EL PAíS › ¿POR QUE SE METE EL GOBIERNO?

Salario decretado

 Por Julio Nudler

¿Por qué determinar salarios por decreto, cuando ya hay en marcha varios procesos de negociación entre empleadores y sindicatos? ¿Por qué el ministro de Trabajo no incentiva ese regateo, en lugar de intervenir desde el sector público en el mercado laboral? Estas preguntas, lanzadas con obvio sentido crítico, parten de una presunta constatación: ya no prevalecen hoy las condiciones –shock económico, desempleo explosivo, salto inflacionario– que existían año y medio atrás, cuando se inició la serie de adicionales no remunerativos al salario. Se presume que actualmente los asalariados han logrado recuperar una básica capacidad de negociación, que ya no justifica la intervención pública en las retribuciones que paga el sector privado. Según esta visión, la vigente libertad de precios –cuya única excepción son las tarifas– tendría que corresponderse con la libre fijación del salario, renunciando a explotar políticamente este filón.
En realidad, tanto para una como para otra alternativa vale la misma limitación: sólo uno de cada cuatro trabajadores del sector privado están registrados. A los otros tres muy probablemente no les llegue ningún beneficio salarial decretado, pero, del mismo modo, tampoco están en condiciones de negociar paritariamente su remuneración por cauces gremiales. Esta marginalidad no ha variado significativamente, y puede cuantificarse. Según un índice elaborado por la consultora SEL, de Ernesto Kritz, mientras que los trabajadores en blanco perdieron un 8 por ciento de salario real respecto de diciembre de 2001, los que están en negro resignaron un 30 por ciento. La diferencia obedece a que estos últimos no logran cobrar lo que el Gobierno pretende les paguen. Sus ingresos nominales siguen siendo los que eran, con lo que absorbieron plenamente el aumento de los precios al consumidor. Y si ese incremento se acelera en los próximos meses, como ya ocurrió en octubre, seguirán perdiendo poder de compra.
Esto ayuda a explicar por qué más del 70 por ciento de los trabajadores en blanco no figura entre la población sumida bajo la línea de pobreza, mientras la gran mayoría de los no registrados están precisamente allí. De manera que, ante esta partición del mercado de trabajo, la intervención pública tiene dos efectos contradictorios. Por un lado, el benéfico de incrementar la masa salarial conjunta, atenuando la regresiva distribución del ingreso, ya que la mitad de esa masa es percibida por los trabajadores en blanco. Por otro, el perverso de profundizar la brecha entre formales e informales, que desde mediados de 2002 se agrandó en más de 30 puntos.
Visto desde el costado de los empleadores, esta incidencia contiene el peligro de incentivar la informalización del mercado de trabajo, porque premia relativamente al evasor. Aunque una empresa formal, fiscalizada por la AFIP, difícilmente pase a la clandestinidad fiscal para negrear sus salarios, puede sí recurrir a fórmulas intermedias, como la tercerización de ciertos servicios, que pasan a ser provistos por presuntas firmas independientes que sí vulneran las normas, entre otras variantes.
Si la capacidad negociadora de los asalariados depende, en buena medida, del contingente de desocupados disponibles, la diferencia tiene que ser significativa entre los trabajadores formales, en cuyo segmento el desempleo abierto sólo afecta al 8 por ciento, y los no registrados, origen de dos de cada tres desocupados. Tampoco es probable que un desempleado proveniente del sector informal consiga un trabajo formal, porque lo que suele caracterizarlo es una escasa o nula calificación.
Aunque es cierto que, con el viento a favor de la reactivación, el empleo formal dejó de caer este año e incluso comenzó a subir, tres de cada cuatro puestos de trabajo creados tuvieron carácter informal. Se trata, por ende, de asalariados que están fuera del radar de cualquier intervención pública en sus remuneraciones, y que tampoco cuentan con chances ciertas de imponer sus reivindicaciones a través de la negociacióncolectiva. En su gran mayoría, sus empleadores son microempresarios que subsisten (quizás algunos medren incluso) evadiendo todo, desde el IVA hasta las contribuciones sociales. La explicación económica (para algunos será sólo una coartada) es que la baja productividad no les deja otra opción.

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