalidad pareció perder la razón y el fútbol se mudó de campo para provocar una crisis que engloba no sólo al deporte sino también a la política y a la sociedad. En lugar de la razón y la distancia con el deporte, se instaló una ira colectiva que contó con la participación de todos: el seleccionador, los jugadores, la dirección del fútbol nacional, los medios, la clase política, el dinero. “Juntos para un nuevo sueño azul”, dice el slogan pintado en el bus que transporta a la selección nacional. Pero el “juntos” se volvió soledad, el “sueño” una pesadilla y el orgullo de la Francia multicultural y multirracial que ganó el Mundial de 1998 con jugadores cuyos padres habían nacido en otras tierras se rompió como un espejo.

La imagen de los jugadores que disputaron el partido contra Su-dáfrica sin las marcas de los patrocinadores pegadas a las camisetas revela la amplitud de la humillación. La mala imagen dada por los jugadores, su arrogancia colectiva, impensable en un deporte de origen popular como el fútbol, su abismal ausencia de combatividad no convenían a las empresas que habían firmado millonarios contratos con la Federación Francesa de Fútbol.

El Crédit Agricole suspendió su campaña con la imagen de los Bleus, la compañía de telefonía SFR, la cadena de supermercados Carrefour o el grupo energético GDF-Suez atenuaron su presencia. La sanción suprema vino de la cadena norteamericana de comida rápida Quick. Días antes del Mundial, sus afiches, donde aparecía el delantero Nicolas Anelka con una de sus hamburguesas en las manos, invadieron las paradas de colectivos.

Hoy ya casi desaparecieron todos. Los medios de prensa pusieron lo suyo en esta suerte de histeria colectiva que convirtió al deporte en una sala de tortura, de autoflagelación, de sufrimiento físico y metafísico como si, de pronto, un Mundial fuera el destino del mundo y once jugadores la nación entera. Insultos, vejámenes, dedos medios levantados ante las cámaras, chismes, denuncias, insinuaciones bajas, la verborrea mediática sobre esos muchachos millonarios y caprichosos creó una violencia catódica inaudita.

Desde luego, no faltaron los políticos. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, despachó a Sudá-frica a la ministra de Deportes, Roselyne Bachelot, para que mediara en el conflicto que estalló en el seno de la selección y que derivó en una –insólita– huelga de los jugadores, que se negaron a entrenar en pleno Mundial. Bachelot afirmó que los jugadores “han empañado la imagen de Francia”. Más tarde, algún socialista en busca de eco salió diciendo que esa selección era “a imagen y semejanza del modelo de país que encarnaba Nicolas Sarkozy”, “individualista”, “egoísta”. La extrema derecha del Frente Nacional completó la colección de despropósitos. Su líder, Jean-Marie Le Pen, declaró: “Que haya dos blancos en el equipo de Francia nos deja claro que hay una voluntad política de imponer una imagen de Francia que no es tal, al menos por ahora”.

Los analistas políticos y algunos filósofos se apoderaron del tema para sentenciar que el fracaso de la selección era, a su manera, el fracaso del modelo de integración francés. Para ellos, la Francia blanca, africana y árabe que ganó en el ‘98 murió en esta edición del Mundial sudafricano. Y sin embargo, sólo se trata de un juego cuyo resultado no modifica ni el desempleo, ni los efectos nefastos de la crisis, ni los problemas de la vivienda, ni el racismo, ni la corrupción, ni la realidad de una Francia multirracial tangible. Esto es un hecho, con o sin victoria, aunque Anelka haya jugado al fútbol como si la pelota fuera una manzana podrida que hubiese podido mancharle el zapato. Deportistas, políticos, medios y analistas llevaron al país al borde de una sensación peculiar: como si el psicodrama del Mundial fuese la antesala de un enfrentamiento étnico, político y social. El país que encarna la gestión racional de los conflictos perdió la razón y hasta llegó a cuestionar su razón de ser en el espejo de una pelota en cuyo interior sólo hay aire y a su alrededor mucho dinero. Asombroso y desdichado.

Los actores del Mundial, los centrales y los periféricos, han humillado a Francia con la voracidad del odio que sacaron de una mera pelota. Muchos dejaron claro en el camino que el oprobio, el deportivo, estaba antes. Data del año 2008, cuando el entrenador francés, Raymond Domenech, le pidió casamiento a su novia durante la conferencia de prensa final que siguió a la eliminación de Francia en la primera vuelta de la Eurocopa de 2008. Y sin embargo siguió en su puesto, hasta este drama final donde los jugadores, según el color de su piel, son entregados a la venganza de los medios y las empresas les retiran el sello de “aceptables” cuando llega la hora de la gran derrota.

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Un grupo de hinchas enojados en la explanada del Trocadero en París.
Imagen: EFE
 
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