EL PAíS › OPINION

Homenaje a un político en tiempos políticos

 Por Luis Bruschtein

Igual que Raúl Alfonsín, Héctor Cámpora debió asumir como presidente en la transición de una dictadura a la democracia. No son comparables las dos situaciones, pero a Cámpora se le complicaba porque el partido militar no estaba debilitado, porque las organizaciones guerrilleras habían crecido y hasta cierto punto se habían legitimado en la lucha contra la dictadura, porque se anunciaba una dura interna peronista tras largos años de proscripción y porque él mismo había llegado a la presidencia a partir de la proscripción del candidato natural del peronismo.

Es más fácil dirigir una revolución que una transición de ese tipo, llena de obstáculos políticos tan intrincados. Hay que tener los principios claros y una vocación política absoluta para afrontar toda la gama de presiones y de acuerdos imaginables sin perder el rumbo ni el gobierno, que en su caso era transitorio, por lo menos hasta que hubiera condiciones para que Perón fuera el candidato y el presidente legítimo.

Se podrá discutir sobre Cámpora, sobre sus posiciones políticas o ideológicas, pero nadie puede cuestionar a esta altura de la historia esa vocación política absoluta. Someterse a ese magma volcánico de corrientes y contracorrientes que se entremezclan y bifurcan para lograr los respaldos críticos para un proyecto político suele no ser tan valorado. En contrapartida, el dirigente que levanta una bandera y espera que lo sigan, aunque no lo siga nadie o lo hagan unos pocos, tiene una aureola arrobadora de heroísmo y desprendimiento personal.

Según la situación, esa actitud testimonial de minoría total puede ser tan útil como la otra. Pero sucede así sólo en situaciones críticas, por ejemplo en una dictadura cerrada o en la cárcel. En la mayoría de los casos, esa imagen es falsa y es perniciosa si se antagoniza con la del político, sobre todo en una época donde la política es la principal herramienta para lograr transformaciones.

Si algún dirigente en la historia reciente demostró desprendimiento personal, justamente fue Cámpora, que por no ser un político testimonial se tiró de cabeza en ese maremoto que era la Argentina del ’73 para garantizar que Perón pudiera ser candidato en elecciones sin proscripciones, que era una condición indispensable para un esquema democrático mínimo. Hizo lo que había que hacer y encima a él le fue mal, triturado entre todas esas fuerzas y el mismo Perón. Salió apaleado de la tormenta, le endilgaron el calificativo de obsecuente y fue cruelmente perseguido por los golpistas del ’76.

Más de treinta años después resulta que esa famosa “obsecuencia” por haber facilitado el retorno de Perón al gobierno fue uno de los actos políticos más democráticos de aquellos días. No es necesario coincidir con todo su pensamiento para reconocer ese gesto.

En tiempos políticos se reivindica a los políticos populares como Cámpora que hicieron política sin abandonar sus convicciones, que supieron sumar y confrontar, que sacrificaron aspectos personales, egolatrías y vanidades en función de objetivos abarcadores y consensos de masas que permitieron avanzar a la sociedad en su conjunto.

En épocas de acción política, la derecha sataniza la política –menos cuando la practican sus exponentes– y de sus contrarios sólo glorifica las expresiones testimoniales por la pureza y la dignidad que supuestamente no tienen los demás. La corrupción y la venalidad muchas veces se entremezclan con la política y a la derecha le interesa generalizar esas imágenes porque en el fondo son sus aliadas. La opción sería hacer política corrupta o plantarse en la “dignidad” de lo testimonial.

El recuerdo de un político como Cámpora, un dentista sin gran fortuna personal, que sufrió persecución, cárcel y exilio, que incluso fue denostado por cumplir lo que había prometido, demuestra que esa opción es falsa.

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