EL MUNDO › OPINION

Al-Qaida dobla la apuesta

 Por Claudio Uriarte

El doble atentado de Kenia esta semana marca la primera vez que Al-Qaida apunta contra blancos israelíes. En efecto, pese a su retórica antisemita –o antisionista, o antiisraelí, según se prefiera–, el mensaje y los objetivos centrales de Al-Qaida habían estado hasta ahora enfocados contra Arabia Saudita –el reino infiel– y contra su gran corruptor: Estados Unidos. Atacar un hotel israelí en Kenia y casi simultáneamente disparar dos misiles contra un avión de pasajeros israelí en el mismo lugar –una operación que pudo haber causado 271 muertos– necesariamente implica una elevación, y una modificación, de la apuesta. Al-Qaida ha pasado de encarnar una oscura interna árabe a representar la punta de lanza contra lo que casi todo el mundo censura: la política israelí hacia los palestinos. Subrayando esta empatía, los atentados fueron reivindicados por una ignota organización autodenominada Ejército de Palestina, en una comunicación emitida en Líbano. Y los atentados se sincronizaron con las internas del oficialista frente de derechas Likud en Israel, donde ganó el enemigo preferido de los palestinos –el primer ministro Ariel Sharon– y con un atentado palestino –que causó seis muertos– contra una oficina de votación del mismo partido Likud. La reorientación del discurso armado es clara: si antes se atentaba contra Occidente, ahora se atenta contra lo que se considera la quintaesencia de la corrupción de Occidente.
La idea tiene lógica. Al-Qaida se está reagrupando, y colocando nuevamente en disposición ofensiva lo que quedó de la guerra estadounidense en Afganistán. Y su reorientación tiende a ampliar el campo de batalla, por medio de ensanchar el espectro de receptividad árabe. Sin embargo, el hecho se inserta en un panorama cada vez más complejo de la guerra de baja intensidad entre israelíes y palestinos. Si se cree en la simplificación de moda, Ariel Sharon, el famoso carnicero de Sabra y Chatila, es el responsable, por sus reocupaciones intermitentes y parciales de Cisjordania y Gaza, de una violencia palestina que ha causado más de 1000 muertos en las filas palestinas, para no hablar de las múltiples bajas causadas a la economía civil. Sin embargo, la violencia palestina había empezado mucho antes de las reocupaciones, precisamente en el momento (de septiembre a diciembre de 2000) en que Israel, bajo el gobierno del laborista Ehud Barak, ofreció a la Autoridad Palestina un Estado palestino en 97 por ciento de Cisjordania (con un 3 por ciento compensatorio en territorio israelí), 100 por ciento de la Franja de Gaza y capital en Jerusalén Oriental, y la Autoridad Palestina lo rechazó. Yasser Arafat no quería un Estado Palestino sino dos: uno en la “Palestina” delimitada por la frontera israelí con Gaza y la “línea verde” con Cisjordania, y otro en Israel propiamente dicha, ya que la contrapropuesta palestina exigió el “derecho de retorno” de unos 5 millones de refugiados que hubieran desfondado étnica y demográficamente al Estado judío. Al mismo tiempo, la violencia de la segunda Intifada convenció al electorado israelí de que el país estaba en peligro, y de que el proceso de Oslo era un fracaso.
Con estas condiciones fue posible que Ariel Sharon, un político considerado entonces como de extrema derecha, ganara el poder y formara un gobierno de unidad nacional (hoy difunto) con los laboristas. Con condiciones parecidas es que Sharon pasó a representar el centro de la política israelí, derrotó a su adversario de consignas ultraduras Benjamin Netanyahu en las primarias contra las que se atentó el pasado jueves, y parece ahora encaminarse a una victoria inevitable contra el laborista Amnon Mitzná en las elecciones generales del 28 de enero. Sharon no ha alterado esencialmente las prácticas de sus predecesores: no reanexó tierras en Cisjordania y Gaza, no expulsó ni asesinó a Yasser Arafat ni lanzó una política antiterrorista más sistemática que la de Barak o sus predecesores Netanyahu, Shimon Peres o Yitzhak Rabin. Sostuvo que no iba a negociar bajo el terror, pero tuvo a su hijo Omri como enviado personal ante Yasser Arafat. Su construcción de una muralla parcial con las zonaspalestinas subrayó el carácter defensivo, no ofensivo, de su esquema. En los hechos, su política no fue personal sino de Estado: promedió los intereses de seguridad del Estado con la intención del electorado. Y consiguió la módica victoria de bajar el nivel del terror, de los tres atentados por día de marzo, previamente a la operación Muro Defensivo, a los cuatro o cinco que hoy tienen éxito por mes. Por eso lo reeligen.
Sin embargo, la sumatoria de Al-Qaida a la discusión armada aporta un interlocutor más complejo. Y un nuevo desafío.

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