EL PAíS › OPINIóN

Política y locura

 Por Horacio González *

La locura siempre fue un tema de debate político. Pero también la política es un tema ante el que suele pronunciarse la palabra locura. A veces podría pensarse que existe la política para poder definir qué es la locura. Por eso, la palabra escapa al campo de las psiquiatrías o los estudios de la mente para alojarse en un sentido genérico, que es el modo en que el lenguaje se destruye y perdería su sentido vital. Sin embargo, aun si no se dice nada que posea un significado claro, no por eso estamos locos. “No estamos locos” cuando damos la garantía de que, aun en el enredo de las palabras, no perdimos ni el poder de rectificación ni la cuerda de ironía que permite “retirar todo lo dicho”. La locura no es hablar sin ton ni son –eso lo hacemos todos, todos los días–, sino la culpable incapacidad de revocatoria. La locura es no tener memoria de lo ya hablado, es decir, la pérdida de la facultad de autorreflexión. La capacidad de revocar es una cuerda inherente al habla, un sentimiento que debemos sentir en todos los tratos que emprendemos mediante el lenguaje. Es la garantía de que no hay locura.

En los momentos agudos de crisis social, reflorece la pregunta por la locura. En verdad, la percepción de la crisis aparece como un sinónimo de locura. Lo inadmisible puede ser “locura”. Ante lo desquiciado, solemos tener preparada la fácil expresión: “¡qué locura!”. Es una obvia expresión cotidiana, pero podrá tener luego sus redactores psiquiátricos ofrecidos para la gran reparación política. Resurge entonces el recurso de los presuntos salvadores o terapeutas de urgencia que, en primer lugar, son dictaminadores. Dicen: “hay locura”; “el poder está loco”; “los gobiernos están locos”.

Los médicos lombrosianos de la política, personajes redentores de última hora, deben ser creíbles a la hora de designar a la locura o a los locos. Así como los Estados represivos que habían obstruido su vitalidad social declararon locos a sus opositores apelando al argumentum psiquiatricum, hay un nuevo Parnaso redescubierto por la reacción conservadora. Cuando ésta se recrea como acción de multitudes, se siente más cómoda en el suministro de sensaciones de alarma –la amenaza del miedo, de la locura, del pánico: toman esto de las series de televisión–, que amparando el lenguaje político en sus coordenadas objetivas. La razón que los restauradores ansían comienza por ser un manojo selecto de políticas del miedo. Lo que fascina y se quiere expulsar, la locura, es ahora el otro nombre de la turbación que parecería anidar en la política clásica y sus hipótesis realistas de transformación social, bien o mal expresadas.

Acusar de locura a la política clásica, en todo el mundo, es hoy un percutor técnico de los asesores de las derechas modernistas. Llamo política clásica a la que argumenta bajo el signo del realismo crítico, es decir, la que postula historicidad, herencias, voluntad de transformación y lo moderno como reapropiación colectiva de los nuevos horizontes tecnológicos. En cambio, las derechas renovadas ven todo eso como paleopolítica, gozan de los trastrocamientos, concurren a sus actos masivos como descamisados, confunden “look” con simbología, ven la pureza mística ofendida por cuestiones tributarias y hablan de la “gente” para rechazar el clientelismo sin sentirse en ningún momento como clientela aldeana de las peores formas de la globalización. Todo lo que se opone a esto, ya están seguros, puede denominarse frenesí o demencia. El desmantelamiento de los legados de la ciudad política, con sus baches históricos, está listo. Hay locura, profieren.

Obras teóricas de gran repercusión en los tiempos modernos trataron de diverso modo esta cuestión. Se trataba de ver si los momentos de angustia colectiva o de profunda alteración llevaban también a la pérdida de la razón, al desatino individual. Una ciencia de moda a fines del siglo XIX, una suerte de psiquiatría social novelizada, imaginó que se acrecentaba la locura cuanto más se manifestasen los rasgos de una zozobra histórica. Grandiosamente, el Facundo de Sarmiento había rondado por esas regiones. Luego, un siglo y poquitas décadas después, un sabio francés postuló que la locura era una pieza esencial para pensar la historia de la filosofía, tanto para ir revelando cada momento en que la civilización enclaustraba a su propio ser trastornado como para sugerir, sin terminar de hacerlo nunca –¡ah, Michel!–, que la reposición de la verdad consistiría en considerar la locura como la tragedia necesaria por la que debería pasar la autenticidad de la vida.

De un modo u otro, se resiste a dejar la escena la idea de que la locura es social, un verdadero momento de la historia, el instrumento más fértil para juzgarla. De ahí que esta vigilia de la locura sobre la filosofía pueda tener una intencionada traducción política, tan vulgar como frecuente, tan trivializada como urgente. Es el estigma que los políticos perezosos tienen a su disposición cuando ven la cosa fácil, a punto para la póstuma estocada “restauradora de las leyes”. Las derechas mundiales ya no principian su demolicionismo ofreciendo alternativas económicas, sino de saneamiento mental. Así, Duhalde ha dicho –y luego desdicho: o sea, dicho– que Kirchner parecía Hitler o Mussolini. Esto es, que estaba loco. Locura, aquí, es sinónimo de desmesura, atribución abrupta de nombres impropios, lo horrendo en la historia, lo que surge ya condenado. Desde hace unos meses el pensamiento sobre la locura de los gobernantes es la piedra angular del estilete desestabilizador.

Un ingrediente que excede el desarrollo que puede tener una oposición cabal –que lo debería ser por su fortuna argumentativa, su capacidad de aglutinamiento, su lucidez histórica, sus expectativas de un caudal creciente, lo que fuera– es precisamente el desmontaje específico de una legitimidad inherente a la existencia democrática. Sería lo característico, lo perteneciente a la lógica de los actos políticos de la institución pública, que se abate por obra del argumento mayor del sentido: si hay locura, no puede haber ley. Así, como dice Ignacio Vélez, las neoderechas declaran la legitimidad pública como ilegal y su propia ilegalidad como legítima. Con este retorcimiento, revalorizan la leyenda del espíritu capitalista de los patrones en huelga como si fuera el “mito de la huelga general” que hace un siglo procuraron los activistas del vitalismo revolucionario.

Mientras el Gobierno ronda sobre el antiguo peñasco de la razón de Estado –y esto debe cambiarlo: se entiende lo que quiero decir–, la oposición no está atada a ningún raciocinio, a ningún punto fijo. Actúa como si fuera un “medio de comunicación”, reticular y difusa. Manos libres, traslúcida, movilera, canchera, talante novelero, levedad del ser, bajando de su anaquel decisionista fraseologías de izquierda o de derecha, estatistas o liberales, tanto da, conjeturando una nueva aerolínea del aire o dándole aire a cualquier línea conjeturada.

La noción de locura como acto de degradación de la institución pública, que precisamente se debe exponer a través de la voz gubernativa, es una imputación límite, la pieza final de un ánimo exonerativo. Ha conseguido en una medida importante neutralizar la capacidad estatal de generar creencias colectivas. Ha puesto sitio a la diferencia política que encarnaba el Gobierno. Parece haberlo logrado con una difusa división de trabajo que comienza por quienes en barrios lejanos formulan mediciones de riesgo –digamos, un puñado de ejecutivos de Standard & Poor’s– y los que en suburbios conocidos arrojan de a puñados la idea de que estamos en el punto de riesgo estándar. Hay locura. Así como Néstor Perlongher decía “hay cadáveres”, algo se nos devuelve diciéndose “hay perturbados, hay delirantes”. El ex presidente Duhalde quedó a cargo de esa ulterior formulación.

Es la que habilita que todo sea posible en materia de conflagración o antítesis. El sentimiento de que todo es posible es en verdad un rasgo del totalitarismo. Y esto lo garantiza el arpón que proviene de los sitiadores y sus exorbitantes acopios, ese volumen de lenguaje que no cesa para declarar la mácula, el escarnio, la tara. No hace mucho, un diario opositor publicó un “diagnóstico psiquiátrico” sobre Kirchner. La expresión bipolar –bien calificada por Jorge Pinedo en PáginaI12 como “hazaña gramatical de última generación, capaz de hacer mutar una categoría (nunca al azar) psicológica en diatriba de cabotaje”– aparece como pseudociencia del chiste entre amigos, como golpe en el diccionario y como diccionario golpista. No es posible combatirlo afirmando sólo una razón de Estado que ahora será vista como locura, sino recreando el lenguaje público de la razón crítica, la de los movimientos populares argentinos del siglo XX, aun con su herencia a ser reescrita.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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