EL MUNDO › OPINION

Alcances del Código Naranja

 Por Claudio Uriarte

Los terroristas no necesitaron disparar un solo tiro para causar terror en la semana que pasó; les bastó saturar las líneas telefónicas y de comunicaciones que saben monitoreadas por la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana y la Central General de Comunicaciones de Gran Bretaña con informaciones falsas o inexactas para causar demoras y cancelaciones de vuelos (incluyendo, en posición estelar, el número 223 de British Airways de Londres a Washington y los no menos célebres de Air France de París a Los Angeles), crear un clima de desaliento, pesadumbre y pánico en las terminales aéreas, causar pérdidas millonarias para varias aerolíneas, amenazar con una nueva crisis a las ya golpeadas industrias del turismo y del transporte aéreo y colocar las alarmas antiterroristas de la administración Bush bajo la sombra de muchas dudas y la irritación de todos los afectados. Esta táctica, en la jerga de la comunidad militar y de inteligencia, se llama “ruido informativo”: la generación de datos engañosos para provocar una crisis en el campo opuesto. Después de todo, el trabajo de los terroristas consiste en generar terror; y si no existen los medios para consumar un ataque en regla, los hechos de la semana pasada son un buen sucedáneo. ¿Podría la administración Bush haber actuado de manera diferente?
Probablemente no. Después de los ataques del 11 de septiembre, y de los indicios previos que investigaciones posteriores revelaron que habían sido inatendidos en los meses previos a los golpes contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el gobierno de George W. Bush, pese al alto costo político de alzar el nivel de alarma al Código Naranja (anterior al más alto) en un año electoral –haciéndose vulnerable así a la acusación de que su guerra antiterrorista ha sido un fracaso–, no tenía más remedio que optar por la solución conservadora y prudente y molestar a medio mundo para prevenir lo que finalmente no ocurrió. O lo que pudo haber ocurrido si no se molestaba a medio mundo. Es que esta guerra antiterrorista es muy difícil de ganar, y en el mejor de los casos presenta siempre un final abierto y el desafío de incesantes y renovadas fronteras sin ley. Una crítica usual a esta política es que los fundamentos del terrorismo están en la pobreza, y que el terrorismo desaparecería si la pobreza hiciera lo propio. Pero esto no se sostiene en los hechos. De existir una correlación necesaria entre terrorismo y pobreza, Bolivia y Haití serían hervideros de organizaciones fundamentalistas violentas de uno u otro signo; inversamente, la ola de ataques terroristas en la Europa de los años 70 por grupos como las Brigadas Rojas italianas y la Fracción del Ejército Rojo de Alemania no se hubiera verificado nunca. Por el contrario, la empiria (y el puro sentido común) indican que el terrorismo es una actividad cara, que requiere sofisticadas redes de reclutamiento, campos de entrenamiento, casas seguras. fabricación de identidades falsas, pasajes aéreos, compras de armas, etc. Es decir: dinero. Los kamikazes que atacaron las Torres Gemelas y el Pentágono no eran misérrimos desocupados de los ghettos de El Cairo o de Lahore, sino jóvenes de buena familia, educación universitaria, presentables y con todos su papeles en regla.
Por cierto, de esto no se deduce que la política antiterrorista correcta consistiría en bombardear universidades y promover la pobreza, pero sí que la clave puede estar en una de esas cintas de Moebius que tan frecuentemente aparecen en el reino (paradojal por excelencia) de la estrategia. Un hecho observado, pero del que rara vez se desprenden todas sus consecuencias lógicas. Es que la mayoría de los atacantes y su jefe, el mismo Osama bin Laden, eran ciudadanos sauditas, es decir provenientes del reino que constituye el primer suministrador de petróleo barato a las economías del Occidente industrializado, empezando por Estados Unidos. El reino saudita es así una especie de puerta giratoria, donde lo que presuntamente es la base de la estabilidad de las economías industrializadas va a alimentar precisamente los fondos de aquellos que sehan embarcado en una especie de cruzada al revés. Osama bin Laden, es cierto, ya no es un ciudadano saudita, pero su multimillonaria familia lo es, y de todos modo hay dudas de hasta qué punto Bin Laden mismo no sigue siendo saudita: su fortuna personal no alcanza para la red que construyó; sectores internos del reino seguramente aportan lo suyo.
Este es el verdadero punto de estrangulamiento a largo plazo de la guerra antiterrorista de Bush: que el terrorismo se financia del mismo petróleo con que Estados Unidos, y particularmente esta administración de peces gordos petroleros, se embriaga hasta el hartazgo. Hasta que no se prive al terrorismo de esta fuente de ganancias, la guerra será sin fin, y la frontera siempre estará abierta.

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