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El avión de Lula

 Por Santiago O’Donnell

Breve historia de la bomba política que acaba de estallar en las manos de Lula. En agosto pasado dos aviones chocaron en pleno vuelo sobre la selva amazónica. Murieron 150 personas pero un periodista del New York Times sobrevivió para contarla. La noticia dio la vuelta al mundo y provocó una ola de histeria colectiva en Brasil.

La justicia determinó que la causa del accidente fue el error humano de los dos pilotos del avión privado que llevaba al periodista, y de cuatro controladores de vuelo. A partir de ahí se armó un debate sobre el sistema de aviación en general y sobre la situación de los controladores de vuelo en particular. Los analistas hicieron notar que los controladores estaban mal pagos y sobretrabajados, y que sus salarios de 400 dólares, dada la responsabilidad que les cabía, era un chiste al lado de los miles de dólares que cobraban otros empleados estatales, los diplomáticos, políticos y militares que volaban en los aviones que ellos debían controlar. La polémica creció en los grandes medios –muchos de ellos genéticamente opositores al gobierno de Lula– alimentada por las crecientes demoras en los aeropuertos y las quejas sobre el servicio aéreo en general, en medio de una pelea entre civiles y militares por el control del sistema aeronáutico. La seguridad siempre aparecía como la máxima preocupación, y al evocar la tragedia reciente se justificaba todo lo que se discutía.

La respuesta del gobierno se dio en varios niveles. Por un lado, reorganizó su sistema de controles quitándole autoridad a la Fuerza Aérea y reforzando el ente regulador bajo su autoridad. Por otro lado hizo una fuerte inversión en la infraestructura y la administración de los aeropuertos. Por otro hubo un torpe intento de dar por terminado el asunto, y en ese sentido hubo funcionarios que pronunciaron un par de frases memorables, especialmente a la luz de lo que pasaría después.

Primero la ministra de Turismo aseguró, haciendo gala de su título de sexóloga, que los pasajeros deberían “relajarse y gozar” porque el placer de viajar en avión compensa cualquier demora o incomodidad en los aeropuertos. Después el ministro de Economía atribuyó las demoras en los aeropuertos, de manera un tanto simplista, a “la mayor cantidad de pasajeros debido al crecimiento económico”.

Era cierto que la modesta reactivación de la economía brasileña del último año y medio, acompañada por la irrupción de las aerolíneas con tarifas descontadas, había hecho crecer el tráfico aeronáutico. Pero había otros problemas que las frases triunfalistas de los ministros no mencionaban. Para bajar sus precios las aerolíneas concentraron los vuelos. El que más sintió el impacto fue Congonhas, el aeropuerto de San Pablo, que centraliza los vuelos domésticos todo el país. De atender a 12 millones de pasajeros en el 2003 Congonhas pasó a 18 millones en el 2006, casi un 50% más de su capacidad recomendada.

Otros problemas venían de antes del choque en el aire del año pasado. Como el tema de los salarios, que va del tema de la desigualdad en los escalafones del Estado al tema de la desigualdad en la sociedad. Los controladores aéreos hicieron huelgas en marzo y junio que paralizaron el tráfico aéreo. La primera, que tomó a Lula en plena gira por Estados Unidos, desató un encarnizado conflicto gremial que sigue latente. Cuando los controladores no estaban de huelga, sus supervisores de la Fuerza Aérea les echaban la culpa por las demoras, acusándolos de “trabajar a reglamento”. Los controladores contestaban que simplemente no daban abasto y mientras se pasaban el sayo crecía la crispación de los pasajeros, que a su vez alimentaban la demanda de los medios.

Otro problema que venía de arrastre tiene que ver con la geografía política. Congonhas, como gran parte de los aeropuertos brasileños, está enclavado en medio del casco urbano y tiene una pista que algunos expertos consideran demasiado corta para los aviones grandes que la usan, pero no la pueden estirar porque están rodeados. Hace once años un avión de TAM se había descarrilado ahí, causando 99 muertes. Hace menos de tres meses un juez federal había prohibido los aterrizajes de aviones grandes en Congonhas, pero la Cámara dio vuelta el fallo. Las apelaciones habían provenido de las líneas aéreas, pero también de oficinas del gobierno.

La remodelación de Congonhas, a un ritmo de 80 millones de dólares en cuatro años, había transformado al aeropuerto en un moderno shopping. Además de paredes de mármol y atención mejorada detrás de los mostradores, en su fase final incluía el arreglo de la pista. Quizá por incompetencia, quizá presionado por las aerolíneas, el ente regulador del gobierno autorizó que se reabriera la pista hace dos semanas, cuando quedaban pendientes trabajos para mejorar el drenaje y la adherencia.

El martes 17 llovió. El avión de TAM venía con una falla en la turbina de uno de sus motores y no tenía activado el reversor. El piloto siguió de largo, cruzó una avenida y se estrelló en un galpón. Murieron más de 190 personas.

Todavía no se sabe cómo se reparten las culpas entre la pista, la turbina y el piloto. La comisión investigadora anunció que dará los resultados el 15 de agosto. Como era de esperarse, los grandes medios no esperaron para criticar a Lula. Se hicieron una fiesta. “Tragedia anunciada” fueron los previsibles titulares de O Globo y Journal do Brasil.

Lula, a quien hasta sus adversarios le reconocen una gran capacidad oratoria, decretó tres días de duelo nacional y calló. Durante ese tiempo los medios se hicieron un banquete con su silencio. “Locuaz en la facilidad, el presidente desaparece cuando el ambiente es de adversidad” escribió la periodista Dora Kramer en O Estado de São Paulo. “Que el presidente tiene predilección por situaciones favorables y horror físico a las desfavorables, diversos episodios ya lo demostraron. Lo que no se sabía es que el hombre que preside Brasil se dejara tomar por los mismos sentimientos de mezquindad autorreferencial en situaciones de tragedia”. Horas después, cuando la aerolínea admitió que la turbina no andaba, el asesor de Lula Marco Aurelio García fue mostrado en televisión haciendo un festejo. Los familiares de las víctimas se indignaron. La aclaración de García no tardó en llegar. “Mi reacción, absolutamente personal, no expresa satisfacción, alivio o felicidad, como pretenden mostrar sectores de los medios de comunicación. El sentimiento que me poseyó al ver la noticia fue fundamentalmente de indignación”, escribió en un comunicado. “Sin ninguna investigación o informe técnico consistente, importantes sectores de los medios de comunicación no dudaron, pocas horas después del accidente, en lanzar contra el gobierno la responsabilidad de la tragedia en San Pablo. Así, el sentimiento que expresé en privado fue el de repudio a aquellos que trataron sórdidamente de aprovechar la conmoción que el país vive para insistir en una posición partidaria de oposición sistemática al gobierno.” García concluyó la nota con un pedido de disculpas a quienes “puedan haberse sentido aludidos por su actitud”.

Al tercer día habló Lula por cadena nacional. Mirando directamente a la cámara dirigió su discurso a los familiares de la víctimas. Dijo que sabía lo que era perder un hijo, que sentía su dolor. Entregó las cabezas de su ministro de Defensa, del jefe del ente regulador y del brigadier a cargo de Aviación Civil. Prometió soluciones inmediatas, empezando por la reducción de vuelos en Congonhas. Ahora viene la parte difícil.

El sentimiento que García atribuye a los medios se retroalimenta con un sentimiento: el malestar de ciertos sectores de la derecha y la desilusión de algunos intelectuales de izquierda, más el desgaste del gobierno, que ahora debe pagar el costo de una tragedia nacional.

“La imagen de Lula quedó muy golpeada y no sólo por el accidente aéreo. La economía va muy mal comparada con el resto del continente. La violencia creció mucho en los últimos años. Cerraron muchas industrias textiles y de calzado por la supervalorización del real y para los propios brasileños es más barato ir a Europa o Argentina que vacacionar acá, donde la industria del turismo, que es muy importante, está sufriendo. Todos éstos son temas que impactan en la clase media que toma aviones”, analiza Argemiro Procopio, director del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad de Brasilia.

Para remontar esta crisis, Lula deberá salir razonablemente airoso en el reparto de culpas y la lógica indica que en un aeropuerto que recibe tantos aviones, el error humano suele entrar en la ecuación. Pero además Lula deberá afrontar los problemas de fondo del sistema de aviación, aun a costa de chocar con los poderosos lobbies del sector, y mejorar la performance en algunos rubros, sobre todo en la economía, a partir del sesgo industrialista que prometió imprimirle a su segundo mandato.

Ya hizo el anuncio. Ahora tiene que despegar y levantar vuelo.

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