EL PAíS › PANORAMA POLITICO

INTOLERANCIAS

 Por J. M. Pasquini Durán

Diversas líneas de intolerancia social, sutiles o grotescas, están rayando la superficie de la actualidad nacional. Algunas son prolongaciones de la demorada depuración de los cuadros político institucionales, como la que está sacudiendo el arcaico esquema de poder en Santiago del Estero, y que son indispensables para el propósito de configurar un nuevo país. Expresiones del mismo proceso, tarde o temprano, tendrán que cruzar la vetusta maquinaria de la burocracia partidaria de Buenos Aires, donde hay más de un clon de Carlos Juárez. En realidad, para estos casos la definición correcta sería hartazgo público a fin de marcar la diferencia con ese otro tipo de intolerancia que abarca a los que se sienten molestos con distintas manifestaciones de la pobreza, desde los cortes piqueteros hasta la presencia de los espectros urbanos que son los “cartoneros”.
Para conservar el debido equilibrio narrativo, hay que subrayar otra vez el caudal de la solidaridad social, con afluentes de toda clase, que facilita la supervivencia de millones de argentinos de toda edad y sexo. La asistencia gubernamental, aunque esforzada y múltiple en los últimos años, alcanza a más o menos un tercio de los necesitados, porcentaje que podrá discutirse pero, en todo caso, no alcanzaría de ningún modo sin el concurso privado de tantos corazones generosos. La primera obligación del Estado, por supuesto, no es subsidiar la pobreza sino realizar políticas que alienten la creación de empleos legítimos, aunque ya se sabe que esa es una promesa fácil, tal vez una intención verdadera en algún caso, pero de muy difícil cumplimiento en cualquier país, sobre todo en éste que fue reorganizado en las últimas décadas por los poderes económicos más concentrados y conservadores.
La resistencia a una nueva gobernabilidad aparece con distintas máscaras en los mayores países de América latina. El gobierno de Lula da Silva en Brasil concluyó el último año con los peores índices económicos de la última década, con crecimiento negativo, altas tasas de interés y desempleo creciente. En nombre de la gobernabilidad el PT, partido de gobierno, negoció una alianza con el PMDB. Ex aliado de la administración anterior, la de Fernando Henrique Cardoso, tiene una numerosa bancada en el Congreso y un importante número de intendentes, conformando un conglomerado de caciques con intereses personales.
Comentando la actualidad Newton Carlos, uno de los más prestigiosos columnistas del periodismo brasileño, escribió que esa coalición “supone el riesgo de reproducir el viejo ‘centrismo’ siempre presente en la política brasileña. El articulador fue el jefe de ministros de la Casa Civil, José Dirceu, considerado el ‘gerente’ del gobierno, con incidencia determinante en las decisiones que cubren todo el territorio del gabinete. Dirceu fue la voz dominante en la expulsión de los ‘radicales’ del PT que se negaron a votar leyes que consideraban en conflicto con posiciones históricas del PT, como la reforma de las jubilaciones. Es el mismo Dirceu al que le cayó encima un escándalo de corrupción y tráfico de influencias, abriendo espacio para que la oposición golpeara sobre el ‘monopolio de la ética’ reivindicado por el PT”. Hasta el momento el presidente Lula se mantuvo al lado de Dirceu, pero la crisis no terminó y en cualquier caso, según Newton Carlos, el PT saldrá como mínimo “arañado” en su imagen de partido “diferente”.
Otra muestra de las dificultades para gobernar en una línea diferente a la que fue hegemónica en las últimas décadas aparece en la prensa mundial con las imágenes de movilizaciones opositoras en Caracas, cuya conducción no oculta su intención de tumbar a Hugo Chávez, en abierta connivencia con Washington, tan interesado en el petróleo venezolano como en el de Irak. En las últimas jornadas, Lula, Chávez y Kirchner han tenido oportunidad de intercambiar experiencias y coordinar posiciones en defensa de una asociación subregional, con epicentro en el Mercosur, a la que esperan sumar a Uruguay si, como anticipan las encuestas, el candidato del Frente Amplio, Tabaré Vázquez, se impone en las elecciones presidenciales de ese país.
En ese intercambio, el que mejor parado salió fue Kirchner, ya que todavía cuenta con un alto índice de expectativas favorables en la sociedad. Ese auspicio, por cierto, está fomentado por una actividad incesante, casi equivalente a una campaña electoral sin fin, de actos y decisiones cotidianas. Las expectativas favorables han convertido la simpatía por el Presidente en lo políticamente correcto y las encuestas indican que en temas decisivos como el de la deuda externa el respaldo popular es abrumador. No es un dato menor, ya que ese tema representa en este momento un tumor equivalente al de la hiperinflación de finales de los años 80 y quien pueda extirparlo con éxito podría ganar un espacio de prestigio como el que en su momento lució la convertibilidad, dotándolos a Menem y Cavallo de un capital político que les llevó años despilfarrarlo.
Lo cierto es que, por el momento, lo políticamente correcto ha disminuido el impacto de las opiniones críticas tanto desde la derecha como desde el centroizquierda, aun cuando en algunos temas las disidencias tengan una cierta carga de razonabilidad. Tal vez sea la experiencia histórica, plagada de fraudes y decepciones, pero se mantiene la sospecha de que esas mismas expectativas, que hoy favorecen a la administración Kirchner, pueden volcarse en sentido contrario si la economía nacional, sobre todo la injusta distribución de las riquezas, no sufre un vuelco visible y sostenido, más allá del asistencialismo. Las intolerancias, sobre todo las que tienden a multiplicar la fragmentación social en tribus aisladas y hostiles, son una tara para el avance de una línea de progreso. Haití es hoy un trágico espejo de hasta dónde se puede llegar en las confrontaciones fratricidas, donde ya nadie sabe quién manipula a quién. La memoria histórica debería recordar a cada momento, cuando se trata de gobiernos que fracturan los ejes oligárquicos, que experiencias como la de Chile en 1973, la caída de Salvador Allende, abrieron un período de oscuridad en el Cono Sur.
Las incertidumbres no son parte de los prejuicios nacionales en exclusividad, sino que también forman parte de los análisis que vienen desde el exterior. En la revista italiana de geopolítica LiMes dedicada a “Panamérica Latina”, hay un capítulo titulado “Eppur si muove”, con el epígrafe: “Breve guía a las paradojas argentinas”. Su conclusión principal es la siguiente: “Esta nueva fase política pone al sistema político argentino delante de nuevos desafíos, porque es preciso mejorar las instituciones, reconstruir el Estado y sobre todo rediseñar el sistema de partidos. No es posible adivinar ahora la evolución futura de los partidos. ¿Tendremos una versión peronista del PRI mexicano? ¿Acaso un sistema más tradicional, con la posibilidad para los votantes de elegir entre más ofertas políticas, con una izquierda, un centro y una derecha? Además, está puesto sobre la mesa un asunto que viene postergándose desde hace más de una década: ¿cómo puede Argentina reinsertarse en un proceso de globalización turbulento como el actual? Esto nos lleva a uno de los nudos centrales del drama argentino. ¿Qué tipo de capitalismo estará en condiciones de construir en los próximos años? ¿Y para qué clase de democracia?”.

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