EL PAíS › OPINIóN

La felicidad inminente

 Por Eduardo Aliverti

La semana pasada, con una intensidad nunca vista en los casi cinco meses y medio de gestión, pudieron apreciarse las dos velocidades con que se juzga y percibe al gobierno de Macri. Una es la de los medios de comunicación que le ofician de propagandistas, y el beneplácito del electorado inevitablemente gorila. La otra, todavía con muchos matices y, es aquella que comienza a mostrarse en la calle, en el mundillo político, en las pymes, en las encuestas e, incluso, a través de pistas que son fácilmente detectables en los propios medios oficialistas.

La disconformidad y el enojo venían expresándose mediante manifestaciones específicas; de congregación masiva, pero podría decirse que sectorial. En cronología, el tiempo inmediatamente posterior a la asunción de Macri conllevó esa luna de miel, o expectativas esperanzadoras, que acompaña en sus inicios a todo gobierno elegido por vía democrática. Fue la instancia de mayor cantidad de despidos en el Estado, que el grueso de la sociedad contempló –y, en buena parte, quizá siga viendo– como la patada necesaria contra tanto ñoqui de la “grasa militante”. Los efectos de la devaluación monetaria eran todavía el ajuste necesario, el blanqueo de una mentira fiscal, el sinceramiento de la economía, sin importar que se sumaran a la quita de retenciones al agro provocando una transferencia de ingresos descomunal a favor del capital más concentrado. La impunidad de esos momentos llegó hasta el límite de haber pretendido colar por la ventana a dos jueces de la Corte Suprema, tan republicanistas ellos, mientras gobernaban a puro DNU. Un primer episodio de cierta inflexión fue la marcha del 24 de marzo, a 40 años del golpe. Se trató de la convocatoria más impresionante nucleada para los aniversarios redondos de esa fecha. Sin embargo, cualquier abogado del diablo pudo interpretar que simplemente fue la primera y gran catarsis de los derrotados en las urnas. Algo parecido se le aplicó a la reaparición de Cristina el 13 de abril, cuando debió comparecer ante al juez servilleta que no fue capaz de enfrentarla cara a cara. El 1 de mayo, en cambio, las cosas se asemejaron más a un punto de quiebre porque otra manifestación pública abrumadora congregó a todos los aparatos sindicales (excepción hecha de las huestes de Luis Barrionuevo, a quien –por esas curiosidades periodísticas– sigue adjudicándosele conducir una “central” que apenas agrupa a sus tropas gastronómicas y poquísimos más). La del Día del Trabajador fue una marcha exigida e impulsada desde las bases: nunca hubiera ocurrido de ser por la voluntad de dirigentes como Hugo Moyano, quien sólo accedió al comprobar que le cascoteaban el rancho para después producir, en el acto, un discurso lamentable, aclarándole a Macri que no se protestaba contra él sino por algunas de sus medidas. Otro hito fue, hace pocos días, el andar unificado de la comunidad universitaria, que en la paritaria acaba de torcerle el brazo a ofrecimientos miserables. En esa muchedumbre también se vio el milagro de juntarlos a todos. Chinos, radicales, troscos, kirchneristas, estudiantes sueltos. Pero, se insiste: buscándole el pelo al huevo, pudo creerse que solamente fueron y son reclamos de sector.

El pequeño detalle es que la suma de sectores, muy lejos de ser unidad, por la fuerza de los hechos ya sí parece a una unión de afectados, decepcionados e ideologizados, en ese orden cuantitativo. Y sobre todo, semeja a la eventual potencia de unas gentes que, hayan votado como fuere y por las inclinaciones que sean, sufren el mazazo en sus bolsillos. Al aumento brutal en las tarifas del transporte público, que aqueja en primer término a las franjas más bajas de la pirámide, se agregó el incremento en el precio de la nafta, que cala hondo en la subjetividad de la clase media. Si ese acumulado estaba bajo relativo control comunicacional, gracias a empardarlo con Lázaro Báez, La Rosadita & Cía, la distracción se desgaja porque el boliche de la esquina saltó de dos mil pesos de luz a diez o doce mil; porque la pequeña y mediana empresa que le da trabajo a unas decenas o cientos de laburantes ya no puede afrontar sus gastos de mantenimiento; porque a quien tiene que tomar dos bondis por día, más una inflación al trote que le restringe el consumo de la canasta básica o la salida a tomar una cerveza, no le alcanza con que todo es culpa de Cristina. Los curas de las parroquias avisan que les volvió la gente pidiendo comida. Los rectores de las universidades del conurbano bonaerense cuentan de a miles los pibes que abandonaron, porque no tienen plata para trasladarse, porque en la familia perdieron el trabajo, porque hay que parar la olla agarrando lo que venga. Tomado el termómetro de las terminales de Once, Retiro, Constitución, en el nada más y nada menos que Buenos Aires y su área metropolitana, se pasa a las ocho o nueve de la mañana y se ve que no hay ni de cerca el movimiento de un otrora que fue hasta hace poco. Los tacheros no pueden creer que “la ciudad” parezca vacía en horario pico. Los restoranes ya no se llenan ni de cerca como cuando estaba la yegua, y la aceptación de tarjetas de crédito es cada vez más fluctuante. Y esos medios que venden como trascendente si el Papa la recibe a Hebe o rechaza a Barrientos. Y la Gerencia de la Felicidad y los talleres macristas del Entusiasmo. Y que hasta Massa, a minutos de que Diputados aprobase el proyecto de ley antidespidos kirchnerista, corra por izquierda al macrismo enrostrándole que lo sacado a las pymes se lo dio a las mineras. Macri la vetó porque sus intereses de clase están bien por delante de cualquier costo político. Pero al margen, ¿a quién le importa si esa ley tendría alguna efectividad y cuánto serrucharía que las empresas se animen a dar trabajo, si lo que falta es justamente laburo porque un modelo como éste necesita un magnífico ejército de desocupados dispuestos a aceptar el rebusque que venga?

Nada de todo eso es mera sensación, como dicen los referentes gubernamentales cuando aluden a que no hay despidos masivos. ¿A qué le llaman masivo? Solamente tomando en cuenta abril pasado, de acuerdo con el relevamiento del Centro de Política Argentina (CEPA) que al igual que otros tantos no fue desmentido por ningún órgano ni comunicador oficial u oficioso, hubo 14 mil cesantías y suspensiones. Ya no son empleados estatales. Provienen del sector privado y en especial de las industrias. La cifra remata en que, desde diciembre, se quedaron sin trabajo casi 155 mil personas. Alrededor de un tercio corresponde al sector de la construcción, seguido por los metalúrgicos, las alimenticias, las automotrices, los autopartistas, el neumático y las petroleras. Y conste que el paquete involucra únicamente a los laburantes en blanco. En el sector textil -que siempre es símbolo del trabajo informal- la caída de la actividad se calcula en un 40 por ciento porque, al descenso en el consumo, los amigazos de Cambiemos le adosaron la apertura indiscriminada de las importaciones para que todos seamos felices ya que el dólar quedó liberado. Hablando de informalidad y de yapa, el Momo Venegas, o bien la quintaesencia del capataz aliado la Rural y aledaños, consiguió de Macri otra tanda masiva de despidos en el Registro Nacional de Trabajadores y Empleados Agrarios (Renatea): adiós a regular el trabajo agrario para ponerle barreras a explotación y trata laboral.

Varias encuestas, de las publicadas y de las reservadas, señalan que, por primera vez desde asumida, la administración de Macri registra una mayoría de opiniones negativas. Por otro de esos misterios sociológicos o encuestológicos, su imagen personal conserva índices mayormente positivos y lo mismo ocurriría con la gobernadora Vidal, a quien, sin embargo, también le ocurre que su gestión empieza a ser vista de floja para arriba. Ya hay signos de choques entre ella y su jefe. En cualquier caso, es un síntoma atendible que hasta los encuestadores macristas vean problemas serios o en rumbo de serlo. Y en el aparato de propaganda oficial, con la cadena de medios privados idéntica a aquello de que acusaban al kirchnerismo, se profundizan las rajaduras. Si una cifra impactante de individuos y pymes exige tarifas sociales, si los clubes de barrio ya no resisten porque no tienen cómo pagar la luz, si brotan los conflictos salariales o de poder adquisitivo por todos lados y así sucesivamente, hasta los medios macristas deben exponerlo. De lo contrario, se quedan afuera del piso de credibilidad. Insistir con la herencia recibida y la corrupción K tiene el límite de si hay o habrá alguna medida a favor de los que menos tienen. Y resulta que no hay ninguna. Es más: redoblan la apuesta y el ministro de Trabajo se permite poner en duda al derecho de huelga, tanto como el humorista Aranguren se habilitó decir que si la nafta está cara no hay que usar el auto (para no abundar en los tilingos oficiantes de economistas, invitados a esos programas televisivos en que gritan todos a la vez, que ante el pan a 40 pesos el kilo invitan a dejar de consumirlo). En esta fiesta de la oligarquía diversificada, como apunta Eduardo Basualdo, son únicos invitados los concentradores de producción, comercialización y especulación financiera. Estos últimos con la tasa de retorno en dólares más alta del mundo, mientras la dichosa lluvia de inversiones brilla por su ausencia en un escenario internacional plagado de papelitos que aumentan otra burbuja.

Es entonces que la pregunta pasa, para variar, en los reflejos de reacción que tendrán los ajustados. Algo de eso es lo que empezó a notarse, con epicentro en territorio bonaerense y un alto ninguneo mediático, pero todavía es o parece ser muy fuerte la sensación de que no debe volverse al “populismo”, al control firme del Estado sobre la economía y sobre todo en torno de las herramientas cambiarias. Empero y como ya lo preguntan desde la derecha mediática y sus actores de poder, ¿tendrá Macri la muñeca, los cuadros políticos y el volumen de liderazgo, para sostener que la felicidad es siempre inminente?

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Imagen: Télam
 
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