EL PAíS › OPINIóN

La cultura de la verdad, la memoria y la justicia

 Por Ana María Careaga *

Sigmund Freud caracterizó la condición humana como aquella capaz de actuar contra sí misma y contra los demás. Como fundador de una disciplina que exploraba los mecanismos más profundos del alma humana, Freud dio cuenta de esa constitución y sostuvo que el hombre era capaz de cometer los crímenes más horrendos si sabía que no iba a ser castigado por ellos.

El terrorismo de Estado en la Argentina tuvo, en el marco de un plan organizado minuciosamente a tal fin, muchos de esos exponentes dispuestos a cometer los crímenes más atroces. Para ello, se diseñó una estructura de centros clandestinos de detención a lo largo y a lo ancho del suelo argentino. Allí, en la más absoluta condición de clandestinidad, los represores se ensañaban con sus víctimas sometiéndolas a los tratos más crueles e inhumanos, despojándolas de su identidad y apuntando a la despersonalización y a su reducción a la condición de puro objeto.

Recuerdo la tortura, la flagelación del cuerpo, como una de las expresiones más siniestras de las prácticas concentracionarias. Allí, tirados en las celdas, escuchábamos los gritos desesperados de las personas que estaban siendo torturadas en los llamados “quirófanos”, otro modo de nombrar, con un significante al servicio de la vida, los dispositivos destinados a agujerear los cuerpos antes de la muerte. Transitando vivos por la muerte, los cuerpos se convertían en depositarios de lo peor, que cada uno de esos sujetos era capaz de desplegar contra el ser inerme al que sometían.

“Nosotros tenemos el tiempo del mundo”, “nadie sabe dónde estás”, decían a sus víctimas indefensas mientras las torturaban, como describió Rodolfo Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar, “sin límite de tiempo”.

El “desaparecido” era tachado del mundo de los vivos mientras sus familiares, madres, abuelas lo buscaban infructuosamente. Eso era la desaparición. Por eso las madres se dicen paridas por sus hijos. Y así como lo peor de la condición humana se puso de manifiesto en los campos de concentración, también lo mejor de ella devino una de las expresiones más nobles, e inéditas en el mundo. Y tuvo lugar en nuestro país.

Y así nacieron las madres. Empezaron a pura pregunta, a puro interrogante, a pura falta, ahogando el grito que les salía de las entrañas: “¿Dónde están?”.

“Señor, ¿sabe dónde está mi hijo?”. Repetían una y otra vez una pregunta que no tenía respuesta. Sólo silencio. Del otro lado, esos señores de cuarteles, ministerios, juzgados, cárceles y comisarías se convertían en los portadores de un saber inexpugnable.

“Señor, ¿sabe dónde está mi hijo?”. “Está desaparecido.” Ellas tuvieron que construir las respuestas. Los desaparecidos no estaban en ningún lado. Era como si se los hubiera tragado la tierra. “No existen, no tienen entidad”, decían sus desaparecedores.

Y ellas buscaban por todos lados. Daban vueltas por todos lados. Vueltas. En círculo sobre sí mismas, alrededor de una pirámide. Dibujando en esa plaza una ronda que no habría de borrarse nunca.

Y así aprendieron. Aprendieron a esperar y aprendieron a dejar de esperar. Aprendieron a tragarse el dolor y aprendieron a dejar de tragarse el dolor. De cada agonía individual hicieron un solo grito colectivo. Dejaron de ser una para ser todas: las Madres de Plaza de Mayo.

Y se convirtieron en infinitas, como el duelo imposible, como la desaparición. Pero nunca se resignaron. No hubo punto final para ellas, ni obediencia debida. Ni indulto.

En algunos casos, guardaron el lugar del hijo en la mesa, la habitación, la casa. En otros no. Pero siempre los conservaron en el alma. Eternamente.

Hicieron que los desaparecidos dejaran de ser un secreto a voces y, como al principio la vida, les dieron entidad, les restituyeron su historia, les devolvieron su identidad.

Hoy esas historias lastimadas se ponen de relieve en los juicios que se llevan adelante por delitos de lesa humanidad. Y también el compromiso generoso de quienes abrazaron un proyecto emancipatorio. Allí otra vez lo peor y lo mejor de la condición humana salen a la luz. En un acto de justicia.

Escuchamos a las Madres en las audiencias, decir una y otra vez que no quieren venganza, quieren justicia, mientras intentan describir con palabras ese agujero irreparable, ese dolor infinito que la desaparición dejó para siempre en ellas.

Frente a la desaparición forzada esa respuesta ética sin precedentes expresada por los organismos de derechos humanos, que lucharon denodadamente por Memoria, Verdad y Justicia, fue interpretada cabalmente por un gobierno que hizo de ese reclamo histórico una política de Estado. También sin precedentes.

Entonces la Argentina ya no fue sólo tristemente célebre por la desaparición. Fue célebre también por esos pañuelos blancos que dieron la vuelta al mundo como expresión de dignidad, y por haber juzgado esos delitos aberrantes de modo ejemplar, contrarrestando la impunidad y acotando ese goce oscuro de quienes, presuponiéndose impunes, estaban dispuestos a hacer una y otra vez lo mismo.

Ya no es igual este país. Incluso para los que pretenden dar marcha atrás y desandar los años de justicia. Ya no es lo mismo. Es un país más justo incluso para ellos. Esa es la paradoja. Por eso hoy escuchamos que “los juicios forman parte del contrato social de los argentinos”, y eso implica un legado simbólico, histórico, cultural.

Este 8 de diciembre se van a conmemorar los diez años de la identificación de los restos de tres madres fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, una religiosa francesa y una militante de derechos humanos. Sus cuerpos aparecieron a fines del año 1977 en la Costa Atlántica. Habían sido detenidas-desaparecidas en un operativo conocido como el secuestro de los doce de la Santa Cruz.

Sus huesos presentaban múltiples lesiones que daban cuenta de la causa de la muerte por el impacto de la caída de altura al mar. Se pudo probar en los juicios el circuito del horror, había testigos de su secuestro, de su cautiverio en la ESMA y luego el estado de sus restos se constituía en prueba de la “solución final” de la que se jactaban los represores: “los vuelos de la muerte”, mediante los cuales arrojaban con vida al mar, desde aviones, a los detenidos-desaparecidos.

De todo ese circuito hubo y hay autores materiales. Esos son los que están siendo juzgados en los juicios que hoy se pretende cuestionar, algunos de los cuales ya han sido condenados y están en prisión. Porque son culpables de esos crímenes aberrantes, inalienables e imprescriptibles, de genocidio. Y susceptibles de ser juzgados en cualquier parte del mundo en el que tengan lugar, porque así lo ampara la jurisprudencia internacional. Son esos torturadores, esos criminales, los que hoy están sentados en el banquillo de los acusados. Son los pilotos que arrojaban a los desaparecidos con vida desde los aviones, son los que les ponían las inyecciones antes de subirlos a los vuelos, son los que se apropiaron de los bebés. Porque en la Argentina del terrorismo de Estado secuestraron a una generación comprometida con la realidad de su tiempo, se apropiaron de sus hijos y desaparecieron a quienes los buscaban. Son culpables aunque no hayan asumido nunca la responsabilidad. La pretendida reconciliación de los argentinos no es sobre una historia de crímenes y pérdidas que no tiene reparación posible. Lo susceptible de reparar tiene que ver con la justicia.

Sí, esta Argentina es una Argentina distinta, en donde el crimen se denunció con Verdad, se condenó con Justicia y se seguirá sosteniendo con Memoria.

* Psicoanalista. Docente en la UBA. Ex detenida-desaparecida, testigo en los juicios.

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