EL PAíS › ANA QUIROGA, PSICOLOGA SOCIAL

“Hay conciencia de un nuevo poder”

La directora de la Escuela de Psicología Social lleva 14 años estudiando lo que llama la nueva dinámica social que generaron los saqueos, los piquetes y las asambleas barriales. Un recorrido fascinante sobre modelos alternativos de poder y la resonancia internacional de fenómenos que parecen estrictamente argentinos.

 Por Laura Vales

Ana Quiroga lleva más de catorce años estudiando el tema de la crisis y las conductas sociales gestadas alrededor de los procesos de crisis. Desde el ‘89, cuando la hiperinflación hizo estallar al país, sigue de cerca los cambios producidos en el tejido social. Presenció los largos años de escepticismo, de resignación y parálisis, pero también el nacimiento de una resistencia que hoy no duda en enmarcar en un contexto mundial. “El proceso que aparece tras el 19 y 20 de diciembre se hizo particularmente visible porque hubo un cambio de calidad, dentro de un cambio que ya estaba en marcha”, sostiene. “El tema del protagonismo popular, de la capacidad de enfrentar al poder, de asumir el propio poder, no es una cuestión que surge como un hongo después de la lluvia, sino un camino que se fue gestando en una inversión del movimiento globalizador en el mundo, a partir del año ‘95. Y que en nuestro país se empezó a percibir con mucha más claridad desde el ‘96 y el ‘97.”
–Cuando los desocupados se organizaron.
–Sí, cuando empiezan los cortes de ruta, en Neuquén, Salta y Jujuy. Yo tuve la fortuna de que las jornadas de investigación social de la Universidad de Jujuy, donde me habían invitado, se realizaran cuando comenzaban una serie de cortes de ruta y de esa manera pude conversar y grabar largas horas con distintos participantes de los piquetes. Ahí ya se notaba que algo había cambiado sustancialmente en cómo se estaba posicionando esa gente, cómo analizaban lo que estaba viviendo.
–¿Cuál era la diferencia?
–El eje de ese cambio tenía que ver con el poder y allí está la continuidad con lo que sucede en estos días, ya que la cuestión central del 19 y el 20 de diciembre es que se definió un reposicionamiento alrededor del poder y las instituciones. Aquellos trabajadores rurales y del tabaco jujeños habían estado vencidos, sin esperanza a partir de la desocupación. Habían vivido experiencias de mucho aislamiento, de mucho sufrimiento y habían logrado salir de esa situación. Asumieron que había otras alternativas y que si se juntaban dejaban de ser sujetos victimizados para empezar a tener poder. Tanto, que podían expulsar al gobernador (en Jujuy echaron a tres) y obligar a promesas que aunque después no se cumplieron revelaban una conciencia del poder diferente.
–Esa relectura de los motivos de la crisis logró abrirse paso remando contra la lógica del discurso dominante.
–En ese momento, por ejemplo, en Jujuy se planteaba que la provincia era inviable. Pero la gente tenía claridad sobre la corrupción, sobre cómo se estaba manejando la explotación de la riqueza minera y agrícola. La lectura del ingreso al primer mundo, de la necesidad de la modernización, todo ese discurso que fue dominante en el mundo en la primera parte de los ‘90 empieza a ser cuestionado. A partir de ahí los obreros tabacaleros y del ingenio se juntan para luchar por las fuentes de trabajo y registran que si no pueden copar los lugares de trabajo entonces tienen que cortar las rutas. Eso provoca una modificación en la vida cotidiana de la sociedad, ya que la posibilidad de asumirse como sujeto digno aparece íntimamente ligada al reconocimiento de un poder que se asienta en lo grupal. El poder de las asambleas también está apoyado en la trama social, que es lo que se había destruido en una acumulación que se inicia a partir de la dictadura. Y hay que decir que la dictadura no había logrado destruir el entramado social, porque hubo fuertes lazos de solidaridad. Estaban los que decían “en algo andará”, pero había una enorme red de personas que protegían a los militantes y contenían a las familias de los desaparecidos.
–Usted empezó a estudiar el impacto de la crisis en los grupos a partir de la hiperinflación. También entonces se vieron respuestas solidarias.
–Sí, todavía hubo respuestas solidarias. Pero con los saqueos se produjo un fenómeno que se articula con la hiperinflación que es el de anomia social. Yo trabajé en Rosario y en Bariloche durante esos días y el terror de no tener qué comer al día siguiente –aquella fue la primera gran instalación de crisis con desaparición del poder adquisitivo, a veces en forma absoluta– provocó una ruptura de normas en el plano social. Provocó, por ejemplo, que participaran de los saqueos no sólo los sectores más empobrecidos, sino también los sectores medios, que a la mañana criticaban a “esos negros atorrantes que fueron a saquear” y la tarde también estaban saqueando. Y a la vez empezó esa circulación (que también se dio el 18 y 19 de diciembre) de rumores de invasión de un barrio sobre el otro. Uno de las personas que entrevistamos como parte de nuestro trabajo decía: “Yo estaba parado en el techo de mi casa con un brazalete y un arma que no sabía usar bien, preguntándome a quién le iba a tirar si venían”. Ahí hubo un momento de estallido de los lazos sociales al que siguió una reacción de mayor aislamiento. Todo eso fue generando una transformación del tejido social, pero no podríamos entender qué pasó en la Argentina sin entender el fenómeno mundial de la globalización, porque el proceso mundial de globalización apuntó a esa fragmentación social y subjetiva en contradicción con su discurso de sociedad abierta, plural y sin conflicto.
–¿Qué semejanzas existen entre lo que pasó en el país y lo que ocurría afuera?
–El tema de la fragmentación pasó en el mundo. En el año ‘92 se hizo un congreso internacional de grupos en Montreal donde los máximos referentes de la investigación sobre grupos en Europa y Estados Unidos plantearon lo mismo que llevábamos como conclusiones del trabajo en la Argentina: que habían visto incrementarse la hostilidad en los grupos, que se había vuelto muy difícil la relación interpersonal. El hecho de que esto fuera registrable en otros países del mundo me llevó a desgajarlo de la secuencia histórica de la Argentina, a preguntarme cómo incide esta nueva etapa histórica mundial de la globalización y a través de qué mecanismos psicológicos tanta gente se compró, nos compramos, un orden económico tan antagónico a nuestras necesidades. El análisis de los discursos sociales muestra que funcionaron mecanismos de mucha seducción, de promesa de bienes infinitos, de una sociedad abierta a las diferencias. El capitalismo tuvo un discurso de paraíso terrenal. Cuando no lo pudo cumplir empezó la amenaza. De “éste es el mejor de los mundos” se pasó a “éste es el único mundo posible”.
–Hoy, dentro del país, hay voces que generalizan la responsabilidad de la crisis planteando que “a los argentinos nos pasa esto porque somos corruptos”, o “poco creíbles”.
–Sí, es el discurso de que el problema argentino es un fenómeno endógeno, de producción exclusiva de los argentinos y sobre todo un problema actitudinal. Los otros días Daniel Hadad nos dio un ejemplo de cómo se construye ese discurso: se preguntó qué diferencia un país rico de un país pobre y leyó una especie de decálogo del obsesivo que planteaba que “los argentinos” tenemos problemas con “la puntualidad, la limpieza, la concentración en el trabajo, el respeto por las normas”... Es el mismo mecanismo de culpabilizar a la víctima que funcionó durante la dictadura con el “por algo será”. Esa homogeneización falsa es parte de una descalificación sistemática de un pueblo que en el medio de su sufrimiento está realizando un gran cambio.
–¿Cómo ve la evolución de las asambleas barriales?
–El fin de semana en la escuela de Psicología Social hicimos una jornada sobre crisis y grupo en la que participaron muchos vecinos que integran asambleas. Una de las cosas que trajo la gente es la pregunta sobre la operatividad de las asambleas, con un profundo deseo deafirmarlas, pero a la vez, con un gran interrogante sobre cómo cambiar la realidad. Hay conciencia de un nuevo poder, del poder de estar permanentemente reclamando lo no querido y comienza a perfilarse lo sí querido. El interrogante es cómo conseguir lo deseado, qué nuevas formas de organización se van a consolidar alrededor del poder.
–Dentro de muchas asambleas las disputas por el poder interno son tan feroces que el trabajo concreto queda desplazado. ¿Es inevitable?
–Depende de los grupos. Yo creo que la forma de funcionamiento de asamblea, de grupo amplio, es importante, pero necesita de otra dimensión u otro espacio para que no sólo exista un lugar donde se formulan discursos, sino también espacios para el intercambio y el acuerdo. Algunas formas de funcionamiento conspiran contra la unidad de la asamblea. Seamos realistas: en las asambleas operan distintos sectores de la sociedad, incluso sectores políticos. Hay una búsqueda de hegemonizar en términos de política partidaria esa organización. Y hay una fuerte resistencia de parte de lo más espontáneo de esa organización de la asamblea, que no le molesta que la gente explicite su postura política, pero que se niega con toda razón a ser manipulado. Pienso que muchas de las cosas conflictivas ocurren porque falta un espacio donde desplegar y elaborar ese conflicto. En los grupos siempre hay conflictos por el poder, la posibilidad de llegar a compartir el poder es un proceso de trabajo, de elaboración.
–¿Es distinto este 24 de marzo?
–Está resignificado por el 19 y 20 de diciembre. En plena situación de saqueo, cuando se declaró el estado de sitio y se trató de instalar el argumento de que así se estaba defendiendo a los buenos ciudadanos de las hordas asesinas de los saqueadores, la gente salió a la calle a enfrentar al poder. Tal vez algunos piensen que cualquier pueblo pudo haber hecho lo mismo, pero éste tuvo 30 mil desaparecidos, es decir que tiene necesariamente una marca de temor. Bueno, en ese momento no funcionó. Era mucho más fuerte la indignación y la furia por el despojo. Por eso creo que en diciembre también se revitalizó el Nunca Más.

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