EL MUNDO › OPINION

La cinta de Moebius geopolítica del Cáucaso

 Por Claudio Uriarte

Es tentador circunscribir el desciframiento del atentado de ayer a la lógica de la sublevación y de su represión, o de la represión y su sublevación. Eso puede ser válido, pero limitar la cuestión a esa dialéctica implicaría omitir una complejísima trama de intereses internacionales en que los hechos pueden leerse de un modo muy distinto al modo en que se ven a simple vista. El Cáucaso se parece a una cinta de Moebius geopolítica, donde lo que parecía estar de un lado se encuentra de pronto en su reverso. La guerrilla independentista chechena tiene su principal santuario en la vecina república de Georgia, más precisamente en los desfiladeros de Pankisi, de difícil acceso. Georgia, donde hace unos 10 días se consumó una mezcla de sublevación popular con golpe de Estado parlamentario que acabó con el interminable gobierno de Eduard Shevardnadze, carece de riquezas naturales, pero es el punto de paso favorecido por Estados Unidos para los oleoductos y gasoductos que planea trazar desde el mar Caspio, en detrimento de los intereses de Rusia. Y también es una especie de semicolonia militar norteamericana, cuyas tropas son rigurosamente adiestradas por 120 asesores militares del ejército de Estados Unidos.
La Guerra Fría puede haber terminado, pero los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos y Rusia siguen siendo competitivos y no complementarios; si eso no se nota más, es simplemente por el vertiginoso debilitamiento de las fuerzas armadas rusas. Georgia, una ex república soviética, alberga otras dos repúblicas –Adjaria y Abjasia– que se autonomizaron de facto en sendas guerras en los 90, y la región igualmente autónoma de Osetia del Sur. De esas tres zonas, las tropas ex soviéticas nunca se retiraron, e incluso su presencia se incrementó. Ayer, mientras el tren ruso se partía en dos, el secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, realizó una señalada visita a Tiflis, la capital de Georgia, donde reafirmó los vínculos estratégicos con la nueva presidenta Nino Burdzhanadze, y reclamó que Rusia cumpla con el Tratado de Fuerzas Convencionales firmado en 1999 en Estambul y retire sus tropas de los tres enclaves georgianos. Desde luego, la población de esos enclaves, que tuvo que soportar la represión –tan brutal como torpe– del ejército de Shevardnadze, odia a los georgianos y mira con simpatía a los rusos. Es improbable que Rusia acate las exigencias de Rumsfeld, pero entretanto los georgianos se están haciendo de un ejército en serio.
Pero hay un elemento adicional de complicación en esta región que contiene la tercera reserva mundial de petróleo, y es el hecho de que las distintas facciones independentistas chechenas están afiliadas a la red Al-Qaida de Osama bin Laden. Durante la guerra de Afganistán en 2001, se probaron como combatientes formidables; algunos militares los describieron como los más salvajes y temibles. Aquí pega la vuelta la cinta de Moebius. ¿Tolera Estados Unidos la presencia en Georgia de su principal enemigo internacional para mantener a Rusia fuera de balance? Las ventas por Rusia de tecnología militar a Irán, ¿pueden interpretarse como una devolución dentro de este oscuro juego de intereses competitivos? Y si Putin librara a Chechenia a los designios de los independentistas –siendo que, además, la república depende económicamente de Moscú para casi todo–, ¿no sería el peor regalo que les podría hacer a los norteamericanos? La verdad completa de la guerra de Chechenia aún no está siendo contada.

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