EL PAíS › EL FENOMENO DE LA CONCENTRACION DE PODER EN LOS PRESIDENTES

El poder cambia

Pasa en todos lados, pero por estos rumbos se dan casos extremos. El presidencialismo a costa de los Parlamentos estira los límites del sistema democrático, pero también genera reacciones positivas.

 Por José Natanson

OPINION

La concentración del poder en la figura del presidente es un mal que aqueja a buena parte de los presidencialismos modernos y que tiene en América latina ejemplos extremos, un poco por factores de cultura política –el pretorianismo exacerbado tras años de dictaduras– y otro poco por la inestabilidad económica y las crisis recurrentes, que multiplican el recurso a la emergencia. Así se ha ido definiendo un modelo especial de (hiper)presidencialismo que asume diferentes nombres: “Democracia delegativa” (en la clásica definición de Guillermo O’Donnell), “presidencialismo hipertrofiado” (Carlos Nino) o “decisionismo presidencial” (Hugo Quiroga). Esta tendencia bien latinoamericana admite matices. En sólo tres países de la región el presidente posee la facultad de emitir decretos-leyes: Argentina, Brasil y Perú (a los que ahora se ha sumado Venezuela). En Chile, el Ejecutivo sólo puede emitir decretos especiales con la delegación expresa del Congreso, y en Colombia debe declarar antes el estado de emergencia.

Un caso interesante es el de Brasil. La Constitución de 1988 estableció que las “medidas provisorias” (equivalentes a decretos de necesidad y urgencia) tenían una validez máxima de treinta días, pero no se reglamentó el modo de reeditarlas, con lo que el gobierno las renovaba una y otra vez, durante años. De este modo, el Plan Real estuvo vigente durante una década. Luego, se dejó de lado este mecanismo y se impuso lo que se llama “trancar a pauta”: si el Ejecutivo emite una medida provisoria, el Congreso no puede sancionar ninguna ley modificatoria hasta que no la ratifique o la derogue. Aunque el objetivo era inducir al gobierno a buscar acuerdos parlamentarios, el resultado fue fortalecer su manejo de la agenda legislativa.

Argentina es parte de esta tendencia general. La delegación de facultades legislativas al Ejecutivo, la apelación a los decretos de necesidad y urgencia y el veto parcial de las leyes se han ido cristalizando a lo largo de los años, en un amasijo de normas que comenzó durante el último tramo de la gestión alfonsinista, se acentuó durante el menemismo y se consolidó durante la era K. En 2006, luego del triunfo de Cristina Kirchner en Buenos Aires (es decir, una vez garantizada su hegemonía sobre el peronismo), Kirchner impulsó dos leyes que reforzaron esta tendencia. La primera es la reforma a la Ley de Administración Financiera –los superpoderes– que le permitió al gobierno cambiar la distribución de partidas del presupuesto sin necesidad de acuerdo legislativo (cosa que hasta el momento sucedía pero con una autorización provisoria). Básicamente, implica que el Congreso no cede del todo, pero sí atenúa severamente, su función esencial de asignación presupuestaria.

La segunda ley fue la reglamentación del control parlamentario de los decretos de necesidad y urgencia. La idea era ponerse al día con una de las tantas asignaturas pendientes de la Constitución del ’94, que incluyó los decretos de emergencia en su texto y estipuló una reglamentación que nunca se creó. Sin embargo, la forma en que finalmente se diseñó el mecanismo no establece ningún plazo para que las cámaras aprueben o rechacen los decretos que, mientras tanto, son considerados válidos. Esto, que la tecnojerga legislativa define como “sanción tácita o ficta”, invierte la carga en la oposición: no es el gobierno el que debe construir una mayoría para sostener sus decretos, sino la oposición la que debe conseguir los votos para anularlos, lo que les permite a los legisladores oficialistas avalar las decisiones del Ejecutivo sin pagar los costos políticos de refrendar –es decir, avalar de manera explícita– disposiciones antipáticas.

Argumentos

Tras su derrota en las elecciones del 28 de junio, el Gobierno se ha visto obligado a ceder (o devolver) parte del poder acumulado, tanto al Congreso como a los gobernadores provinciales. La tendencia poselectoral a un mayor equilibrio de poder es una buena noticia y conviene discutir algunos argumentos que se escuchan últimamente para relativizarla.

En primer lugar, hay que analizar con delicadeza la idea de que la supresión de las facultades delegadas conduciría automáticamente a un escenario de desestabilización. La perspectiva es posible, por supuesto, sobre todo si la oposición sigue el mandato de la Mesa de Enlace y aprueba, por ejemplo, la eliminación instantánea y total de las retenciones. En cambio, el argumento parece menos razonable si se establece una reducción progresiva a lo largo del tiempo o se diseña un esquema atado a la evolución de las cuentas fiscales.

Es difícil anticipar qué sucederá en los próximos años, pero lo que se pretende argumentar es que hay varias alternativas que podrían conjugar una disminución de las retenciones con la supervivencia fiscal del Estado y que, por lo tanto, depende de la posición exacta de la oposición y de la destreza negociadora del oficialismo que la situación derive en uno u otro escenario. En suma, una línea muy fina –y muy discutible– separa la ofensiva desestabilizadora del tironeo presupuestario, y hasta que la situación se verifique en la práctica tiene poco sentido anticipar tanto una cosa como la otra.

Por otra parte, el presidente siempre puede recurrir al perfectamente constitucional recurso del veto, cosa que ya ha hecho (por ejemplo con la Ley de Glaciares). Desde luego, hacerlo implica exponerse a una condena de la opinión pública, lo que devuelve el tema a la legitimidad popular de las decisiones presidenciales.

El otro argumento interesante de discutir es aquel que afirma que el Congreso no podrá asumir funciones que hasta el momento eran patrimonio del Gobierno –por ejemplo, determinar el porcentaje de retenciones que garantice la sustentabilidad fiscal– debido a las divisiones (muy ciertas) del arco opositor, o al hecho (no menos verdadero) de que el Parlamento carece de la necesaria competencia técnica (que sí tendría el Ejecutivo). El razonamiento es un dialelo (se muerde la cola): si se lo sigue al pie de la letra, el Congreso nunca podrá asumir esas funciones, pues dentro de dos años tendrá aún menos experiencia, y así hasta la eternidad.

Pero lo central, más allá de los argumentos, es que, en un sistema republicano, el recorte de los márgenes de acción del gobierno y el fortalecimiento de otros poderes implica siempre un debilitamiento en el corto plazo, en la medida en que supone un límite a su capacidad de maniobra del Ejecutivo, pero puede fortalecerlo en el largo, obligándolo a negociar y buscar una base política y social más amplia para sus decisiones, que de este modo gozarían de una mayor legitimidad. La negociación parlamentaria genera por definición resultados subóptimos, que si por un lado imponen límites a la voluntad transformadora, por otro pueden –sólo pueden– fortalecerla, en la medida en que dotan a las decisiones de una mayor solidez y durabilidad.

La negociación de una determinada política tiene otra ventaja. En la medida en que involucra a otros actores políticos y sociales y le da tiempo a la sociedad –y a los medios– de entender los matices de temas en general muy complejos, fomenta la deliberación pública. Esto no implica que no se puedan cometer errores: una ley aprobada tras un largo proceso de debate abierto no necesariamente es buena (la sociedad se equivoca), ni mejor que un decreto, pero probablemente sí sea más legítima. El Gobierno ha dado muestras de este tipo de estrategias, por ejemplo con la autolimitación en la designación de los integrantes de la Corte Suprema, pero se ha mostrado menos propenso a adoptar estos mecanismos participativos cuando se trata de discutir temas presupuestarios o medidas de política económica.

Horizontal

Como suele suceder en los momentos de debilidad relativa del Gobierno –los últimos años del alfonsinismo, el tramo final del menemismo y prácticamente toda la gestión de la Alianza–, el poder se dispersa, hacia abajo (a los gobernadores) y hacia los costados (al Congreso). La media sanción de Diputados al nuevo esquema de facultades delegadas y la amenaza legislativa de anular los aumentos tarifarios –que forzó al Ejecutivo a dar marcha atrás– son ejemplos de esta mayor multipolaridad de la dinámica política.

En este marco, un elogio al presidencialismo. Supuestamente, uno de sus defectos es que –a diferencia del parlamentarismo– el mandato del presidente es rígido, lo que, en teoría, priva al sistema de la capacidad de adaptación necesaria en momentos en que cambian las relaciones de fuerzas. En casos extremos de crisis, argumentan tantos defensores del parlamentarismo, ello conduce al quiebre del sistema.

Pero el rol que ha comenzado a ocupar el Congreso incluso antes de que asuman los nuevos legisladores revela una flexibilidad inesperada del sistema presidencialista, que ya había quedado demostrada durante la crisis del 2001, cuando, debilitado por el origen no popular de su mandato y con la espada de la crisis pendiendo sobre su cabeza, Eduardo Duhalde lideró un gobierno parlamentarizado en base a un acuerdo con casi toda la clase política: el peronismo, el radicalismo alfonsinista y un sector del Frepaso.

No fue el único caso. En Paraguay, tras el asesinato del vicepresidente en marzo de 1999, el Congreso destituyó a Raúl Cubas Grau y designó en su reemplazo al titular del Senado, Luis Angel González Macchi, que gobernó hasta las elecciones siguientes. En Perú, luego de la renuncia de Alberto Fujimori en diciembre del 2000, el Congreso designó al senador Valentín Paniagua como presidente transitorio hasta los siguientes comicios, en los que se impuso Alejandro Toledo. Y en Ecuador, fue también el Congreso el que lideró las complicadas negociaciones luego de la caída de Jamil Mahuad y, un par de años después, el que organizó el gobierno tras la destitución de Lucio Gutiérrez.

En todos los casos, se produjo un vacío de poder que fue ocupado por el Parlamento. Y fue el Parlamento el espacio en el que, tras negociar trabajosos consensos multipartidarios, se designó a un líder de reemplazo –o se fortaleció a un debilitado vicepresidente–, que se encargaría de ordenar la situación hasta la próxima convocatoria electoral, que le devolvería el poder a un candidato surgidos de las urnas.

Vertical

Del mismo modo que el Congreso ha ganado protagonismo, los mandatarios provinciales ocupan cada vez más espacio, en una reversión parcial de la tendencia predominante en los últimos años, cuando se produjo una centralización fiscal innegable. Los números son elocuentes: antes del golpe del ’76, el total de la recaudación impositiva se repartía en 50 por ciento para la Nación y 50 por ciento para las provincias; durante el alfonsinismo, en un contexto de debilidad presidencial, las provincias llegaron a apropiarse del 56 por ciento. Hoy la Nación se queda con el 70 por ciento y las provincias con el 30, lo cual se explica por el incremento de los recursos derivados de impuestos que no se coparticipan, como el impuesto al cheque (14 mil millones de pesos recaudados en el 2008) y las retenciones, que generan el 14 por ciento de la recaudación.

Pese a este desequilibrio, sería un error ver a los gobernadores como seres indefensos expuestos a la maldad unitaria. Su poder se mantuvo, incluso en los momentos más bajos, por una larga serie de motivos: el origen federal del Estado (cristalizado en un Senado en el que todas las provincias tienen igual presencia); por decisiones político-administrativas anteriores a Kirchner, como el traspaso de la educación primaria (durante la dictadura) y secundaria (durante el menemismo, junto con la salud) a las provincias; y por razones político-electorales, como la territorialización del sistema de partidos y las reformas constitucionales que habilitaron la reelección (y a veces la re–reelección) de los gobernadores, incrementando su control sobre los subsistemas políticos locales.

La paradoja es un esquema de gobernadores que podrán tener comparativamente menos recursos que en el pasado, pero que nunca han perdido su peso político. Y alcanza con revisar la tapa de los diarios de los últimos días para comprobar que, desde las elecciones de junio, los mandatarios provinciales han ido ganando un espacio considerable. Aunque la proclamada “liga de gobernadores” aún no se ha lanzado, su opinión es clave para la definición de los grandes temas de agenda: las negociaciones parlamentarias, el reparto de los recursos y, por supuesto, la sucesión en el peronismo.

Good news

Como el tiempo, la belleza y el salario, el poder es relativo: siempre hay que mirarlo en función de otro. Es, según todas las definiciones, una relación social, un proceso fluido que puede cambiar.

Las noticias últimos días son un ejemplo interesante del carácter relacional y dinámico del poder: el centro de gravedad política se ha desplazado –parcialmente– del Ejecutivo nacional al Congreso y los gobernadores, creándose una escena política más multipolar y dispersa. Y si esto demuestra que el kirchnerismo, bajo las dosis adecuadas de presión, es capaz de abrirse al diálogo (con los partidos) y retroceder (con las tarifas), también revela que una pérdida del poder relativo del gobierno no implica necesariamente una paralización absoluta ni una restauración conservadora ni el final de lo que Ricardo Forster definió como “el entusiasmo crepuscular y bello” del kirchnerismo.

Finalmente, parece claro que los dos ejes de nuestro sistema político –el presidencialismo republicano y el federalismo– son más flexibles de lo que habitualmente se piensa, y que el cambio en las relaciones de poder detonado por la derrota oficialista en las elecciones del 28 de junio está produciendo una serie de reacomodos y nuevas correlaciones de fuerza a los que el sistema institucional parece adaptarse de manera natural, con una agilidad impensada. Entre tantas informaciones cruzadas, ésa es una buena noticia.

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