EL PAíS › TESTIMONIOS DE LOS QUE HARáN DEL EX CENTRO CLANDESTINO SU LUGAR DE TRABAJO

Los nuevos habitantes de la ESMA

Los guías trabajan desde hace tres años y esta semana comenzaron a mudarse funcionarios y empleados del Archivo Nacional de la Memoria. Tensión, euforia, reparación son algunas de las emociones que les provoca este nuevo y peculiar ámbito laboral.

 Por Victoria Ginzberg

Andrés llegó a la ESMA hace tres años. Había militado en HIJOS sin ser hijo de desaparecido. Dice que lo que le hace el trabajo menos pesado es el contacto con los sobrevivientes. Y el tiempo. Hay días en que Sabrina tiene que ir a dormir la siesta para reponerse del día laboral. A veces le duele el cuerpo y a veces se pelea en el colectivo con cualquiera por cualquier cosa. Celeste asegura que se aprende a poner distancia, pero que ya no quiere ir al cine a ver películas que traten sobre la represión de la dictadura. Luz está feliz. Le parece “buenísimo” que la gente visite el lugar. Que se entere de lo que pasó ahí nomás y hace tan sólo 30 años. Ellos forman el equipo de guías del Espacio para la Memoria que funciona en la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Todos lloraron, todos tuvieron pesadillas. Los sentimientos que genera el lugar no los asustan, de lo que tienen miedo es de, algún día, dejar de percibirlos.

En el edificio central de la ESMA, conocido como “cuatro columnas”, se armará en el futuro una exposición fotográfica sobre la historia de la represión en el país. El salón central, donde se colocará la muestra, espera la resolución de una licitación que permitirá que las tejas francesas dañadas por el granizo sean reparadas. En una oficina de esa construcción, los guías instalaron su bunker. En una mesa hay una maqueta del Casino de Oficiales que se usó en el fallido juicio al prefecto Héctor Febres, que apareció envenenado cuatro días antes de la sentencia. Hay también una bandera multicolor que dice “Peace” y afiches que convocan a diferentes homenajes a los desaparecidos. Y está el mate.

“La naturaleza del lugar es ambigua. Corren paralelas la alegría del sitio conquistado, que estás poblando, y la compañía que hacés a las almas que pasaron por acá”, dice Daniel Schiavi, en ese refugio armado dentro de la ESMA. El es el coordinador de los guías. Llegó al lugar en 2005 contratado por el gobierno porteño después de que la Armada desalojara los ocho primeros edificios. Tiene 51 años, dos décadas más que los que integran el grupo que dirige. Su tarea es conducir a los visitantes por los cuatro pisos del Casino de Oficiales, el sitio donde estuvieron “alojados” los desaparecidos.

El Casino, según el consenso al que llegaron los organismos de derechos humanos y el gobierno nacional y de la ciudad de Buenos Aires, permanecerá vacío e inalterado. Sólo se agregaron los carteles que intentan explicar lo que sucedió. El edificio ya se puede visitar, previa cita, y sólo se puede entrar allí en compañía de un guía.

Una rosa china y altos pinos enmarcan la entrada. El recorrido pautado empieza en el sótano, que era también el primer sitio al que eran llevados los detenidos: allí estaban las salas de tortura. En la planta baja está El Dorado, el gran salón donde los marinos planeaban los secuestros y asesinatos. Arriba está “Capucha”, donde los desaparecidos eran depositados, atados y vendados, en pequeños espacios de 75 centímetros de ancho por dos metros de largo y donde el techo a dos aguas, las vigas y la poca luz que entra por las aberturas permiten transportarse treinta años atrás. “Es en Capucha donde se toma real conciencia de que el contacto con el mundo exterior ya no existe más. La soledad es total. Debe ser lo más cercano al infierno”, dice uno de los panes con testimonios de sobrevivientes. El último piso es “Capuchita”, el altillo, donde está el tanque de agua y donde permanecían los secuestrados que habían ido a parar a la ESMA pero no “pertenecían” al grupo de tareas armado por Massera.

El Casino, su presencia y su historia se impone a todo aquel que ingrese al terreno, aunque sea sólo una pequeña porción dentro de las 17 hectáreas del futuro Espacio para la Memoria.

Las personas que trabajen en los otros edificios del predio ingresarán por el otro extremo del predio, para preservar del bullicio de la burocracia cotidiana el lugar en el que se torturó y se mantuvo a los prisioneros en condiciones infrahumanas de vida antes de asesinarlos.

“Cuando fui al Casino por primera vez subí a Capucha y aunque soy ateo me persigné. Parte del trabajo es tomar contacto con los testimonios y es duro. Es bueno compartirlo con un grupo de chicos de 30 años”, cuenta Schiavi. “Hay gente que no quiere venir a trabajar acá, pero cuando se fueron totalmente los militares fue una sensación de conquista, de plantar bandera. Fue una batalla invisible”, dice sobre el proceso de desalojo, que duró tres años.

La mudanza

En la ESMA hay clima de mudanza. Las calles interiores, amplias y arboladas, están desiertas y el lugar casi parece un pequeño pueblo fantasma. El edificio que ocupaba la Escuela de Guerra Naval tiene ahora un cartel que dice Archivo Nacional de la Memoria. Un obrero pasa y saluda, tubo de luz en mano. El piso todavía está sucio y los futuros despachos vacíos. Funcionarios y empleados administrativos están empezando, lentamente, a poblar el lugar.

“Acá estaba la escalera donde Martín Grass vio a Rodolfo.” Lilia Ferreyra, mujer del periodista desaparecido Rodolfo Walsh, señala a Página/12 un revestimiento de madera en el hall central del Casino de Oficiales. Es el sitio en que vieron al escritor herido, tal vez muerto, y que fue modificado por los marinos en 1979, en ocasión de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Lilia es asesora del Archivo Nacional de la Memoria y desde ahora la ESMA será para ella un escenario laboral. Su oficina estará lejos de la escalera que ya no está, estará lejos incluso del edificio al que la patota de Emilio Eduardo Massera llevó a Walsh. Pero estará en el mismo terreno. Para Lilia no es una carga, por el contrario. “La posibilidad de trabajar acá es importantísima. Es hacer realidad que este lugar de muerte ha sido recuperado para profundizar la causa de los derechos humanos y preservar la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado”, asegura.

A nivel personal, las reacciones son diferentes. Más allá de la discusión política sobre el destino de los edificios que componen el predio de lo que fue el centro clandestino, hubo empleados que no se “bancaron” emocionalmente la posibilidad de convertir a la ESMA en su lugar de trabajo y pidieron ser derivados a otro sitio. “Pero hay quienes sentimos que es una reparación profunda y nos lleva a imaginar la sonrisa de nuestros compañeros desaparecidos por esto que se vive como un triunfo. Creemos igualmente que el área de ‘museo’, el Casino de Oficiales y el edificio de las cuatro columnas, que es el lugar más intenso de la Memoria, no puede ser alterada por la presencia cotidiana de trabajadores o de gente que pase con una carpeta bajo el brazo”, señala Ferreyra. “Estar en la ESMA –agrega– supone convivir con el testimonio implacable del pasado pero con plena conciencia de estar trabajando en el presente para ganar la conciencia de las generaciones futuras.”

María Prince es representante de la Nación en el órgano ejecutor de la ESMA. “Muchos de mis compañeros pasaron por acá. Tengo dos sensaciones permanentes. Por un lado es fuerte atravesar la reja todos los días. Pero también es una victoria. Me daría pena perder alguna de esas dos sensaciones. No es algo que se puede naturalizar”, coincide.

Eduardo Jozami es el director del centro cultural Haroldo Conti –dependiente del Archivo Nacional de la Memoria– que se levanta donde antes estuvo el anexo de la Escuela de Guerra Naval. El miércoles pasado, una docena de personas que trabajarán en el centro cultural llevaron sus cosas a la ESMA. “Por momentos parecía como una mudanza cualquiera. Bajar los muebles, subir cosas por las escaleras. Pero cuando terminamos nos pareció increíble. Algunos de los más jóvenes estaban eufóricos, aunque era una euforia sospechosa, había mucha emoción y también algo de tensión”, cuenta Jozami. Durante la última dictadura él estuvo preso. Su mujer fue secuestrada y llevada a “Capuchita”, el altillo del último piso del Casino de oficiales. Estuvo en la ESMA 16 meses.

“Es raro caminar por ahí porque si bien tiene marcas militares, no es un lugar desagradable, las calles son grandes, hay muchos árboles... es una sensación extraña. Yo lo vivo con una responsabilidad muy fuerte y es, en un sentido, gratificante. Poder estar en la función pública trabajando en estas cosas es gratificante, por lo menos para los que pensamos como nosotros y tenemos estas historias”, dice y se le quiebra la voz. Se acuerda, comparte, de los días en prisión y de la sensación de creer que nunca más iba a volver a ver a su mujer.

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