EL MUNDO › OPINIóN

El color del miedo

 Por  Mercedes Hauviller

Desde Bruselas

Cuando iba a la secundaria y el profesor de turno había anunciado que iba a tomar prueba o lección, nunca faltaba el compañero que se ofrecía a llamar a la escuela desde algún teléfono público –poniendo un pañuelo para distorsionar su voz– y decir que habían puesto una bomba y que había que evacuarnos. El plan nunca funcionaba y nosotros pensábamos en cómo mejorarlo para la próxima vez. Para nosotros una bomba era eso: una broma, una excusa, un instrumento de la ficción capaz de salvarnos de algo que no queríamos afrontar.

No había vuelto a pensar en eso hasta esta mañana del 22 de marzo de 2016. Más de treinta años después, me tocó recordar aquella fantasía oscura de la adolescencia.

Vivo en Bruselas desde hace siete meses y no importa todo lo que haga para encajar, siempre voy a ser extranjera. Y eso no está mal. El problema es que la extranjería se siente demasiado, hasta doler, cuando se combina con el miedo. Porque el color del miedo cambia según la historia que traemos de casa.

Tuve miedo el noviembre pasado, cuando se persiguió después de los atentados de París –sin alcanzarlo– a Salah Abdeslam. Y mientras a los belgas los tranquilizaba la presencia de las fuerzas armadas en las calles, yo viví con miedo todos estos meses de tanques, botas y cascos siendo parte del paisaje cotidiano. Este “no es un estado de sitio, estrictamente hablando, son precauciones para cuidarnos”, que a los locales los hacía sonreír, a mí me cortaba la respiración. Cada vez que estaba en un bar tomando una cerveza con amigos y los militares entraban a dar una ojeada, yo me pasaba esa noche entera sin dormir, acompañada de la cortina musical de los helicópteros sobrevolando la ciudad.

Pero el pasado viernes 18 de marzo detuvieron a Salah Abdeslam. Por fin, qué alivio, justo a tiempo para el comienzo de la primavera. Y después de todos estos meses de alerta nivel 3, vino bien un poco de aflojar el control.

Y entonces esta mañana, mientras repasaba para mi oral de francés, pensando: “qué bueno sería zafar hoy”, llegó la profesora y dijo lo de la bomba. Por un momento pensé que había entendido mal, después de todo mi francés recién empieza a hacer pie. Pero había entendido bien, habían puesto no una, sino tres bombas. Dos en el aeropuerto de Zaventem y una en la estación de subte de Malbeek, acá a seis cuadras de mi casa. Eran bombas de verdad, no broma de mal gusto de adolescentes para librarse de un examen.

Me da miedo que Bruselas esté de nuevo en alerta nivel 4. Y salgo del instituto de francés y en las calles de nuevo hay militares, en grupos de cuatro o cinco, con sus uniformes camuflados, sus FAL cruzados en bandolera, sus cascos verdes, sus borcegos. Los transportes públicos han dejado de funcionar y la mayoría de los negocios bajó las persianas, al menos por hoy. Y ahora al ruido de los helicópteros que sobrevuelan la ciudad, se agrega el de las sirenas de las ambulancias, de la policía, de los bomberos. Porque esta vez hay muchos muertos y muchos heridos y mucha urgencia por enfrentar.

A mi miedo real, mezclado con tristeza, inevitablemente se suma el miedo coloreado por mi historia nacional: el miedo de que la seguridad se coma a la libertad, a la diferencia.

Pero mi examen de francés no se suspende porque hayan puesto una bomba. Y la profesora da la clase a pesar del brote alérgico que le va tomando la cara con cada mensaje de texto que recibe en su celular y nos llena de deberes para mañana, porque “respondemos a la violencia con la vida que sigue”. Y entonces me permito creer que hay otros instrumentos, que no nos salvan, pero nos permiten lidiar con lo que parece imposible y nos ayudan a bajarle un poco la intensidad al color del miedo.

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