EL MUNDO › DEBATE

Israel y sus dos proyectos

 Por Rubén Dri *

En todos los grupos humanos o pueblos, tomado el término en su sentido genérico, siempre ha habido proyectos en pugna y luchas por imponerlos. Dicho de otra manera, siempre ha habido proyectos de dominación y proyectos de liberación, desdoblados en luchas por la dominación y luchas por la liberación. Esa realidad Marx la denominó “lucha de clases”, tomando el término “clase” en un sentido muy amplio, el único que cabe en la afirmación estampada en el célebre Manifiesto: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”.

Esos proyectos contrapuestos y sus respectivas luchas quedan grabados en la memoria histórica de esos pueblos y se expresan en su cultura de diversas maneras. Ello significa que no hay ninguna cultura como expresión de la memoria histórica de un pueblo que pueda ser presentada como pura, como liberadora, sin sombras de opresión. Y al revés, ninguna puede ser presentada como sólo opresora, sin haber conocido en su seno las luchas por la liberación.

Esto nos lleva al tema de estas reflexiones, la política expansiva, opresora, del Estado de Israel y su propia cultura que ha sido estupendamente relatada y expuesta en los diversos, variados y contrapuestos textos que conforman lo que conocemos como la “Biblia”. Allí se exponen con claridad y rotundez los proyectos contrapuestos y sus respectivas luchas.

Cualquier lector de la Biblia ha vuelto muchas veces a la lectura de los Salmos en los que ha podido leer: “Ya tengo yo –Yavéh– consagrado a mi rey en Sion, mi monte santo. Anunciaré el decreto del Señor pues él me ha dicho: Tú eres hijo mío; hoy te he dado a la vida. Pídeme y serán tu herencia las naciones, tu propiedad los confines de la tierra” (Sal 2).

El rey al cual Dios lo hace hijo suyo y le promete la dominación sobre todas las naciones es David y también Salomón. Este rey no debía manifestar piedad ni misericordia sobre sus enemigos, pues “lanzó –el Señor– sus saetas y dispersó a los enemigos: salieron sus rayos y fueron derrotados”. Con semejante apoyo puede el rey exclamar: “Cuando persigo a mis enemigos, los alcanzo y no vuelvo hasta haberlos exterminado. Los derribo y no pueden levantarse, quedan en tierra bajo mis pies” y continúa en su entusiasmo exterminador “los desmenuzo como el polvo de la tierra y los piso como el barro del camino”. Para que no queden dudas de quién se trata, el salmo (Sal 19) termina: “Tú das más y más victorias a tu rey, y muestras compasión con tu ungido, con David y su descendencia para siempre”.

Estos salmos atestiguan una parte de la cultura hebrea, la dominante, la del poder de dominación. Es el proyecto de la monarquía, proyecto imperial, que se sustanciará en la monarquía davídico-salomónica. David en el año mil, aprovechando la ruptura de las fortalezas del sur que impedían el paso hacia el norte, ruptura que logra Saúl mediante la victoria de Micmás, avanza hacia la fortaleza cananea de Jerusalén, a la que transforma en capital del reino recién fundado sobre la derrota de la confederación de tribus.

David somete a los pueblos vecinos, amonitas, arameos, moabitas y edomitas dando cumplimiento a la promesa que, según la historia que escribieron los escribas monárquicos, Dios le había prometido a Abraham: “Haré de ti una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre, y tú serás una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. En ti serán benditas todas las razas del mundo” (Gn 12, 2-3). A David le sucede Salomón, previa eliminación física de sus hermanos. Los tributos que no existían en la confederación de tribus, ahora no sólo se imponen, sino que son elevadísimos, pues deben servir para sostener el aparato del Estado, el harén del rey y el ejército, para el cual se realizaban levas en las tribus. Se impusieron los trabajos forzados, 30 mil hombres para traer las maderas del Líbano, 70 mil cargadores y 80 mil canteros. Con esa mano de obra se construyó el palacio, el templo, los palacios para las esposas del rey, las ciudades de aprovisionamiento y las fortalezas.

Los judíos que fundaron el Estado de Israel que somete a los palestinos no necesitan, pues, recurrir al cristianismo para inspirarse en su acción genocida. Pero ésa es sólo una parte de la tradición del pueblo hebreo. Falta la otra, que pertenece a las luchas de liberación que fue encarnada por los grandes profetas, sobre todo del siglo VIII aC y sus movimientos. Son Amós, Oseas, Miqueas y también Isaías, aunque ése exprese una corriente reformista.

Miqueas, el profeta campesino del reino del sur –pues a la muerte de Salomón el reino se dividió en reino del norte o Israel y reino del sur o Judá– exclama contra el dominio la monarquía legitimada por el sacerdocio: “Precisamente por sus maldades, Sion va a quedar como un potrero arado, Jerusalén será reducida a escombros y el cerro del Templo será cubierto por el bosque” (Miq 3, 12), mientras Oseas, en la misma época, en reino del norte, hablaba en nombre de Yavéh: “Se han elegido reyes, pero sin mi consentimiento; se han dado jefes sin consultarme” (Os 8, 4).

Miqueas y Oseas expresan esas corrientes proféticas, populares, de base campesina, radicalmente antimonárquicas. Tienen como horizonte la confederación de tribus que se había formado alrededor del 1200 aC, cuando el grupo de Moisés logra penetrar en la Tierra de Canaán y hacer con diversos grupos antimonárquicos, los célebres habiru, diversos pactos que culminan en el Pacto de Siquem (Jos 24) por medio del cual se comprometen a aceptar como único rey al Dios de liberación del grupo de Moisés.

Se conforma, de esa manera, una sociedad antimonárquica, antijerárquica, antitributaria, antimilitar, con una economía solidaria que desechaba las deudas. Es el denominado “reinado de Yavéh” que será el proyecto presente en los movimientos proféticos radicales, que se encontrarán siempre enfrentados con los proyectos de la monarquía y del sacerdocio, claramente aludidos por Miqueas.

En el siglo VI los sacerdotes que habían sido desterrados por los babilonios elaboran en el destierro la nueva sociedad judía-judía cuyos ejes centrales son la prohibición de la comensalidad mixta que implicaba la diferenciación entre animales puros e impuros, la prohibición de matrimonios mixtos, es decir, con una pareja de otro pueblo que no sea el judío; establecía la circuncisión e imponía rigidez en la observancia del sábado.

Cuando los babilonios son derrotados por los persas, en el mismo siglo VI aC, éstos propician la vuelta de los desterrados, quienes quieren imponer las leyes de una sociedad judía pura. El pueblo que había quedado resistió esta imposición. Vuelven a presentarse los dos proyectos antagónicos, el de la pureza sacerdotal expresado en el libro de las Crónicas y en el Esdras/Nehemías, y el popular, que se expresa en hermosos textos como el de Ruth, el de Jonás y el de Ester.

La política del Estado de Israel, en consecuencia, no necesitó “cristianizarse”, no traicionó a “judíos-judíos, esos que prolongan en lo que hacen o piensan los valores culturales judíos”, sino que abreva en una parte de la tradición judía, en la parte dominadora. En la memoria del imperio davídico-salomónico está el germen del proyecto de reconstrucción del “Gran Israel” al que se refiere Gelman, para lo cual es necesario someter a los palestinos, como otrora a los amonitas, arameos y otros. Traiciona a la otra parte, la de la tradición profética. Esto quiere decir, que no hay una cultura pura judía, como no hay una cultura pura cristiana o una cultura pura islámica.

Tanto en el cristianismo como en el judaísmo, como en el islamismo, como en la cultura inca y la azteca o de cualquiera de los pueblos originarios, hay lo que Marx denominó “lucha de clases”, o sea, proyectos dominadores y proyectos liberadores. Lo que se puede decir, desde una óptica de liberación o popular, es que el Estado de Israel se apoya en lo peor y no en lo mejor de su historia, lo mismo que podemos decir de la Iglesia Católica y de otras iglesias.

* Filósofo, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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